“La situación no depende del cuerpo, es este el que depende de aquella.”
SIMONE DE BEAUVOIR
Hace algún tiempo empecé a desarrollar un particular rechazo a cierto tipo de feminismo, a algunos elementos que éstos reivindican como ideologemas centrales. Digo feminismos y me distancio en este gesto textual de quienes crean tener la potestad de emitir diplomas de egreso en feminismo. Feminista es un sujeto con vagina, con pene, con las dos o con ninguna, que sea capaz de elaborar ideas o acciones que logren intervenir algún lugar de lo real con la voluntad de alterar sus asimetrías. Comprendiendo que lo real es aquello que determina salarios menores para las mujeres, que hace de la crianza y las tareas del cuidado una labor femenina, que ha borrado de los libros la presencia de las mujeres y que a lo largo de la historia ha negado nuestro acceso a la educación, al placer, a la racionalidad y a la política. Ese sujeto será probablemente más feminista en algunas situaciones y relaciones que en otras.
También creo que no es necesario decir ‘soy feminista’ para serlo, como por supuesto tener vagina tampoco es una garantía. A propósito de lo planteado, hace un par de meses en un congreso sobre género que me topé por casualidad, en una de las más públicas de las universidades públicas que hay en América Latina (entre las cuales Chile no cuenta), escuché una ponencia sobre organizaciones feministas de la región de la Araucanía. Arauco, la tierra del pueblo mapuche… En la presentación, para mi asombro, no se hizo referencia a organizaciones de mujeres mapuche. La respuesta a mi inquietud fue que no habían agrupaciones que se reconocieran feministas, y por respeto a esa no autodenominación, se decidió excluirlas del estudio. ¿Será este uno de los problemas que se desprenden de la disociación entre la praxis y la teoría? Considero que dos acciones significativamente feministas en Latinoamérica siguen siendo que las mujeres manejemos dinero y seamos propietarias de la tierra que habitamos, seamos mujeres urbanas, campesinas, migrantes, indígenas, negras o todas a la vez.
El feminismo a través del tiempo lo que ha intentado hacer es desdibujar los sustratos culturales que se han impuesto como categorías biológicas fijas para subordinar lo femenino. Desde estrategias individuales como disfrazarse de hombre durante la segunda mitad del siglo XIX para estudiar una carrera universitaria, hasta manifestaciones masivas contra los femicidios o a favor del aborto, se han organizado acciones dirigidas a terminar con la idea que hay una naturaleza humana inmutable y perenne. Entonces, luego que tanto ha hecho el feminismo aparecen discursos feministas que en algunos aspectos hacen todo lo contrario. Estoy hablando de una especie de feminismo algo costumbrista. Un activismo que busca ir hacia una raíz, hacia un pasado idílico, recurriendo a una determinación natural estática, mágica o universal para hacerlo. Es un feminismo al que le gusta mostrar vaginas, sangre y todo tipo de fluidos, como creyendo visibilizar con esas imágenes lo que el patriarcado ha ocultado. El asunto es que hay allí un fetiche genitalista, pues las mujeres no somos únicamente vagina, clítoris ni menstruación. ¿Qué tiene de original una simbología genital para pensar lo político? Absolutamente nada, eso lo dijo Foucault hace tanto tiempo, creativo sería quizás politizar el bulbo raquídeo.
Estoy preocupada, creo que hay una creciente renaturalización de la mujer, una voluntad esencialista movilizada por otorgar cualidades inamovibles a lo femenino. Esta cercanía con una naturaleza que supone ser inalterable, que es tan hermosa para algunas personas, me parece potencialmente tan peligrosa y terrorífica. ¿Qué nos hace ser más sagradas o más naturales que los hombres?, ¿porqué apelar a un recurso biológico exclusivo? Tenga en consideración que Margaret Thatcher pudo parir, al igual que Violeta Chamorro, Van Rysselberghe y Pati Maldonado.
