No hay democracia en
México, no hay una real división de poderes, no hay una verdadera
representación del pueblo ni existe un Estado que garantice la mínima
seguridad de sus ciudadanos...".
Por Carlos Herrera de la Fuente*
Notas históricas sobre el fracaso del neoliberalismo en México
1. La oligarquía mexicana
Históricamente, en los países donde el capitalismo ha conocido un desarrollo exitoso, el Estado se ha visto obligado a ponerle coto al funcionamiento irrestricto de los capitales particulares para resguardar la continuidad del sistema en su conjunto. En éste, como en otros casos, el ejemplo clásico es el de Inglaterra.
Para la primera mitad del siglo XIX, las grandes ciudades inglesas habían experimentado un cambio acelerado en su fisonomía a causa del desarrollo industrial y la instauración de grandes zonas fabriles.
La elevada demanda de mano obra propició un incrementó súbito de la población obrera, concentrada en las regiones marginales de las urbes en condiciones paupérrimas. Mientras más se experimentaba el crecimiento de la economía, más feroz era la sobreexplotación a la que se veía sometida el conjunto de la población proletaria.
Los empresarios ingleses empleaban indistintamente a hombres y mujeres, viejos y niños, sometiéndolos a jornadas de hasta 48 y 72 horas continuas, con salarios que ni siquiera alcanzaban para asegurar la subsistencia. La situación fue tan extrema que la población obrera decreció, generando un problema para el capitalismo en su conjunto.
Bajo estas circunstancias extremas, para la quinta y sexta década del siglo XIX, el Estado se vio obligado a intervenir y comenzar a regular la explotación dentro de las fábricas. Es en este momento cuando surgen los informes de los inspectores fabriles ingleses, cuyas recomendaciones sirvieron para disminuir la jornada de trabajo y cambiar, aunque lentamente, las condiciones de trabajo en dichas zonas.
De esa manera, para salvar al sistema de la voracidad de los capitalistas privados, el Estado tuvo que limitar su actuar.
En México, por el contrario, el Estado se ha dedicado históricamente a protegerlos casi sin límites.
Puesto que en sus primeras décadas como país independiente México apenas si logró una débil industrialización, los empresarios de la época se dedicaron fundamentalmente a la especulación, al agiotaje y al comercio. No fue sino hasta el porfiriato que surgió una burguesía nacional minúscula, mezclada en parte con el poder político. Esta incipiente burguesía nacional contribuyó al desarrollo de ciertas áreas de la actividad agraria (la explotación del henequén, por ejemplo) e industrial (textil, tabaco, cerveza, acero, etcétera). Las grandes áreas del desarrollo industrial y de infraestructura a finales del siglo XIX y comienzos del XX (el ferrocarril, la electricidad, el petróleo, entre otros) fueron asunto casi exclusivo de los capitales extranjeros. De esta manera, impulsando y protegiendo a los capitales nacionales, la dictadura de Porfirio Díaz promovió el desarrollo de infraestructura con ayuda de los capitales extranjeros. Con la explosión de la revolución de 1910 y los cambios que se produjeron en el poder político y económico a raíz de ella, se dieron varias modificaciones en la estructura de la burguesía nacional, ahora más cercana al poder político, en gran parte por la participación de múltiples caudillos posrevolucionarios en la actividad económica. En lo esencial, sin embargo el Estado continuó protegiendo a los capitales privados, asumiendo más directamente su compromiso con el desarrollo de infraestructura.
En el periodo conocido como el de “sustitución de importaciones” (1940-1970), el gobierno mexicano promovió una política económica proteccionista tendiente a impulsar el capital nacional y lograr el tan anhelado desarrollo industrial. Dicho en términos muy simples, el objetivo de la política económica de la “sustitución de importaciones” era lograr un paulatino cambio en el tipo de importaciones y exportaciones mexicanas con fines de industrialización. De exportaciones agrícolas e importaciones de productos manufacturados, se debía pasar a exportaciones de productos nacionales manufacturados e importaciones de ciertos insumos intermedios indispensables para la actividad industrial.
En este esquema, el campo jugaba el papel esencial: por un lado, debía proveer al Estado, a un precio razonable para el mercado internacional, los productos necesarios para la exportación, y, por el otro, debía surtir a las urbes de productos de primera necesidad a bajo precio para mantener estable los salarios, facilitando así las inversiones y la actividad empresarial (amén de las subvenciones, exenciones y múltiples apoyos a los empresarios). No obstante, la sobreexplotación del campo y los cambios en el mercado internacional (la sustitución de insumos primarios por bienes sintéticos), llevó al modelo a la quiebra, la cual se pudo paliar, momentáneamente, gracias al auge petrolero, cuyo fin, en 1982, marcó la decadencia del régimen revolucionario y la política económica proteccionista.
