No nos enseñan de igual forma qué significa amar y ser amadas
Es
necesario profundizar y reflexionar sobre los mitos que atraviesan
nuestras relaciones. Pero intentando hilar fino, ya que en muchas
ocasiones y en determinados contextos, pareciera que ya nos hemos
librado de algunas creencias del amor romántico -como el mito de la
media naranja o el amor eterno-, pero no somos conscientes de cómo están
calando algunas nuevas creencias que siguen beneficiando al capitalismo
más voraz.
Desde la construcción patriarcal y capitalista se nos hace creer que
todo lo relacionado con el amor forma parte de la naturaleza humana y es
universal. Esto, que parece algo inofensivo, es tremendamente efectivo,
ya que todo lo que es natural es inamovible y, por tanto, no se puede
cuestionar ni modificar. Además, tampoco es neutral: las personas
socializadas como hombres y como mujeres no hemos tenido el mismo
aprendizaje sobre el amor. No nos han enseñado de igual forma qué
significa amar y ser amadas.
Es especialmente beneficioso para el patriarcado hacernos creer que
el amor, ese ente abstracto y etéreo, está desligado de lo que pasa en
las relaciones. Es decir, parece ser que se puede querer a una persona
que nos trata mal, que nos agrede, que nos violenta. Y esto no solo es
así en la construcción del amor romántico, sino que también se nos
enseña en otros vínculos, como los familiares, donde el amor es
obligatorio, más allá de lo que pase o deje de pasar en las relaciones
concretas. Esto abre las puertas a que la violencia tenga mucho espacio
en el que circular.
Yo no niego que se pueda querer a alguien con quien la relación es
difícil o a alguien que ya no está o que ha muerto, o incluso querer a
alguien que en un momento dado nos hace daño. Pero esta idea de que el
amor va por un camino que nada tiene que ver con lo que ocurre en las
relaciones nos genera una gran confusión a la hora de identificar qué
nos hace sentirnos queridas o cómo sabemos que queremos a alguien.
Para el patriarcado capitalista el individualismo más descarnado es
un gran aliado. Y han invertido muchos esfuerzos en hacernos creer que
lo que pasa dentro de cada quien no tiene que ver con lo que pasa a
nuestro alrededor. Nos han hecho pensar que cada persona puede hacerse a
sí misma, que la identidad es un logro individual y que el ideal de
autorrealización personal pasa por quererse a una misma y ser libre.
“Primero hay que quererse a una misma para después poder querer y que te
quieran”, nos han dicho.
De esta forma, se nos enseña también a desligar el amor hacía
nosotras mismas de lo que sucede en nuestras vidas o relaciones. Da la
impresión de que podemos querernos en abstracto y que esto que se llama
autoestima se pudiera cuantificar: alta, baja, ¿normal? La autoestima se
ha convertido en una meta a la que llegar, incluso pareciera que si
llegas es para siempre, “por fin he conseguido quererme y de ahí ya no
me mueve nadie”. Estoy segura de que tener una relación amorosa con una
misma es algo positivo y nos permite relacionarnos mejor, pero creo que
quererse a una misma no está desligado de los momentos que atraviesa
nuestra vida o del contexto que habitamos. Contexto que, por cierto, no
es indiferente, ya que históricamente las mujeres hemos tenido prohibido
el acceso a nuestro amor propio.
Con la libertad pasa algo parecido. Se nos ha hecho pensar que el
sentirse libre tiene que ver exclusivamente con una misma, con hacer lo
que quieres y cumplir tus deseos. Como si la libertad no tuviera que ver
con la interacción sino que fuera una propiedad privada. O como si todo
el mundo entendiéramos la libertad de la misma forma o quisiéramos ser
libres de la misma manera. Hasta nos olvidamos del pequeño detalle de
que hombres y mujeres no tenemos la misma legitimidad social para
ejercer esta libertad individualista.
Uno de los temas más recurrentes cuando hablamos de la construcción
del amor son los celos. Hay una tendencia a pensar en los celos en
términos de si son o no biológicos. Yo no dudo de que sentir celos sea
algo que nos atraviesa el cuerpo, porque lo he vivido, ni tampoco dudo
de que seamos responsables de hacer algo constructivo con esa sensación
(aunque reconozco que me hace un poco de ruido que la única solución que
parece viable sea la de ir a una terapia, como si todo el mundo tuviera
el dinero para pagársela). Pero en un contexto donde reconocemos la
construcción cultural de nuestras formas de amar y ser amadas me cuesta
pensar en los celos en términos individuales solamente, como una
conclusión de identidad: soy celosa.
