Hace algunos días, la
compañía anglo-holandesa Shell adquirió la licitación sobre nueve de las
29 áreas situadas en el Golfo de México, que el gobierno puso en
subasta –¿hay otra palabra para designar la operación?– en la Ronda 2.4
destinada a entregar concesiones para la explotación petrolera en aguas
profundas. El consorcio constituido por Pemex y Chevron –ese hoyo negro
infinito de la corrupción del sexenio actual– adquirió un área. Empresas
energéticas de Qatar, España y Malasia se adjudicaron también otras
franjas en las aguas del Golfo. Tan sólo en esta ronda, se subastaron en
total 44 mil 178 kilómetros cuadrados. Algo así como 12 veces el
territorio de Tlaxcala, el doble del que ocupa Tabasco, 60 por ciento
del que corresponde a Guerrero. Gradualmente y a paso cada vez más
solícito, la venta del Golfo de México a empresas extranjeras se ha
desarrollado tal y como estaba prevista en la reforma energética
impulsada por la administración de Enrique Peña Nieto. Sólo que una cosa
es leer en el Diario Oficial la reformulación de una ley, y otra muy distinta es observar su materialización –en esta caso, abrumadora.
Digo
ventaporque, vista desde la perspectiva del artículo 27 original de la Constitución, la soberanía sobre el patrimonio del subsuelo pertenece a la nación. Así de sencillo. Los expertos en derecho constitucional tendrían aquí la palabra, aunque no creo que existan equívocos al respecto. Una de las más antiguas pesadillas mexicanas –la idea de que en algún momento los gobernantes podrían vender una franja del territorio para salir de problemas– está deviniendo paso a paso otra parte dramática de la realidad actual. Esa parte del tejido social y político que, desde 1938, veía en la soberanía sobre el potencial petrolero una suerte de certidumbre –así fuera tan sólo simbólica– en torno el estado de la casa propia, ha sido desmoronada por una élite política que prefirió, en aras de sostenerse en el poder, una disyunción ahora evidente: ceder frente a los poderes globales, antes que repensar las formas en cómo se podía capitalizar ese patrimonio para sumarlo a los sostenes de la propia soberanía.
El tema de las ventajas y desventajas de hacer reingresar a las
compañías mineras y petroleras al país se ha debatido, acaso hasta el
cansancio, a lo largo de la última década. Hoy ese debate debería
adquirir un rumbo distinto; acaso el del balance. No se trata ya de
discutir las perspectivas de un futuro incierto, sino las condiciones
que esa visión ha impuesto sobre el presente. Los saldos de más de una
década de extractivismo minero, que adquirió sus proporciones actuales
bajo el sello de Felipe Calderón, son numerables: parte del territorio
nacional convertido en un paisaje lunar, degradación ecológica,
multiplicación de las redes del crimen organizado (encargado
frecuentemente de resguardar las inversiones frente al reclamos de las
poblaciones), implosión de derechos humanos, etcétera.
¿Cómo actuarán las empresas petroleras? No es difícil
predecirlo. Se olvida con frecuencia que la nacionalización del petróleo
en 1938 no fue tanto el resultado de una política destinada a
reintegrar esa riqueza –aún casi por completo desconocida en la época–,
sino una forma casi reactiva de responder a la imposibilidad de
garantizar las mínimas condiciones de gobernabilidad del país. En
condiciones muy distintas, en el siglo XXI, el extractivismo ha tenido
el mismo efecto sobre el tejido social y político. Los cárteles petroleros no serán una excepción.
Si se observa el mapamundi de algunos de los grandes conflictos
civiles y nacionales de la actualidad, un buen número coinciden con el
mapa de los yacimientos energéticos globales. Léase: Ucrania (por donde
cruzan los oleoductos y gaseoductos rusos hacia Europa); Siria, Yemen,
Libia, Iraq, Afganistán (con yacimientos cuantiosos); Venezuela (en la
que se acaban de detectar nuevos mantos) y, por supuesto, México. Así
sea sólo una coincidencia, la venta del Golfo de México está precedida
de una historia de degradación de la vida política y civil del país. Y
la promesa es más de lo mismo, sólo que en una dimensión ya
incalculable. Cada nación tiene sus límites, ¿cuáles son los de México?
Tendrá que llegar el momento en que la política energética sea parte
–tal y como sucede en Estados Unidos, Holanda y Gran Bretaña– de las
estrategias destinadas a garantizar los mínimos humanos de la seguridad
nacional.
No está por demás recordar que la globalización contrae un proceso de
desterritorialización de la relación entre la lógica de las inversiones
y la de la reproducción elemental de la vida –que es siempre
territorial–. Pero no hay que perder de vista que su sentido último es
re/territorializar las condiciones de su reproducción y rentabilidad. El
término que hoy se emplea para definir ese proceso, como lo ha señalado
Alan Cruz, es el de terraformar: reinventar lo que la tierra misma es y
proporciona. La compañía minera de la película Avatar ofrece
una caleidoscopía de esta operación. Hasta la fecha, un proceso que
abate –incluso con la violencia– todas las condiciones de
sustentabilidad que se le oponen.
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