Durante todo este tiempo, la oligarquía económica mexicana había gozado de todos los privilegios posibles, mostrando cierta solidez en áreas del sector de productos intermedios (acero, vidrio, cemento, entre otros) y telecomunicaciones. Sin embargo, esa solidez, que había formado a un grupo muy compacto de grandes empresarios, se basaba, como dijimos, en la sobreexplotación del campo (y de los campesinos) que nunca logró modernizarse, en los bajos salarios y en el apoyo irrestricto del Estado en todos los niveles. A escala interna, la competencia era casi nula, el capital financiero limitado y no se había desarrollado un verdadero mercado nacional, independiente de la promoción estatal a partir de subsidios. Y es, en este contexto, que comienza el periodo de desregulación económica y de privatizaciones a escala masiva.
Puesto que la burguesía mexicana era y es una cuestión de grupos compactos, las privatizaciones aceleraron aún más la concentración de capitales, sellando el contubernio entre los privatizadores (los políticos de alto rango) y los capitalistas (nacionales y extranjeros, o bien híbridos) que se convirtieron en poderes fácticos decisivos para la definición de las políticas económicas y sociales en todo el país. Por lo demás, la creciente desatención del Estado en el sector industrial, aunada a las privatizaciones, llevó a una ruptura de las cadenas de producción y a una dependencia más fuerte de las economías extranjeras. Así lo explica Lorenzo Meyer en Nuestra tragedia persistente / La democracia autoritaria en México (Debate): “A partir de 1994, el TLCAN aumentó notablemente las exportaciones mexicanas, pero no hizo crecer mucho a la economía en su conjunto y finalmente no pudo evitar la desindustrialización del país: hoy, en términos relativos, México está menos industrializado que hace treinta años: Y, lo que es peor, en ese periodo el crecimiento real del PIB ha sido de los más bajos en América Latina.”
Para los de abajo todo ello significó una catástrofe. Los campesinos, que durante mucho tiempo habían resistido la sobreexplotación de su medio de vida gracias a una economía de subsistencia basada en formas de producción y propiedad no mercantiles (el ejido y la propiedad comunal), se vieron de pronto despojados de ese colchón con las modificaciones al Artículo 27 constitucional en 1992, quedándoles como únicas opciones (ante la imposibilidad de emigrar a la ciudad por la crisis económica industrial), la migración o el narcotráfico. Los obreros, por su parte, frente a la caída radical de sus salarios, la “flexibilización” del mercado laboral y el desempleo, se vieron obligados a buscar otras fuentes de empleo, entre ellas las que ofrecían la economía informal y la criminalidad.
La oligarquía mexicana se volvió, así, un poder fáctico, ultraconcentrado, que en ningún caso contribuye al desarrollo nacional ni al bienestar colectivo.
En su libro México / Democracia interrumpida (Debate), Jo Tuckman, resume todo esto con unos cuantos ejemplos: “México es el mayor consumidor per cápita de refrescos del mundo, y 70 por ciento de la demanda la satisface Coca-Cola; el mercado de la cerveza está bajo control de dos empresas; la distribución de gas LP, combustible empleado en las cocinas de la vasta mayoría de los hogares mexicanos, es exclusividad de un puñado de familias. El transporte aéreo, la banca y la distribución de medicamentos son universos restringidos, debido al hecho de que un pequeño número de empresas ofrecen la casi totalidad de los servicios y los intentos por romper dichos bastiones rara vez tienen éxito.”
¡Y eso sin tomar en cuenta a las empresas de telecomunicaciones y de bienes intermedios, como el cemento, el vidrio y otras tantas! Lejos de limitar los monopolios, promover la competencia e impulsar un verdadero mercado interno, el Estado se encarga de proteger a las empresas monopólicas con enormes exenciones de impuestos y de rescatarlas cuando fracasan, cargándole a la nación el costo de sus errores (como en el caso de los rescates bancario y carretero). El Estado al servicio de una burguesía híbrida (nacional y extranjera), con interferencia de intereses políticos, que, lejos de impulsar, bloquea el desarrollo económico nacional, condenándolo al crecimiento mediocre y a la crisis perpetua.
La conclusión es obvia: el principal obstáculo para el desarrollo de la economía capitalista en México son los propios capitalistas.
2. La miseria de la política y las alternativas
No hay democracia en México. Ni en términos reales ni en términos formales. Las elecciones sólo se respetan cuando el proyecto de los poderes fácticos no corre ningún peligro. Apenas si existe la remota posibilidad de que una opción de izquierda moderada llegue al poder y atente contra algún privilegio de la oligarquía, todo el aparato político, económico y comunicativo, en todos sus niveles, se moviliza de inmediato para impedirlo.
No hay una real división de poderes. La justicia no sólo es lenta y torpe, sino alineada a las órdenes del ejecutivo. Ningún caso que dañe la imagen, afecte a algún miembro de la oligarquía o cuestione directamente la actuación del poder en un asunto concreto es decidido a favor de las víctimas (Aguas Blancas, Acteal, la guardería ABC, el Fobaproa, Pasta de Conchos, Cananea, Ayotzinapa, etcétera).
