Editorial La Jornada
En una audiencia
pública de cara a la posición que habrá de llevar el gobierno mexicano a
la sesión especial de la Asamblea General de la ONU sobre los
estupefacientes prohibidos, el representante de la oficina del organismo
multinacional contra la droga y el delito, Antonio Mazzitelli, dijo
ayer que
la guerra contra las drogas declarada hace 35 años se ha acabado, destacó que el problema de las adicciones corresponde al ámbito de la salud pública y señaló la pertinencia de reconocer los derechos de los consumidores, en quienes debería reconocerse enfermedad, no criminalidad.
Lo dicho por el funcionario internacional está en plena
correspondencia con lo que afirmaron recientemente los integrantes de
una comisión de expertos médicos en el sentido de que las políticas
antinarcóticos basadas en la prohibición contribuyen directa e
indirectamente
a la violencia letal, la enfermedad, la discriminación, el desplazamiento forzado y el dolor físico innecesario, y minan las garantías de los pueblos a la salud. En esas conclusiones se pone a México como ejemplo de los escenarios catastróficos inducidos por la guerra contra las drogas declarada por Felipe Calderón desde los albores de su sexenio: un incremento desmesurado de los homicidios y violaciones a los derechos humanos y una afectación a la salud pública, los derechos humanos y el desarrollo.
La evaluación se queda corta. Las estrategias antidrogas adoptadas en
nuestro país desde los años setenta del siglo pasado por presiones de
Washington, y llevadas hasta un cruento paroxismo en el sexenio anterior
y en lo que va del presente, no sólo no han incidido en una reducción
del consumo de estupefacientes en Estados Unidos, sino que lo han
disparado en México; han dejado decenas de miles de muertes y
desapariciones; han propiciado que regiones enteras caigan bajo el
control de organizaciones delictivas; han minado gravemente la
integridad de las instituciones, particularmente las corporaciones de la
fuerza pública y las instancias de procuración e impartición de
justicia; han destrozado el tejido social en entidades como Tamaulipas,
Michoacán y Guerrero; han generado una crisis gravísima de derechos
humanos en el país; han propiciado una corrupción de escalas
astronómicas y han erosionado la confianza de la sociedad en los
procesos políticos, en las autoridades y en el país mismo.
Resulta esperanzador que en el curso de unos pocos meses los
centros de poder mundiales –que participaron en diversa medida y de una u
otra forma en la imposición de las políticas prohibicionistas en casi
todo el planeta– hayan emprendido un significativo y rápido viraje y
ahora estén tratando de formular una concepción más sensata y ética del
fenómeno, separando, en primer lugar, el problema de salud pública de
las estrategias orientadas a perseguir el narcotráfico. Cabe esperar que
esa tendencia se consolide y que muy pronto sea posible empezar a
aplicar una política antidrogas centrada en la educación y en la
prevención y tratamiento de las adicciones, y no en operaciones
policiales y militares. En lo inmediato, la sociedad mexicana debiera
emprender un extenso examen crítico de la tragedia causada por el
acatamiento a rajatabla de los dictados estadunidenses en materia
antidrogas y por la miopía monumental que ha facilitado el desastre.
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