Navegaciones
Pedro Miguel
La Jornada
La atmósfera es un
símbolo lamentable de la involución sufrida por esta ciudad en tiempos
del mancerato: hemos vuelto a padecer una inversión térmica como no las
hubo en más de tres lustros. Algunos sostienen, con argumentos, que los
límites de velocidad tipo Kidzania del reglamento de tránsito impuesto
por el gobierno local ha contribuido a incrementar la concentración de
vapores de mierda sobre este valle. Desde luego no será ese el único
factor ni mucho menos: hay que sumar la especulación inmobiliaria y
comercial, la voracidad de la industria automotriz, la corrupción en los
centros de verificación, las deficiencias del transporte público, las
torpezas de los planificadores y la falta de buen sentido en las
regulaciones y medidas de vialidad.
Pero para ser justos, en estos últimos nueve años nuestra ciudad no
sólo ha experimentado un retroceso, sino también un avance pavoroso
hacia la estratificación social y la exclusión mediante la persistente
privatización de espacios públicos y la
monetización(el neologismo es aportación de Google, creo) de todo lo imaginable. Da la impresión de que en el viejo palacio de Ayuntamiento hay un montón de personas exprimiéndose los sesos para encontrar nuevos servicios urbanos, nuevos metros cuadrados o cúbicos de urbe, nuevos contratos y concesiones a los cuales exprimirles unos cuantos pesos por habitante que, sumados, dan montos formidables. No se trata, no, de hacerse de recursos adicionales para la administración local, sino de multiplicar las oportunidades de negocio para los contratistas. En medio de esta dinámica es hasta sorprendente que los gobiernos de Peña y de Mancera hayan decidido regalarle a la voluntad popular un poco de participación en el próximo congreso constituyente y que no hayan encargado a una empresa consultora la tarea de redactar la carta magna local. Esos funcionarios deberían tener cuidado, que la obligada simulación de espíritu democrático se les puede revertir y podría colarse por ella la voluntad del pueblo completa, no rebajada a 60 por ciento, como lo han impuesto.
Parece ser que esta autoridad subestima a sus gobernados y piensa que
es suficiente con pintar la urbe de rosa y emitir discursos ñoños para
olvidar la tremenda traición al mandato cometida de 2012 en adelante:
las políticas represivas, reinstauradas; la corrupción, magnificada; la
vuelta a un espíritu de gobierno elitista en el que la ciudad de todos
es sustituida por la ciudad de quienes puedan pagar como servicios extra
cosas que hasta hace poco eran sufragadas por el presupuesto público,
es decir, por los impuestos que aportan los habitantes. Lo que era
gratuito –no por regalo de nadie, sino porque procedía del patrimonio
común– hoy es concesionado a contratistas y transita del ámbito de los
derechos al de los privilegios. Es equivocado, por ello, sostener que la
administración mancerista se mueve únicamente en función del afán
recaudatorio. No: también hay en ella un claro propósito divisorio para
colocar a las personas de bien en un espacio superior y tarifario, y al
resto, en un entorno infernal que castiga a la pobreza o, cuando menos, a
la carencia de tarjeta de crédito. Si Marcelo Ebrard aspiraba a
convertir al DF en algo así como Rotterdam, parece ser que Mancera lo
quiere volver algo parecido a Jerusalén, que es una ciudad dividida
entre la zona opulenta del oeste y el oriente árabe, miserable y
abandonado.
El riesgo de concesionar mecanismos coercitivos (colocación de
inmovilizadores, fotomultas, grúas) a empresas privadas es que el éxito
no se mide en la capacidad de cumplir con los reglamentos y de educar a
la ciudadanía, sino en el florecimiento mercantil de las
concesionarias. O tomen el ejemplo de las Ecobicis, un servicio operado
por la trasnacional Clear Channel Outdoor: el sistema está diseñado para
realizar trayectos cortos, dentro de una misma zona de la ciudad, pero
no para un uso intensivo de ese medio de transporte. Así lo evidencia su estructura tarifaria:
si alguien desea rentar una de esas bicicletas por dos días, a fin de
llegar en ella a una zona carente de cicloestación (es decir, cualquier
barrio pobre de la ciudad) tendrá que pagar más que por un mes de alquiler de un coche subcompacto según precios de mercado.
Mancera ha llegado al colmo de pactar con los malquerientes priístas y
panistas de las mayorías capitalinas un cambio de nombre a espaldas de
sus habitantes. En virtud de un acuerdo cupular el Distrito Federal pasa
a llamarse, en tanto que entidad política, Ciudad de México, un nombre
absurdo por donde se le vea: si ya había cierta dificultad con la
homonimia entre el país y la entidad federativa, ahora la confusión se
multiplica. Además el Distrito Federal no es una ciudad, sino una
demarcación con una parte urbana y otra rural en la que se asienta, sí,
la porción principal de la megalópolis. Por lo demás la urbe se extiende
hacia el norte y el oriente sin solución de continuidad entre sus
barrios defeños y varios municipios mexiquenses.
En todo caso, el acrónimo CDMX tuvo mala estrella: nació marcado por
una crisis que no es sólo ambiental y vial, pero que tiene en esas
dimensiones su expresión de coyuntura. El desastre se ha gestado en la
corrupción administrativa –que ha hecho posible, por ejemplo, una
descontrolada proliferación de desarrollos inmobiliarios comerciales y
habitacionales en zonas carentes de la infraestructura para
asimilarlos–, en la claudicación de la autoridad ante la voracidad
empresarial y en actitudes clasistas, insolentes y frívolas, más propias
del peñato que de los programas progresistas y con visión social que
habían distinguido al DF del resto del país. El problema de Mancera es
que no se ha tocado el corazón para reprimir, para imponer tributos
draconianos (como el incremento del Metro) ni para dictar reglamentos
plagados de absurdo. Ahora no puede decir que le han faltado
instrumentos de gobierno para impedir la catástrofe ni escurrir el bulto
pretendiendo endosar su responsabilidad a sus gobernados. Porque una
autoridad incapaz de adelantarse a los acontecimientos y de regular y
orientar el funcionamiento de un colectivo, es una autoridad que no
sirve para nada.
Twitter: @navegaciones
No hay comentarios.:
Publicar un comentario