La Jornada
Mi abuela, siempre
dulce y cariñosa, en Semana Santa se convertía en una dictadora. De
acuerdo con sus órdenes quedaba prohibido hablar en voz alta, reír,
correr, acercarse a libros ajenos a la religión, conversar, oír la
radio, ponerse ropa de colores, pasear, comer golosinas, bañarse y,
desde luego, mirarse en el espejo: las lunas de los roperos y tocadores
permanecían cubiertas con telas oscuras a fin de evitar que cayéramos en
la tentación de mirarnos en ellos, aunque sólo fuese de pasada.
Cuando mi abuela nos veía desalentarnos ante la abrumadora lista de
restricciones, desplegaba una oratoria profusa y dañina a partir de una
pregunta:
¿Les parece mucho sacrificio renunciar a esas tonterías después de que Jesús murió en la Cruz por culpa de nosotros?
Para quienes éramos niños resultaba imposible entender en qué había
consistido nuestra participación en un hecho tan cruel, ocurrido
lejísimos de nuestro pueblo, cientos y cientos de años antes de que
naciéramos. Sin otra alternativa, aceptábamos la dosis de culpa que nos
correspondía a todos por igual: desde el primo Alejandro, recién nacido,
hasta el tío loco (de quien hablo con frecuencia y cuyo nombre no
necesito mencionar.)
II
Mi tío, el mayor de la familia, no era el único
enfermito. En el pueblo se contaban once más, todos varones, dependientes y onanistas. Durante la sencilla representación del Viacrucis salían de su encierro para hacer penitencia –ignoro por qué culpas– caminando descalzos, vestidos con túnicas moradas y un capirote en la cabeza que protegía sus gestos desordenados y acallaba sus palabras incomprensibles.
Felipa Muñiz, la catequista, era la encargada de guiarlos en su
recorrido desde las puertas del hospital, donde eran concentrados por
sus familias para la ocasión, hasta el atrio de la iglesia. En ese
punto, a la espigada sombra de los pirules,
los enfermitosse confundían con las beatas enlutadas y los menesterosos que, por igual y con la misma ansia, imploraban un milagro: ellas, el del perdón; ellos, el de una dádiva.
Enfrente, en el Jardín Central embellecido por magníficos árboles de
clavo, el sol del mediodía abrillantaba el plumaje negro de los tordos
parsimoniosos, traviesos, inocentes.
III
Sin importar la edad que tuviéramos, todos los miembros
de la familia estábamos obligados a dos horas de meditación: una especie
de lectura en silencio de todas nuestras culpas. Decir una mentira,
comer un dulce a escondidas, escuchar las conversaciones de los grandes
y, al menos por mi parte, aborrecer con todo el corazón a Felipa Muñiz:
autoritaria y pellizcona.
Cada vez que lo consideraba necesario, mi abuela-dictadora
interrumpía nuestra meditación para describirnos aspectos concretos del
martirio padecido por Jesús –vinagre en vez de agua, latigazos,
insultos, la punta de una lanza en el costado– y, otra vez, el motivo de
nuestros sacrificios. La oíamos lacrimeantes de fastidio, mordiendo los
bostezos y experimentando un secreto rencor hacia ella que, sin darse
cuenta ni proponérselo, nos martirizaba.
El único a salvo de la tortura era mi tío
enfermito. Con la túnica puesta, pero ya sin capirote, marchaba por el corredor hablando incesantemente no se sabía de qué, sin que pudieran frenarlo las últimas campanadas de la iglesia ni el tono exasperado de la abuela.
A las siete íbamos a la cocina para cenar un pan de sal con un vaso
de leche. Comíamos en silencio, sin hambre, urgidos por huir a nuestros
cuartos, meternos entre las sábanas frescas y, conscientes de que eso
también era pecado, anhelar el momento de que por fin terminaran los
días de sacrificios y oración.
IV
Por ahí debe andar alguien de mi familia que recuerde
cómo era la mañana en que por fin se alejaba, mustia y polvorienta,
enlutada, la Semana Santa. Se iba llevándose las tolvaneras, el silencio
impuesto, la tristeza y la culpa.
En la casa, inundada ya con los rumores habituales, desplegábamos una
actividad como de colmena. Cada quien tenía una tarea precisa. La de mi
tío
enfermitoera devolver a su sitio en el patio las jaulas de los canarios, que durante la Semana Mayor habían permanecido en el corral. Los demás nos ocupábamos de: pulir el brasero, regar los helechos, descorrer las cortinas, abrir las ventanas para que las habitaciones se llenaran del fresco aire primaveral, encender la radio, arrancar de los espejos las telas que los habían mantenido velados, ciegos, sin sombra de nosotros.
Nos causaba enorme felicidad comprobar que, en pocas horas, iban
tomando el aspecto y el ritmo de siempre las calles del pueblo, los
comercios, la gente. También mi abuela volvía a ser cariñosa, como
antes, y mi tío
enfermitoera otra vez el loco inofensivo que pasaba las noches dando vueltas por los pasillos y, creo, cantándole a la Luna sin que nadie le impusiera silencio.
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