Considero que lo que llamamos celos es una traducción cultural de
otros sentimientos, que muchas veces tienen que ver con la inseguridad o
el miedo a la pérdida, pero que esas sensaciones se asientan en una
construcción que nos dice que el amor es finito y que depende de que nos
portemos bien. Esto nos hace vivir una permanente sensación de no
aceptación de lo que sentimos o deseamos, de miedo a que nos dejen de
querer ante cualquier conflicto o desencuentro. Y ésta, claro, es la
antesala de la competencia por el amor.
Creo también que no podemos ignorar que los celos no son
independientes de lo que sucede en las relaciones, y que en algunas
ocasiones podrían incluso ser un síntoma de que se está produciendo
algún tipo de abuso. Muchas veces podemos ver que los celos son
testimonio de que algo importante para nosotras está siendo trasgredido.
Otra cuestión que considero muy importante repensar, como uno de los
ejemplos más arraigados y desgarradores de esta creencia de que el amor
es natural, es el enamoramiento. Esa fase que nos dicen que es la mejor
de las relaciones, pero que como es temporal después la seguimos
anhelando constantemente. Parece ser que si te enamoras no puedes hacer
nada por evitarlo, que todo el mundo nos enamoramos de la misma manera
(con esa sensación de mariposas y nervios), que dura el mismo tiempo (se
hacen estudios “científicos” que dan una media), que es una cuestión
química y de atracción instintiva. Sin embargo, en este sentido, resulta
sospechoso cómo los hombres y las mujeres no lo experimentamos de la
misma forma: así generalizando en el enamoramiento los hombres tienden a
reforzar el amor hacia sí mismos y las mujeres tienden a perderse de
sus propios deseos y centrarse en la otra persona.
También llama la atención el hecho de que nos solemos enamorar de un
determinado tipo de personas que cumplen con algunos que otros ejes de
poder: como el modelo de belleza imperante, la clase social, el éxito o
determinados valores y actitudes que se erotizan culturalmente.
Me pregunto cómo hubiera cambiado mi vida, y cuánto sufrimiento me
hubiera ahorrado, si desde pequeña me hubieran dicho que puedo elegir de
quien me enamoro, igual que elijo a mis amistades, y que esa elección
puede estar basada en lo que es importante para mí. ¿Qué hubiera pasado
si me hubieran invitado a explorar mi capacidad de amar y no tanto a
buscar el objeto amoroso que me haga sentir completa?
Desde mi mirada, es necesario profundizar y reflexionar sobre los
mitos que atraviesan nuestras relaciones, intentando hilar fino, ya que
en muchas ocasiones, y en determinados contextos, pareciera que ya nos
hemos librado de algunas creencias del amor romántico, como el mito de
la media naranja o el amor eterno, pero no somos conscientes de cómo
están calando algunas nuevas creencias que siguen beneficiando al
capitalismo más voraz.
Mitos que tienen que ver, por ejemplo, con pensar que una relación
buena es aquella en la que no hay conflictos y que algún día
encontraremos a esa persona adecuada con la que nos entenderemos a la
perfección; o como que la persona que abre los conflictos (habitualmente
las mujeres) es la que los crea; o como que en una relación basta con
hacer acuerdos y dejarse fluir (aunque nadie sepa muy bien qué es y cómo
se hace); o como que si una relación no nos mantiene en un estado
permanente de plenitud, felicidad y satisfacción es mejor dejarla; o
como que si no tenemos pareja o diversas relaciones es un síntoma de que
nadie nos aguanta, de que somos difíciles o demasiado exigentes; o como
que si una relación se transforma o se termina es un fracaso personal; o
como que la pareja es el lugar de intimidad por excelencia, el sitio
donde podemos ser auténticas; o como que en esto del amor hay que ser
consistente y coherente entre lo que dices, piensas, sientes y haces.
Lo peligroso es que estas ideas nos provocan una continua y constante
sensación de inadecuación que nos genera una gran violencia interna.
No creo que haya que aguantar y que el amor lo puede todo. Pero
pretender que una relación esté exenta de conflictos o nos mantenga en
un estado permanente de felicidad es una tendencia desconectada de la
propia vida, fruto de esta cultura del hedonismo capitalista.
Tener pareja (o múltiples relaciones) sigue siendo sinónimo de éxito
social y, lo que es más desolador, se ha convertido en un configurador
de autoestima. Aunque de sobra sabemos que no tener pareja no significa
que estés carente de amor o que tenerla no significa que disfrutes del
amor. Eso sí, la estructura capitalista quiere personas aisladas, que se
comuniquen lo justo, que no muestren excesivamente sus emociones, que
siempre estén felices y se diviertan. Pero además, y sobre todo, que no
sean auténticas, excepto con sus románticas parejas. No nos permitimos
ser auténticas pero lo anhelamos; lo malo es volcar ese deseo en una
persona en exclusiva.
