Imaginemos que, a
partir de ahora, en México no será necesario ser médico para ejercer la
medicina. Para diagnosticar enfermedades, hacer cirugías y recetar
fármacos, será suficiente tener una licenciatura y presentar un examen.
Aunque no haya estudiado los seis arduos años de la carrera de médico,
cualquier licenciado tendrá derecho a ocupar una plaza en las clínicas y
hospitales del sector público.
Supongamos que dentro de muy poco tiempo en México los egresados de
veterinaria, historia o letras inglesas podrán ser responsables de
realizar y supervisar proyectos arquitectónicos y obras. Les bastará con
haber terminado su carrera y hacer una prueba para trabajar de
arquitectos o ingenieros civiles, aunque no hayan estudiado para ello.
Fantaseemos con que, desde ya, será posible, en tiempos de paz, tener
el grado de teniente coronel dentro del Ejército, sin haber cursado la
carrera de las armas y sin cumplir con un mínimo de tiempo en el
servicio. Se requerirá, tan sólo, ser licenciado y pasar un examen de
admisión.
Obviamente, muy pocos enfermos estarían dispuestos a dejarse operar
por un cirujano que no cursó la carrera de medicina. Por supuesto, nadie
cometería la locura de darle la obra de construcción de un puente a
quien no sea ingeniero civil o arquitecto. Y es impensable que, en
condiciones normales, el Ejército reclute a sus filas como oficial de
alta graduación a quien no se haya formado y hecho carrera en sus filas.
Sin embargo, el pasado 22 de marzo, el secretario de Educación,
Aurelio Nuño, anunció que para ser ejercer la profesión magisterial será
posible hacer lo que nos parece inadmisible para la medicina, la
ingeniería o las armas. Según el funcionario, desde este año, cualquier
licenciado que presente un examen podrá dar clases de educación básica
en el sistema público. La formación de maestros –dijo– ha dejado de ser
un monopolio de las facultades y escuelas universitarias. En los hechos,
se ha condenado a muerte a las normales: dejarán de ser semilleros de
profesores de educación básica.
Esto significa que ejercerán de profesores de primaria profesionistas
que no se prepararon para ello, y que no tienen conocimiento alguno de
didáctica. Bastará que sean licenciados y que aprueben un examen de
conocimientos. En la docencia hay precedentes de excelentes maestros en
activo que no estudiaron para serlo; sin embargo, no son casos muy
frecuentes.
Por supuesto, en el futuro algunos de esos licenciados pueden
resultar buenos profesores, pero nada garantiza que lo sean. Eso no se
mide con una prueba. Aunque tengan sólidos conocimientos en su campo de
estudios y la mejor intención del mundo, en su mayoría no saben cómo
enseñar a niños y jóvenes. Desconocen las preocupaciones, intereses y
realidades de los alumnos del sistema de educación pública básica.
Ignoran cómo tratarlos, por una razón muy sencilla: fueron a la
universidad para ejercer como biólogos, físicos, abogados u odontólogos,
no para ser docentes de primaria o prescolar.
¿Por qué un licenciado que estudió una carrera universitaria
para ser profesionista escogería pasar el resto de su vida en un aula de
educación básica ganando menos dinero? Obviamente, no por vocación,
sino por la falta de oportunidades laborales en su área de formación.
Por supuesto, puede haber excepciones, pero la motivación central para
hacerlo es tener un empleo, mientras consigue un trabajo mejor.
Evidentemente, un maestro que está de paso en el servicio, que ve su
actividad en el aula como un trabajo temporal mientras encuentra un
empleo mejor retribuido, difícilmente puede ser un buen profesor. El
magisterio es una opción de vida. Los docentes de excelencia tienen, por
lo regular, años de experiencia a sus espaldas.
Curiosamente, los maestros mexicanos a los que se quiere someter a una
terapia de choque, poniéndolos a competir por el empleo con egresados de otras instituciones, poseen un nivel de formación muy razonable. Los datos de la encuesta Disposición de los docentes al desarrollo profesional y actitudes hacia la reforma educativa, levantada en 2010 por la SEP, así lo muestran. Según el estudio, 54.7 por ciento de los profes tienen una licenciatura normalista, 13.5 una licenciatura universitaria y 11.2 estudios de posgrado.
En las escuelas normales se forman maestros para ser maestros. Muchos
de sus estudiantes provienen de familias humildes o son hijos de
docentes. De sus aulas salen profesores que saben enseñar, y que abrazan
la docencia como opción de vida.
En nuestro país, el nomalismo, como institución exclusiva de la
formación de maestros, tiene 128 años de vida. Hasta ahora ha sido una
profesión de Estado. Más allá de sus dificultades y limitaciones, hay en
su práctica una inmensa riqueza pedagógica. Los normalistas han sido
baluartes en la defensa de la educación pública. En algunas de sus
escuelas –como las normales rurales– los estudiantes se forman con
vocación de servicio social. A pesar de ello (o precisamente por ello),
se le quiere condenar a muerte.
La tecnocracia educativa y la derecha empresarial detestan al
normalismo. Quieren acabar con él. Claudio X. González demandó cerrar
sus escuelas,
Lejos de promover una mejor educación, la reforma legal que condena a
muerte al normalismo y abre las puertas de la docencia en educación
pública básica a licenciados de otras disciplinas es un incentivo al
ejercicio de peores prácticas pedagógicas. Y, en lugar de permitir al
Estado recuperar la rectoría del sector educativo, es un paso más hacia
su desregulación.
Twitter: @lhan
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