Miguel Concha
La Jornada
El mutismo e inacción
del gobierno federal ante lo que parece ser una campaña orquestada en
algunos medios contra las instituciones, organizaciones y personas
defensoras de derechos humanos, estigmatizándolos como defensores de
delincuentes que de manera interesada dejan inermes a las víctimas,
calumniándolos sin pruebas como
mercenarios de los derechos humanosque lucran con las reparaciones de las víctimas, causa fuerte sospecha y honda preocupación. Parecería en efecto una estrategia política para inhibir y debilitar las voces críticas en el país, pues coincide con las reacciones oficiales descalificadoras de los mecanismos internacionales de protección de derechos humanos, los denuestos en contra de algunos de los miembros del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la renuencia a recibir al relator especial sobre la situación de las y los defensores de derechos humanos de la Organización de Naciones Unidas.
Si esto fuera así, habría entonces en México actores sociales que
desde diversas trincheras vinculadas al poder se dedican a desacreditar a
quienes exhiben los abusos de las autoridades. Sin embargo, con ello el
Estado no solamente incumple sus obligaciones legales nacionales e
internacionales de garantizar el derecho a defender los derechos humanos
y proteger a las y los defensores contra terceros, pues los derechos
humanos no solamente se violan por acción, sino también por omisión y
aquiescencia, distrayendo con ello, como expresó el presidente de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos el pasado 15 de marzo, la
atención de donde debería estar. “Descalificar la actuación de los
defensores civiles de derechos humanos –subrayó–, así como a los
organismos e instancias nacionales e internacionales, además de que no
contribuye a la solución de los problemas, distrae la atención de donde
debería estar, que es la necesidad de que la autoridad haga bien su
trabajo, y lo haga conforme a derecho, respetando la dignidad de las
personas”.
La Ley para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, publicada en el Diario Oficial de la Federación el
25 de junio de 2012, previene en efecto con toda claridad contra todo
tipo de agresiones hacia ellas, ya sean éstas físicas, sicológicas,
morales o económicas, y obliga en cambio a las autoridades federales y
locales a promover el reconocimiento público y social de su importante
labor,
para la consolidación del Estado democrático de derecho, que es el que pretendemos la mayoría de los mexicanos, y a condenar, investigar y sancionar por tanto las agresiones de las que sean objeto ( cfr. artículo 44). Y la Declaración sobre el Derecho y el Deber de los Individuos, los Grupos y las Instituciones, de Promover y Proteger los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales Universalmente Reconocidos de la Organización de Naciones Unidas, aprobada por México, obliga también a los Estados a adoptar toda clase de medidas para asegurar el derecho que tienen las personas a promover, individual o colectivamente,
la protección y realización de los derechos humanos y las libertades fundamentales en los planos nacional e internacional, y a esforzarse por ellos( cfr. artículos 1 y 2).
Por ello, con toda razón, como informó La Jornada el
pasado viernes 18 de marzo, siete organizaciones de prestigio
internacional en materia de derechos humanos, entre las que se
encuentran la Federación Internacional de Derechos Humanos, la Oficina
en Washington para Asuntos Latinoamericanos, la Organización Mundial
contra la Tortura y el Servicio Internacional para los Derechos Humanos,
pidieron al gobierno mexicano condenar de forma pública los actos de
desacreditación y difamación lanzados desde hace varios meses en contra
de activistas y organizaciones sociales civiles nacionales e
internacionales. Y aquí en México un conjunto importante de
organizaciones pidieron antes al Estado mexicano que por fin lleve a
cabo campañas de dignificación de la labor de defensa y promoción de los
derechos humanos, exigiéndole que cumpla con su obligación de proteger a
quienes los defienden, contra persecuciones, restricciones o
interferencias –se entiende que de terceros– indebidas.
Cuando al comienzo de la década de los 90 comenzaron a establecerse
los organismos públicos de derechos humanos y cobraron paulatino
incremento las organizaciones civiles que los protegen, hubo voces que
por ignorancia, desidia o miedo a ver afectados sus intereses comenzaron
a difundir la especie de que defendían delincuentes y obstaculizaban la
labor de la justicia. Junto con ellas había también voces renuentes a
la transformación de los órganos de procuración y administración de
justicia, que preferían, entre otras cosas, el uso de la tortura, los
tratos crueles, inhumanos y degradantes, para resolver supuestamente los
casos. Entonces sí que había allí quienes lucraban impunemente en los
penales y reclusorios con la corrupción. Poco a poco, sin embargo, se
fue ganando terreno en la opinión pública y frente a las instituciones,
exigiendo además cambios trascendentales en la Constitución y en las
leyes, así como nuevas instituciones y políticas de acceso a la
justicia, en lo que todavía estamos. Hoy para muchos no es un misterio,
por ejemplo, que cualquier persona acusada por cualquier delito, por más
odioso que sea, tiene derecho a no ser torturada, y que si lo es, tiene
también derecho a que se investigue, procese y castigue a los
responsables y a la reparación integral. Ella –y no como se afirma
dolosamente y sin pruebas–, sus defensores. Pensar que eso no es así es
debilitar aún más la decencia del Estado y el estado de derecho.
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