Aclaro que tampoco creo que esté mal hacer acuerdos y dejarse fluir.
Solo que pienso que muchas veces no es suficiente. Porque en una
relación viva entre seres vivos y en continuo cambio, es fácil que las
palabras suplanten a la propia realidad, reduciendo nuestro campo de
visión e invisibilizando la complejidad. Dar por hecho a la gente o a la
propia relación es la muerte de lo vivo de esa relación.
¡Qué tranquilizador es para mí saber que podemos ser inconsistentes y hasta contradictorias!
Creo que es fundamental reflexionar sobre cómo en algunos nuevos
modelos del amor llamados libres no se entran a cuestionar discursos
patriarcales y capitalistas como el individualismo más feroz, el
desprecio a la compasión, el abuso de poder, el consumo de cuerpos y
enamoramientos, el ansia de diversión permanente, el rechazo a nuestra
vulnerabilidad, el afán de sustitución compulsiva de lo viejo por lo
nuevo, el culto a la belleza sin movimiento y sin alma, la propia
valoración en relación al gustar o no gustar…
Algunos de estos modelos se asientan en una idea profundamente
neoliberal: la de la tiranía del deseo. Donde lo más importante es
seguir nuestro deseo, por encima de todo (entendiendo deseo como hacer
lo que siento y quiero en cada momento), y donde, por supuesto, el deseo
y el cuidado son mutuamente excluyentes. El cuidado es entendido como
un sacrificio y no como un deseo en sí mismo.
Estoy convencida de que muchas veces tener unos ideales o principios
nos puede servir para hacer algo creativo y no violento con algunas
emociones o situaciones, para no reproducir ciertas normas sociales de
opresión. Pero otras veces, esos discursos pueden llegar a convertirse
en una barrera simbólica que nos impide ser.
En mi experiencia, por aferrarme a un ideal, algunas veces en lugar
de estar abierta me he perdido y en lugar de sentirme libre me he
sometido. A veces, incluso una de mis identidades preferidas, como puede
ser la feminista, me ha hecho cerrarme a vivir la contradicción, porque
también en esas identidades existen muchos deberías y normas sutiles de
cómo hay que vivir el amor, haciendo que la experiencia amorosa esté
plagada de historias únicas.
Los mandatos pueden ser capaces de oscurecer nuestros propios
entendimientos, pero no los eliminan. Por eso muchas veces vivimos en
permanente contradicción interna.
Vivimos en una cultura en la que los asuntos amorosos se pretenden
resolver con metáforas de gestión emocional o control. A mí me parece
más interesante pensar colectivamente cómo generar contextos que nos
permitan pasar de la ética del control a la ética de la colaboración,
honrando lo que es importante para nosotras, para las demás y para la
propia relación, en ese juego que se establece entre la realidad y el
deseo.
Contextos donde podamos entender nuestra capacidad de ser libres como
una experiencia de relación y con “sentido de lo común” (según la
acepción de Hannah Arendt: lo que tiene sentido para el bien común y no
solo para una o unas pocas personas).
Me parece importante desmarcarnos de la dicotomía que se establece
entre lo real y lo ideal, para darle espacio a lo inaudito, lo
imprevisible, lo que está fuera de los márgenes de lo normal, lo que no
tiene tanto espacio para escucharse y ser circulado.
Creo que poner palabras a lo que está sucediendo en nuestras
relaciones, transparentando nuestros deseos, dolores, miedos y
contradicciones, nos puede ayudar a salir de la lógica del asfixiante
discurso del deber ser. Y así, construir tramas que desafíen la
“normalización” y que nos permitan deshacernos de nuestros guardianes
internos y del control permanente de unas sobre otras. Pasar de este
relato pobre y problemático del amor que nos presenta el patriarcado a
relatos del amor multihistoriados y enriquecidos.
Abrir puertas para seguir conversando (que etimológicamente significa
transformarse con la ayuda de alguien) lejos de esas verdades
totalizadoras que aprisionan nuestras vidas. Esto es increíblemente
esperanzador para mí, entendiendo la esperanza no como el deseo de que
todo salga bien, sino de que las cosas tengan sentido.
Parafraseando un hermoso poema de Adrienne Rich, sentir que bajo nuestros párpados unos nuevos ojos pueden abrirse.
*Este artículo fue retomado del portal Pikara Magazine
Ilustración de Irene Cuesta
Por: Laura Latorre
Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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