Alberto Aziz Nassif
El proyecto presupuestal que hizo el gobierno federal para el año 2011 es una expresión del modelo económico al que está sometido el país desde hace casi 30 años: mucho control del gasto, pero poca efectividad para impulsar el desarrollo. No se aprovechan los márgenes de endeudamiento que podría tener un mayor nivel de gasto, aunque suba el déficit. México no ha podido romper el dogma neoliberal que prohíbe al Estado ser pivote del desarrollo, que ya otros países de América Latina han superado. En la otra parte de la ecuación presupuestal, los debates legislativos sobre el presupuesto —que terminan en una rebatiña de recursos para cubrir intereses partidistas—, son una expresión del secuestro que vive el país de la partidocracia. No hay más ruta que apoyar a los gobiernos de cada partido, sin importar si los programas y las obras sirven para el desarrollo de las regiones y las comunidades.
Desde que se inició la época de los gobiernos divididos en México, el presupuesto ha sido motivo de debates y pugnas entre partidos, lo cual en principio es lógico en un parlamento plural. Pero la lucha por los recursos y los reacomodos del dinero que los diputados pueden modificar al proyecto del Ejecutivo (menos del 1%), no ha dado como resultado un mejor gasto, con mayor racionalidad. Con la llegada de la alternancia partidista en los estados, también empezó a darse una dinámica ascendente en la descentralización de los recursos, dos procesos positivos para la democracia que no han sido acompañados de una mayor transparencia en el gasto y una rendición de cuentas de calidad por parte de los gobiernos. En esta ocasión se hace un intento para mejorar la transparencia del gasto en estados y municipios.
En días pasados, cuando ya estaba casi aprobado el presupuesto, se rompió la negociación porque, según algunos diputados del PAN y PRD, el PRI se quiso llevar una mayor tajada del gasto carretero para, supuestamente, beneficiar a sus gobernadores. Después volvieron a la mesa, pero el Edomex salió ganador porque se le incrementó 141% los recursos para proyectos carreteros, lo cual ayuda mucho en un año electoral (EL UNIVERSAL, 15/XI/2010).
Recientemente se publicó un estudio sobre cómo se gasta, y los resultados son bastante negativos. Hay más recursos en programas que no rinden resultados, es decir, no se gasta bien. Se gasta sin racionalidad, porque muchos de los programas no tienen “un diagnóstico del problema que pretenden atacar, algunos no justifican de manera adecuada los criterios establecidos para elegir a sus beneficiarios, no cuantifican de manera precisa su población potencial y en muchos casos carecen de metas precisas” (Enfoque, # 864). El resultado de “gastar mal” significa, por ejemplo, que el área de seguridad ha aumentado de forma sistemática el gasto y la seguridad pública está peor que nunca. En este sexenio, la Secretaría de la Defensa pasó de 34 mil a 50 mil millones de pesos y la SSP subió de 19 mil a 35 mil millones. Al mismo tiempo, en materia de salud y educación se tiene un problema similar, ha aumentado el presupuesto de programas como las Caravanas de Salud, pero según el estudio se desconoce “el impacto en la salud de la población objetivo”. De forma similar en el programa de Escuelas de Calidad de la SEP se indica que “falta un diagnóstico actualizado de escuelas urbano-marginales y sus problemas”. Lo mismo sucede con otros programas, como el de financiamiento a microempresarios o el de apoyo al empleo. También se han encontrado repeticiones y en una buena cantidad de programas sociales faltan reglas de operación para evitar la manipulación de los intereses políticos que transforman los recursos en clientelismo electoral.
En suma, los recursos públicos en México se gastan mal debido a una cadena de eslabones que se complementan: desde la lógica económica conservadora del presupuesto, que impide un desarrollo social más vigoroso, pasando por la lógica política de un gasto con débiles mecanismos de rendición de cuentas y con una racionalidad burocrática que no está orientada a premiar buenas políticas y prácticas de gobierno, hasta llegar a la lógica clientelar de los operadores políticos, gubernantes y legisladores, que transforman los recursos en intercambios de favores por votos. Un presupuesto con estas deficiencias está lejos de rendir beneficios para el desarrollo en un país que tiene escasos recursos fiscales, obligaciones cada vez más fuertes, una carga de instituciones muy costosa y una casta de privilegiados con salarios que no existen ni en los países más ricos y desarrollados.
Investigador del CIESAS
Desde que se inició la época de los gobiernos divididos en México, el presupuesto ha sido motivo de debates y pugnas entre partidos, lo cual en principio es lógico en un parlamento plural. Pero la lucha por los recursos y los reacomodos del dinero que los diputados pueden modificar al proyecto del Ejecutivo (menos del 1%), no ha dado como resultado un mejor gasto, con mayor racionalidad. Con la llegada de la alternancia partidista en los estados, también empezó a darse una dinámica ascendente en la descentralización de los recursos, dos procesos positivos para la democracia que no han sido acompañados de una mayor transparencia en el gasto y una rendición de cuentas de calidad por parte de los gobiernos. En esta ocasión se hace un intento para mejorar la transparencia del gasto en estados y municipios.
