No sólo estaba obsesionado con las armas y había tomado cursillos de entrenamiento militar, también pegaba a su exnovia. Nikolas Cruz, el exalumno de 19 años que ha asesinado a 17 personas y herido a otras 15 en un tiroteo en su antiguo instituto de Florida (EEUU) había sido expulsado del centro por pelearse con el actual novio de su expareja, joven a la que había maltratado en el pasado, según ha narrado una compañera del instituto al Boston Globe.
Además, según ha confirmado el líder de La milicia nacionalista blanca
–grupo de ultraderecha estadounidense– el autor de los disparos
pertenece a la organización y había participado en alguno de sus actos
en Tallahassee, la capital del estado.
Hombres y con un pasado cargado de odio y violencia hacia las mujeres. Este, a grandes rasgos, es el perfil de los autores de masacres en Estados Unidos. Los datos lo certifican: el 98% de los asesinatos en masa los cometen ellos. Desde 1982 a octubre de 2017, solo dos mujeres perpetraron dos tiroteos múltiples frente a los 92 llevados a cabo por hombres. Según un estudio de Everytown for Gun Safety, en las 10 masacres más mortíferas de EEUU, nueve de sus asesinos tenían un historial de amenazas, violencia o abusos sobre las mujeres. La misma investigación desprende que el
54% de los asesinos en masa entre 2009 y 2016 estaban fichados por
denuncias de violencia doméstica. Hagamos un repaso de este rasgo común
entre ellos:
Stephen Paddock, el millonario de 64 años autor de
la mayor masacre de EEUU (asesinó a 58 personas entre una multitud que
disfrutaba de un concierto disparando ráfagas de balas desde la
habitación de su hotel) fue después señalado por maltratatar a su novia en público.
Omar Mateen, que mató a 49 personas e hirió a 53 más
en un tiroteo múltiple en una discoteca gay de Orlando, además de ser
homófobo, tenía un historial de abusos hacia su ex mujer,
a la que llegó a mantener como “rehén” durante los cuatro meses que
duró su matrimonio (“me pegaba a menudo y no me dejaba hablar con mi
familia”, explicó la afectada tras la masacre).
Robert Lewis Dear,
que asesinó a tres personas –entre ellas un policía– e hirió a otras
nueve más en una clínica de planificación familiar en Colorado Springs
en 2015, había sido denunciado por violencia doméstica por dos de sus tres exmujeres y en 1992 fue arrestado por violación y violencia sexual.
James Hodgiskon,
el hombre que disparó contra una veintena de congresistas conservadores
que jugaban al béisbol a 20 minutos del Capitolio (hirió a cinco
personas, entre ellas al líder de la bancada republicana en la Cámara de
Representantes, Steve Scalise) también estaba registrado por violencia
doméstica. En 2006 había sido arrestado por agresión y descarga de arma de fuego sobre su hija adoptiva en casa de un vecino –después perdería la custodia de la adolescente, de 19 años–.
Devin Patrick Kelley,
el activista de extrema derecha que mató a 26 personas en una iglesia
de Texas el pasado mes de noviembre, había sido expulsado de la fuerza
aérea estadounidense en el pasado por mala conducta. Esa mala conducta
incluía haber agredido a su mujer y a su hijo, así como haber enviado mensajes amenazantes a su suegra, que acudía a la iglesia donde perpetró los asesinatos.
Cedric Ford disparó a 17 personas en su trabajo de Kansas, matando a tres de sus compañeros, solo 90 minutos después de obtener una orden de alejamiento de su exnovia, que afirmaba haber sido maltratada.
Dylann Roof,
el joven racista que mató a nueve afroamericanos en una iglesia de
Charleston, perpetró una mascare “teñida de control patriarcal sobre las
mujeres”, tal y como recordaría Rebecca Traister en su ensayo Lo que realmente tienen en común los asesinos en masa.
Antes de asesinar a sus víctimas, Roof gritó “venís a violar a nuestras
mujeres y a quitarnos nuestro país”. El joven había sido criado viendo
cómo su padre abusaba físicamente y verbalmente de su madrastra durante 10 años.
“No sé por qué no os atraigo a vosotras, chicas, pero os voy a
castigar por ello… Finalmente, veréis quién soy, de verdad, el ser
superior, el auténtico macho alfa”, dijo Elliott Rodger
en el video que precedió al tiroteo y apuñalamiento que perpetró,
matando a siete personas –su suicidio incluido–, en su instituto en
2014. Tras la tragedia, Jeffrey Kluger se preguntaba en Time,
“si dices que te ha sorprendido que su nombre fuese Elliott y no,
pongamos, Ellen, o bien no has estado prestando atención o estás jugando
a la corrección política. Pero el hecho es este: casi siempre son los
chicos los que se vuelven malos. La pregunta es, ¿por qué?”
“Obviamente, no todos los acusados de violencia doméstica se convierten en asesinos en masa”, explicaba Jane Mayer en The New Yorker.
De ser así España, un país con un problema grave de violencia de
género, viviría también este tipo de masacres y no es el caso. Pero es
indiscutible que es un rasgo que más de la mitad de los autores de
masacres en EEUU comparten. “Está claro que hay un alarmante número de
ellos que han sido acusados de abusos en el hogar y amenazas de muerte,
no solo hacia sus compañeros en la intimidad sino a la sociedad en
general”, añadía.
En la misma línea de llamar la atención sobre este ámbito está
Rebecca Traister, que apuesta por “examinar los patrones de violencia
hacia las mujeres”. La ensayista Rebecca Solnit, que analiza este
fenómeno en un su ensayo de 2013 La guerra más larga (traducido por Capitan Swing en Los hombres me explican cosas)
hace hincapié en la falta de visibilidad y análisis de la
(problemática) concepción de la masculinidad blanca en EEUU y su
relación con los asesinatos en masa. “Alguien ha escrito una pieza
sobre cómo los hombres blancos son los únicos que cometen masacres en
los EEUU y los comentarios más hostiles eran por el factor de ser
blanco. Es raro ver a alguien comentar este estudio científico, aunque sea de la forma más seca posible: “Ser
hombre se ha identificado como un factor de riesgo de comportamiento
criminal violento en diversos estudios, así como los es tener padres
antisociales o pertenecer a una familia pobre”.
Para Solnit, el patrón de violencia masculina es “claro como la luz
del día” y lamenta las etiquetas con las que se suelen asociar a estos
crímenes. “Cuando los medios dicen pistolero solitario, todo el mundo
habla de solitarios y de pistolas, pero nadie habla de hombres”.
Preguntada hace unos meses sobre esta etiqueta de lobos aislados en esta revista, la escritora y activista reafirmó su voluntad de incidir en el género en este tipo de incidentes y así analizar qué tipo de masculinidad construimos
para qué estos hombres decidan matar en masa. “Bien, si un nativo
americano comete un crimen, hablamos de su categoría. Si una lesbiana
comete un crimen, hablamos de su subcategoría. Por supuesto lo hacemos
cuando los musulmanes cometen un crimen. Y todavía hay crímenes
cometidos por el hombre blanco y no se habla de ese patrón. Nombrarlo es
decir que esa violencia no es de “ellos”, sino “nuestra”, una violencia
que no viene de fuera, sino de dentro y que no es que sea una amenaza a
nuestra cultura, sino que es la cultura en sí misma. Por eso
es tan importante decirlo, pero mucha gente no lo ve, otros se enfurecen
por hablar de este marco y algunos son demasiados tímidos para hablar”,
sentenció.
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