Comprendo, por ejemplo, la necesidad de generar nuevas miradas médicas en un contexto en el cual la medicina tradicional sigue importándole la genitalidad únicamente en su rol reproductivo, cuesta creer que un órgano como el clítoris, ‘descubierto’ por la medicina moderna en el siglo XVI, no cuente todavía con un examen específico y accesible que determine su anatomía. Es tan importante que interpelemos la extrema medicalización del parto y el exceso de cesáreas innecesarias, que conozcamos el cuerpo y trabajemos por un modelo de salud no mercantilizado, pero otra cosa es reivindicar el dolor como único lugar de autodeterminación. Cómo si parir con dolor fuese paradojalmente un prerrequisito para hacerse mujer o si regar plantas con menstruación un acto que nos asegure la trascendencia. Recurrir a afirmaciones del tipo ‘nuestras ancestras parían sin anestesia’ o ‘eran más sabias’, para validar ideas políticas que se intentan incardinar, no solamente me parece un recurso algo irresponsable y precario, sino también poco creativo. Poca creativa la capacidad de mirar hacia el futuro y de preguntarnos: ¿Cuáles son las libertades por las que estamos luchando?, ¿qué realidades queremos abrirles a las mujeres que vendrán? Pensar el futuro siempre es incorporar aprendizajes y elementos del pasado, pero no es necesario ni saludable convertirlo en un origen mítico y perfecto. No creo en una sociedad originaria matriarcal que nos haya hecho extremadamente felices a las mujeres y no me parece producente acudir a ella como un argumento político. Hay una voluntad escatológica en estas expresiones de feminismo y los recursos religiosos utilizados por la política siempre son fatales. Es una especie de feminismo ontológico reservado a una élite, que nada tiene que ver con las reivindicaciones de los movimientos de mujeres trabajadoras, ni con los sistemas de creencias de poblaciones campesinas, negras o indígenas. Es un feminismo que reúne ideas, acciones y voluntades confusas y eclécticas. Que rescata hábitos y principios de contextos culturales muy diversos: taoístas, católicos, hinduistas, incaicos, mapuche, yanomamis por ejemplo, para llevarlos a prácticas protocientíficas tautológicas y a veces fundamentalistas. Es complejo afirmar que ‘las mujeres son el gran útero creador del universo’. Es delirante, narcisista y facho. ¿No se sentiría profundamente ofendida de que alguien la considere un gran útero o una gran cabeza o una gran parte del cuerpo, cualquiera que sea, y que de paso le asigne la responsabilidad de crear el universo? Es una ofensa similar a la que produce que los mudadores de bebés estén únicamente en los baños de mujeres.
Sí, hay una crisis civilizatoria y si no reflexionamos con nuestros compañeros sobre la necesidad simultánea de pensarnos, de que se piensen a sí mismos desde otras masculinidades, seamos homo/hetero/bi/post o andróginas, estamos igualmente jodidas aunque identifiquemos nuestros ciclos con la luna, hagamos terapias alquímicas y vivamos en plenitud nuestra sexualidad. Es que ni el sexo, ni el cuerpo, ni las amígdalas cerebrales son pura biología. La experiencia nos dice que hay movimientos que deben ir de la mano y quizás una gran asimetría que nos ha favorecido a lo largo de esta historia, es que hemos tenido que pensarnos a nosotras mismas y que hoy nos seguimos pensando. Sin embargo, si elaboramos relatos mágico-religiosos para comprender la maternidad que nos hacen estar por sobre lo masculino en ámbitos como la crianza, entonces seguiremos naturalizando e incluso justificando que una paternidad responsable se limite a ser la de un papá de fin de semana o de fin de semana por medio. Las labores humanas de reproducción y producción de la vida no son autopoyésicas. Necesitamos aparatos culturales que no sigan haciendo de las diferencias, desigualdades. Cuando lo político se sostiene en principios biológicos el futuro está en tinieblas y eso sí que lo sabemos.
Beauvoir en el Segundo Sexo describe de forma espeluznante el embarazo y la menstruación, no es necesario compartir en totalidad sus apreciaciones para considerar que son maravillosas las pastillas anticonceptivas y la anestesia. Y claro que me interesa que se popularicen más métodos anticonceptivos para hombres y que sean menos nocivos para las mujeres, pero eso no tiene nada que ver con tirar por la borda los avances científicos para volver al coitus interruptus. En un mundo tan escasamente justo como en el que vivimos este tipo de defensas lo único que fortalecen es el culto al individuo, al igual que muchas creencias esotéricas. Vaya y mire como la esterilización forzada impuesta a mujeres principalmente, ha sido una práctica eugenésica implementada como política de estado en casi todos los países. Sorpréndase y sepa que en 1996 la Organización Mundial de la Salud (OMS) felicitó a Fujimori por los logros obtenidos gracias a su programa de control demográfico ¿lo recuerda? El criterio demarcatorio entre la discrecionalidad judicial y la arbitrariedad es borroso y comúnmente se orienta por proteger a quienes tienen mucho que perder en este trastocado sistema de valores. Es necesario que las reivindicaciones que elaboramos surjan desde una consciencia sobre la realidad social en la que se vive y que el pensamiento político nos invite constantemente a revisar nuestras convicciones morales.
La sacralización de la maternidad y de la familia son expresiones directas de un conservadurismo que encontramos en casi todas partes: en gobiernos progresistas, en la iglesia, en las escuelas laicas, en la ética médica y judicial, en organizaciones de derecha y de izquierda, en madres y padres de todo tipo. Igual de reaccionario es el discurso naturalista de un feminismo que a ratos parece añorar las cavernas. Es retrógrado el discurso que alimenta la lógica del eterno femenino y la idea del regreso a un origen prístino, simplemente porque la naturaleza humana es cambiante y creativa. Mirar el pasado como única práctica para el futuro no puede ser un camino que fortalezca el proceso de liberación de las mujeres, los elementos que recogemos de un tiempo que ya fue deben ubicarse en los territorios ganados, comunes y comunitarios, para resignificarlos sin retroceder.
Mia Dragnic. Socióloga, maestra en Estudios de Género, Universidad de Chile.
mdragnic@gmail.com
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