Es cierto que la violencia ha ganado las calles, pero es solo una clase de violencia, la que desemboca en muertes, crímenes, asesinatos, robos y secuestros que parecen ser la tónica ineludible de las grandes aglomeraciones humanas.
Hay, sin embargo otra clase de violencia, solapada, silenciosa, persistente que no logra ser reconocida o lo logra solo esporádicamente cuando el grito desesperado de alguna madre, o de algún padre halla eco, aunque generalmente efímero, ante la muerte de un ser querido como consecuencia del envenenamiento causado por el generalizado uso de pesticidas y herbicidas, por la explotación laboral infantil, o por la desaparición de niñas y de jóvenes atribuible a la trata de personas que no es menos grave y que no ha conseguido aún instalarse con igual fuerza en la sociedad.
También es cierto que en ambos casos el de la violencia violenta (valga la redundancia) y el de la violencia silenciosa, el de la violencia visible que multiplican los medios y el de la violencia casi invisible que multiplica las víctimas, son la corrupción y la codicia los encendidos motores que alimentan su creciente dinámica.
Sucede entonces que las capas medias de la sociedad mucho más expuestas a la “violencia violenta” claman por seguridad, justicia, castigo y reducción de la edad de la imputabilidad penal, sin advertir que el conjunto es el producto de actitudes humanas de la mayoría de los que componemos un mundo que viene abandonando progresivamente los valores de solidaridad y de armoniosa convivencia que estuvieron en el origen de las sociedades humanas.
Aunque parezca una rémora del pasado o simplemente vetusto y fuera de época creo que el anonimato a que nos somete la masividad urbana contemporánea influye considerablemente en el comportamiento humano. Es muy común escuchar aún que en algunos pueblos, donde todos se conocen, las casas y los autos no se cierran con llave, algo que nadie osaría intentar en un conglomerado de millones de habitantes.
Y estas formas de hacinamiento humano en que nos obliga a convivir un sistema basado en el interés individual, en el lucro a cualquier precio y en la subordinación al mercado, que nos vuelve consumidores antes que personas o en lugar de, terminan conformando el caldo de cultivo adecuado para la alienación individual y colectiva y la desesperanzada obsesión por un presente y un futuro que nos llena de temor y del que nadie pareciera querer responsabilizarse.
Sin embargo, nadie debería eludir su parte de responsabilidad en esta situación porque si no comenzamos por esforzarnos por controlar nuestras reacciones cotidianas ante la presencia del otro, del vecino, del compañero de trabajo, del cónyuge si no evitamos maltratar, discriminar, envidiar y hasta odiar al otro en función de nuestros propios mezquinos intereses, tampoco podremos esperar similar consideración en el trato recíproco y solo un necio puede imaginar que nunca le tocará ser el despreciado, el subestimado, el ignorado y porqué no hasta el agredido.
Emmanuel Mounier es tal vez el filósofo que ha señalado con mayor claridad y convicción que solo una revolución personalista y al mismo tiempo comunitaria que comience con la “revolución del corazón” puede transformar esta realidad en un entorno diferente de paz, de felicidad, de gozo profundo que no es otra cosa lo que los seres humanos deseamos desde que llegamos a la vida y desde lo más íntimo de nuestro ser y que de otro modo puede conducirnos a caminos sin salida y sin retorno.
Pero ¿cómo hacer – se pregunta Inés,– del discurso personalista una práctica y una lucha, una acción política y comunitaria, un compromiso personal y un modus vivendi de nuestras sociedades?
Solo podremos lograrlo si somos capaces de convencernos, en primer término, de que ese es el camino, de que debemos iniciar un diálogo con nuestro prójimo, con cada uno de los que nos rodean día a día convenciéndonos y convenciéndolos de que cada uno de nosotros somos irrepetibles porque una par de manos, un par de piernas para realizar tareas rutinarias, pueden ser reemplazables, pero lo que cada uno sueña en su mente y en su corazón y lo que cada uno puede aportar al otro desde su propia y genuina identidad es único y merece el respeto irrenunciable de los demás.
Ardua tarea sin duda y comprometida y en la que la solo la perseverancia permitirá ver los frutos que a no dudarlo existen porque ¿quién no ha experimentado que habiendo sembrado amor ha recogido amor mientras que como dice un sabio refrán “sembrando vientos se recogen tempestades”?.
Es probable que muchos de los que ya peinamos canas casi legendarias, no podamos verlos, pero ¿quién no está dispuesto a enfrentar este desafío si le va en ello la vida y el porvenir de sus hijos, de sus nietos…a quiénes deberíamos sentirnos obligados a dejarles un mundo mejor del que recibimos? Ese sería el verdadero sentido del desarrollo siempre tan menoscabado en cambio por su ponderación excluyentemente economicista.
Las circunstancias, las condiciones en que se desarrolla la existencia de la mayor parte de la humanidad son ciertamente duras y difíciles pero suele decirse que cuanto más complejo es el panorama, cuanto más complicado es el problema a resolver, desde los más remotos y escondidos rincones del ser humano surgen ignoradas fuerzas y capacidades para enfrentarlos y en tal sentido existen miles de proezas individuales y colectivas que lo atestiguan.
Solo pareciera tratarse, en consecuencia, de tomar conciencia, de que somos con el otro, que no somos navegantes aislados en un mar desconocido sino que hemos sido destinados a esta tierra como seres interdependientes y que como tales si no aprendemos a convivir desde el yo y hacia el tú, en viceversa complementariedad nadie podrá garantizarnos un mundo vivible.
Y como corolario quiero transcribir una hermosa frase del Libro de los Proverbios que tan oportunamente cita Inés: “Solo el tú enciende mi lámpara” + (PE)
(*) Inés Riego de Moine. Filósofa, Presidenta del Instituto Emmanuel Mounier.
(**) Susana Merino. Arquitecta. Investigadora y articulista. Editora de "El Grano de Arena" informativo de ATTAC Internacional.
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