Un road movie gastronómico. En París puede esperar (Paris can wait, 2016), primer largometraje de Eleanor Coppola, de 81 años, esposa del realizador de Apocalypse Now (1979), y también directora del documental televisivo Coda: Thirty years later
(2007) sobre diversos trabajos de su marido, la ambición del guión, de
autoría suya, es tan limitada y discreta como la confidencia que hace la
propia directora a la prensa:
Soy un ama de casa que de pronto tomó la decisión de escribir y dirigir una película. Y la materia de inspiración habría de ser, probablemente, alguna anécdota muy personal relacionada con el mundo del cine, ese medio que ha frecuentado largo tiempo muy al margen de sus faenas hogareñas.
Durante el último día del festival de Cannes 2015, Anne (Diane Lane),
una estadunidense de 50 años, esposa de un poderoso productor
hollywoodense (Alec Baldwin), acepta separarse por un tiempo de su
marido (quien debe preparar en Budapest su próxima cinta), para
encontrarse más tarde con él en París. Con una galantería un tanto en
desuso, Jacques (Arnaud Viard), el sibarita y maduro socio francés del
productor, se propone acompañar a la esposa hasta la ciudad luz a bordo
de un viejo Peugeot poco confiable en carretera, haciendo escala en los
más socorridos y fotogénicos lugares comunes de la provincia gala. Se
diría un tributo al maridaje de dos célebres guías turísticas: el
Gault-Millau culinario y el libro verde Michelin de paseos inolvidables,
todo ello sazonado con un incipiente romance que, a la manera de un
plato fallido, se habría retirado del fuego antes de tiempo. La labor de
seducción del buen Jacques (un sofisticado caballero con la cartera
vacía, pero desbordante de ocurrencias irresistibles) sorprende,
perturba y previsiblemente termina fascinando a la muy pragmática Anne,
quien advierte en él la encarnación muy viva de lo que ella siempre ha
entendido como elegancia y buen gusto franceses. Arnaud Viard interpreta
aquí el papel de seductor de manera discreta y convincente, como
tributo, deliberado o no, a los papeles de bohemio encantador y fino que
solía interpretar un Vittorio de Sica, ya maduro, en viejas comedias
anglosajonas, tipo Capri (It started in Naples, Shavelson, 1960) o La millonaria (The millionairess, Asquith, 1960).
La gracia de Viard consigue transformar en algo fresco lo que parecía
una apuesta anacrónica, cuando no un tanto rancia. Sin embargo, a pesar
del talento de los dos protagonistas, y de la muy episódica presencia
de Alec Baldwin, el tratamiento narrativo de la cinta es muy endeble.
Como periplo gastronómico, París puede esperar padece la comparación con cintas mucho más evocadoras, desde la emblemática El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987) hasta la comedia hollywoodense Julie & Julia
(Nora Ephron, 2009). Eleanor Coppola se engolosina tanto con el peso de
los clichés culturales que prácticamente se niega el placer de degustar
los platillos que filma, o de volverlos memorables. De modo parecido,
la melancolía que se desprende de un romance pasajero y frustrado –un
esbozo de adulterio virtualmente consentido por un marido fatigado y
ausente– como el que vive Anne a lado de Jacques, carece del atractivo
que el estadunidense Richard Linklater supo conferir a la joven pareja
Ethan Hawke/Julie Delpy en su trilogía romántica que inicia con Antes del amanecer (1995). Poco de lo que sucede en París puede esperar
tiene mayor sustancia que la de ser un simple catálogo de visitas
turístico-culturales a restaurantes elegantes o catedrales góticas o
sitios fugazmente explorados, como el propio Instituto Lumière en Lyon,
lugar del nacimiento formal del cine. De la categoría de un posible gourmet (degustador de platos delicados), la película transita rápidamente a lo gourmand
que llanamente es aquí la gula por las imágenes esforzadamente
hermosas. La venerable compañera sentimental de un gran cineasta se
ofrece aquí la libertad de recopilar caprichosamente sus recuerdos y
plasmar en una historia insustancial su muy respetable afición por la
buena mesa y el hedonismo franceses. El resultado es magro. Ni por asomo
hay en su historia de adulterio fugaz, la fuerza dramática de aquel
clásico del cine británico, Lo que no fue (Brief encounter, David Lean, 1945). Tampoco parece haber sido la pretensión de la octogenaria cineasta nov
el emular cintas semejantes, es justo también reconocerlo. El turismo cultural ha salido ganando, el cine puede esperar.
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