En días pasados, cuando ya estaba casi aprobado el presupuesto, se rompió la negociación porque, según algunos diputados del PAN y PRD, el PRI se quiso llevar una mayor tajada del gasto carretero para, supuestamente, beneficiar a sus gobernadores. Después volvieron a la mesa, pero el Edomex salió ganador porque se le incrementó 141% los recursos para proyectos carreteros, lo cual ayuda mucho en un año electoral (EL UNIVERSAL, 15/XI/2010).
Recientemente se publicó un estudio sobre cómo se gasta, y los resultados son bastante negativos. Hay más recursos en programas que no rinden resultados, es decir, no se gasta bien. Se gasta sin racionalidad, porque muchos de los programas no tienen “un diagnóstico del problema que pretenden atacar, algunos no justifican de manera adecuada los criterios establecidos para elegir a sus beneficiarios, no cuantifican de manera precisa su población potencial y en muchos casos carecen de metas precisas” (Enfoque, # 864). El resultado de “gastar mal” significa, por ejemplo, que el área de seguridad ha aumentado de forma sistemática el gasto y la seguridad pública está peor que nunca. En este sexenio, la Secretaría de la Defensa pasó de 34 mil a 50 mil millones de pesos y la SSP subió de 19 mil a 35 mil millones. Al mismo tiempo, en materia de salud y educación se tiene un problema similar, ha aumentado el presupuesto de programas como las Caravanas de Salud, pero según el estudio se desconoce “el impacto en la salud de la población objetivo”. De forma similar en el programa de Escuelas de Calidad de la SEP se indica que “falta un diagnóstico actualizado de escuelas urbano-marginales y sus problemas”. Lo mismo sucede con otros programas, como el de financiamiento a microempresarios o el de apoyo al empleo. También se han encontrado repeticiones y en una buena cantidad de programas sociales faltan reglas de operación para evitar la manipulación de los intereses políticos que transforman los recursos en clientelismo electoral.
En suma, los recursos públicos en México se gastan mal debido a una cadena de eslabones que se complementan: desde la lógica económica conservadora del presupuesto, que impide un desarrollo social más vigoroso, pasando por la lógica política de un gasto con débiles mecanismos de rendición de cuentas y con una racionalidad burocrática que no está orientada a premiar buenas políticas y prácticas de gobierno, hasta llegar a la lógica clientelar de los operadores políticos, gubernantes y legisladores, que transforman los recursos en intercambios de favores por votos. Un presupuesto con estas deficiencias está lejos de rendir beneficios para el desarrollo en un país que tiene escasos recursos fiscales, obligaciones cada vez más fuertes, una carga de instituciones muy costosa y una casta de privilegiados con salarios que no existen ni en los países más ricos y desarrollados.
Investigador del CIESAS
José Antonio Crespo
La “democracia” más cara
México es uno de los países que recauda menos impuestos: aproximadamente el 11% del PIB, frente al 19% o 20 % de países con un desarrollo semejante al nuestro, para no hablar de los más avanzados, que recaudan 40% o más del PIB. En contraste, somos también uno de los países que más gastan en su clase política y burocrática. Algo que se supone iba cambiar con la democratización y que se mantuvo igual —si no es que peor— en más de un rubro. Trabajos elaborados por diversos investigadores del CIDE nos demuestran que, por ejemplo, la SCJN y la CNDH son las más caras del mundo, y que los sueldos y prerrogativas de su cúpula empatan o rebasan incluso a sus equivalentes en los países más ricos y desarrollados. El despilfarro es, claro, característica mexicana, así como la impunidad y la corrupción.
El IFE no es excepción. No es nuevo que nuestra estructura electoral sea de las más caras del mundo. En países más civilizados y ricos, la estructura electoral es ágil y austera, pues mantiene una reducida estructura que se amplía en época electoral con gente contratada temporalmente (y no por ello carece del entrenamiento y el conocimiento técnico necesarios). Que nuestros burócratas de lujo no tienen la sensibilidad sobre las carencias y dificultades económicas del país, lo refleja que los consejeros electorales —con excepción de Alfredo Figueroa—, apenas llegado su nuevo presidente y a poco de haber estallado la crisis económica mundial, exigieron elevarse su salario a cerca de 300 mil pesos netos (hoy, consiste en la nada despreciable cifra de 180 mil pesos netos). La indignación de la opinión pública los obligó a recular, pero la intención quedó ahí como clara muestra del talante de nuestra oligarquía burocrática.
La nuestra es, sin lugar a dudas, una de las democracias más caras del planeta. Cuando el financiamiento público partidista se disparó en 1996, fue justificado alegando que era el antídoto para evitar que ingresara dinero público de forma ilegal a las campañas, así como fondos privados ilícitos y, por supuesto, dinero sucio del narco. Hoy hemos constatado que el antídoto resultó absolutamente ineficaz, pese a lo cual el costo partidista-electoral se mantiene (e incluso incrementa) como si en realidad cumpliera con sus propósitos. Se dijo también por aquellos años que el costo de nuestra democracia era proporcional a nuestra desconfianza electoral. Y dada la historia de fraudes, y nuestra histórica desconfianza hacia las instituciones, entonces la democracia tendría que ser —como lo ha sido— muy cara.