No hay una verdadera representación del pueblo. Los partidos políticos viven de la indefinición ideológica y, cuando la tienen, es ignorada en aras del pragmatismo más ramplón y convenenciero. Más que representantes del pueblo, los diputados y senadores responden a los intereses de los políticos y las empresas que impulsaron y financiaron sus campañas. La única elección que tiene el pueblo es la de decidir qué proyecto lo regirá (no lo representará).
No existe un Estado que garantice la mínima seguridad de sus ciudadanos. La alianza entre política y oligarquía económica (ejemplo: el caso de la procuradora Arely Gómez González, hermana del actual vicepresidente de noticias de Televisa, Leopoldo Gómez), alcanza una verdadera dimensión criminal con la sumisión de los gobernantes de todos los niveles a las organizaciones del crimen organizado, situación que, lamentablemente, adquirió notoriedad internacional con los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.
Las policías locales y federales, así como los distintos cuerpos de seguridad y protección del Estado, están infiltrados por el narcotráfico y no responden a las necesidades de la gente ni de las entidades políticas. De hecho, como lo sostiene Sergio González Rodríguez en Campo de guerra (Anagrama), la ausencia de un Estado de derecho a lo largo y ancho del país ha terminado por alterar completamente el mapa de la nación, sometiéndolo a un esquema funcional para la criminalidad.
Con todo lo que se ha dicho, se entenderá que la violencia que aqueja al país no es algo coyuntural, dependiente exclusivamente de las actividades criminales del narcotráfico y otras agrupaciones ilegales, sino una verdadera violencia estructural proveniente del Estado, vinculada con la forma misma en la que éste se configura en tanto servidor de la oligarquía nacional y extranjera, sin ningún lazo democrático o representativo con el pueblo. Hay violencia desde el momento en el que se expropia a los campesinos de su tierra, se les arrebata sus medios de subsistencia y se los condena a la migración y al narcotráfico; hay violencia desde el instante en que se encoge el salario a su mínima expresión, se elimina constitucionalmente los derechos laborales, se excluye a los trabajadores de su derecho al seguro social para “alentar las inversiones” en el país y se los orilla a la informalidad y al crimen; hay violencia cuando los niños y los estudiantes de todos los niveles son sometidos a una educación mediocre, y los maestros carecen de un ingreso digno de su profesión; hay violencia cuando se saquea el erario público o se utiliza, discrecionalmente, para el enriquecimiento de unos cuantos. La violencia es parte inherente del Estado neoliberal mexicano y no podrá extirparse de su cuerpo si no se elimina, en primer lugar, el cuerpo mismo, enfermo ya y viciado.
La principal debilidad de la izquierda y de los opositores al régimen, no es tanto, como se ha dicho, su división, sino su indefinición ideológica y su estrechez de miras frente al escenario miserable de la política en México. Cierto que no hay que dejar libre a la derecha el camino de las elecciones, como sostienen varios abstencionistas, pero el problema real es que la participación en ellas, por ellas mismas, no asegura nada ni beneficia a nadie. Por otro lado, los que critican las opciones electorales como la que representa Morena, se han pertrechado en consignas locales, muy radicales, tal vez, pero incapaces de alcanzar una dimensión nacional, necesaria para incluir a todos los afectados por el sistema.
Para enfrentar la miseria política de nuestro país, resulta indispensable actuar pensando, de manera inclusiva, en la totalidad de escenarios, aun en los electorales con todo y sus limitaciones. El ejemplo que agrupaciones políticas, como el boliviano MAS (Movimiento al Socialismo), o las europeas Podemos (en España) y La Izquierda (en Alemania), e, incluso, la que representa el estadounidense demócrata Bernie Sanders, pueden servir de inspiración para un país como el nuestro en el que casi todos temen utilizar públicamente el vocablo “socialista”. Reivindicar en la actualidad, críticamente, el legado histórico de la izquierda, es comenzar a separarse del dogma neoliberal, cuya extrema nocividad en el mundo, después de casi 27 años de haber caído el Muro de Berlín, está a la vista de todos: guerras, terrorismo, crisis, criminalidad. No hay por qué temer al pasado. La crítica sin concesiones hacia la tradición y hacia los viejos regímenes de izquierda es necesaria. Pero, frente a la violencia estructural del liberalismo y su historia de saqueos y crímenes, no hay por qué descartar la recuperación de la nobleza original del discurso socialista democrático y decidirse a escribir, en consecuencia, otra página de nuestra historia.
*Carlos Herrera de la Fuente (México, D. F., 1978) es un filósofo, poeta y ensayista mexicano. En el año 2003 obtuvo su grado de licenciado en economía por la UNAM, y, más tarde, en 2012, se doctoró en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Ha publicado dos poemarios (Vislumbres de un sueño, 2011 y Presencia en fuga, 2013) y un ensayo de filosofía (Ser y donación. Recuperación y crítica del pensamiento de Martin Heidegger, 2015). Ha colaborado en las secciones culturales de distintos periódicos y revistas nacionales: El Financiero, De largo aliento, El Presente de Querétaro, etc. Actualmente escribe la columna Excursos en el periódico cultural La Digna Metáfora, donde aborda temas relacionados con la estética y la literatura.
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