Que si queríamos elecciones confiables, imparciales, equitativas y ciertas, tendríamos que hacer ese desembolso. En 2000 se logró ese propósito (pese al Pemexgate y los Amigos de Fox), pero no en 2006, cuando se perdió el consenso electoral, que es uno de los objetivos esenciales de todo sistema electoral democrático. Desde luego, intervino algo que es fortuito y de lo cual nadie es responsable: un empate técnico, too close to call como dicen los encuestadores, para lo cual la receta universal es la apertura —lo más amplia posible— de paquetes electorales y así depurar las dudas, esfumar las sombras e imprimir certeza en el resultado. Parte de la responsabilidad de que eso no haya ocurrido fue del IFE, que sólo abrió la vigésimo quinta parte de lo que, según el Tribunal Electoral (TEPJF), debió abrir.
El otro responsable de la incertidumbre que prevaleció en esa elección, fue el propio Tribunal —que tampoco es precisamente austero—, cuyo errático desempeño le hizo perder también un buen monto de credibilidad. El resultado: elecciones onerosas, descenso en la confianza institucional, comicios fallidos (por no lograr el consenso electoral) y un gobierno frágil con menguada legitimidad. ¡Vaya frutos del despilfarro electoral! Pero el IFE es también reflejo de la desigualdad; la distancia de salarios entre la cúpula y la base es enorme. Es un IFE acorde a la injusticia mexicana. Sin embargo, se dice víctima de una campaña en su contra; se trata del estudio de Antonio Mena (ex asesor de Luis Carlos Ugalde), recién publicado, cuyas cifras —dice el IFE— son imprecisas cuando no inventadas. Habrá que verificarlas.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE.
El IFE no es excepción. No es nuevo que nuestra estructura electoral sea de las más caras del mundo. En países más civilizados y ricos, la estructura electoral es ágil y austera, pues mantiene una reducida estructura que se amplía en época electoral con gente contratada temporalmente (y no por ello carece del entrenamiento y el conocimiento técnico necesarios). Que nuestros burócratas de lujo no tienen la sensibilidad sobre las carencias y dificultades económicas del país, lo refleja que los consejeros electorales —con excepción de Alfredo Figueroa—, apenas llegado su nuevo presidente y a poco de haber estallado la crisis económica mundial, exigieron elevarse su salario a cerca de 300 mil pesos netos (hoy, consiste en la nada despreciable cifra de 180 mil pesos netos). La indignación de la opinión pública los obligó a recular, pero la intención quedó ahí como clara muestra del talante de nuestra oligarquía burocrática.
La nuestra es, sin lugar a dudas, una de las democracias más caras del planeta. Cuando el financiamiento público partidista se disparó en 1996, fue justificado alegando que era el antídoto para evitar que ingresara dinero público de forma ilegal a las campañas, así como fondos privados ilícitos y, por supuesto, dinero sucio del narco. Hoy hemos constatado que el antídoto resultó absolutamente ineficaz, pese a lo cual el costo partidista-electoral se mantiene (e incluso incrementa) como si en realidad cumpliera con sus propósitos. Se dijo también por aquellos años que el costo de nuestra democracia era proporcional a nuestra desconfianza electoral. Y dada la historia de fraudes, y nuestra histórica desconfianza hacia las instituciones, entonces la democracia tendría que ser —como lo ha sido— muy cara.
Que si queríamos elecciones confiables, imparciales, equitativas y ciertas, tendríamos que hacer ese desembolso. En 2000 se logró ese propósito (pese al Pemexgate y los Amigos de Fox), pero no en 2006, cuando se perdió el consenso electoral, que es uno de los objetivos esenciales de todo sistema electoral democrático. Desde luego, intervino algo que es fortuito y de lo cual nadie es responsable: un empate técnico, too close to call como dicen los encuestadores, para lo cual la receta universal es la apertura —lo más amplia posible— de paquetes electorales y así depurar las dudas, esfumar las sombras e imprimir certeza en el resultado. Parte de la responsabilidad de que eso no haya ocurrido fue del IFE, que sólo abrió la vigésimo quinta parte de lo que, según el Tribunal Electoral (TEPJF), debió abrir.
El otro responsable de la incertidumbre que prevaleció en esa elección, fue el propio Tribunal —que tampoco es precisamente austero—, cuyo errático desempeño le hizo perder también un buen monto de credibilidad. El resultado: elecciones onerosas, descenso en la confianza institucional, comicios fallidos (por no lograr el consenso electoral) y un gobierno frágil con menguada legitimidad. ¡Vaya frutos del despilfarro electoral! Pero el IFE es también reflejo de la desigualdad; la distancia de salarios entre la cúpula y la base es enorme. Es un IFE acorde a la injusticia mexicana. Sin embargo, se dice víctima de una campaña en su contra; se trata del estudio de Antonio Mena (ex asesor de Luis Carlos Ugalde), recién publicado, cuyas cifras —dice el IFE— son imprecisas cuando no inventadas. Habrá que verificarlas.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE.
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