Foto: Tercero Díaz/ Cuartoscuro
Por Carlos Herrera de la Fuente*
Para la
izquierda mexicana, la reforma política de 1977 encabezada por el
entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, que derivó en
la aprobación de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y
Procedimientos Electorales, fue el momento propicio para plantearse
seriamente la posibilidad de trascender el ámbito de la protesta
callejera y la clandestinidad, y arriesgarse a la participación
político-electoral (hacia la cual la izquierda radical ha tenido siempre
una gran desconfianza) como medio para poder llegar al poder y llevar a
cabo los cambios que consideraba necesarios en el país.
No fue, por supuesto, un cambio sencillo, ya que la
izquierda, tras años de lucha, persecución y represión no confiaba en lo
más mínimo, con razón, en la institucionalidad de un Estado autoritario
y corrupto, regido hasta entonces por un sistema de partido hegemónico.
Si bien el Partido Comunista Mexicano (PCM) había postulado en 1976 al líder ferrocarrilero Valentín Campa
como candidato presidencial, lo cierto es que la falta de registro del
partido hizo que los votos emitidos por él (se dice que aproximadamente 1
millón) fueran anulados.
No fue sino hasta el año siguiente, como consecuencia de la reforma
mencionada, que el PCM obtuvo el registro y pudo participar en las
elecciones intermedias de 1979, en las cuales logró una presidencia
municipal (en Alcozauca de Guerrero) y 18 diputaciones por
representación proporcional. Más tarde, en 1981, el PCM, en unión con
otros partidos de izquierda, se transformó en el Partido Socialista
Unificado de México (PSUM), que, aliándose en 1987 con el Partido
Mexicano de los Trabajadores (PMT), devino finalmente en el Partido
Mexicano Socialista (PMS), el cual postuló al ingeniero Heberto Castillo
como candidato a las elecciones presidenciales de 1988. Éste, en un
acto de generosidad y conciencia política, declinó a favor Cuauhtémoc Cárdenas,
candidato del Frente Democrático Nacional, quien, apenas un año atrás,
acababa de abandonar las filas del PRI junto con Porfirio Muñoz Ledo.
De esta manera nació la gran alianza partidista de izquierdas, que en 1989 daría origen al Partido de la Revolución Democrática (PRD).
El año 1988 fue a todas luces un parteaguas en la historia de la
participación política de la izquierda mexicana en los procesos
electorales. Sustentado, desde el origen, en una alianza multicolor de
izquierda, muy lejana de las posturas comunistas y radicales, la
candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas supuso el primer riesgo real para el
régimen neoliberal que apenas empezaba a consolidarse en el país. Tal
fue el arrastre y la simpatía popular que produjo su candidatura, que el
sistema sólo pudo encontrar en el fraude descarado la única manera de
detener la elección de Cárdenas.
Con la conformación del PRD quedó claro que un sector mayoritario de
la izquierda le apostaba definitivamente a la lucha político-electoral
para transformar el país, a pesar de las dificultades que esto
representaba en el momento de consolidación del régimen neoliberal,
apuntalado con igual vehemencia por el PRI y el PAN, aliados en
contubernio desde 1988. Sin disminuir su importancia histórica, la
conformación del partido (que aglutinaba indistintamente en sus filas a
ex miembros PCM, del PRI y de partidos satélites como el Frente
Cardenista) supuso desde el comienzo un conflicto ideológico de fondo
que, más tarde, devendría en su desmembramiento y en su disolución como
partido de izquierda. Las cosas, sin embargo, se anunciaban, al
comienzo, esperanzadoras, sobre todo porque la izquierda organizada
elegía una vía pacífica y democrática que alejaba los fantasmas de la
confrontación abierta y descarnada.
La respuesta del régimen a la formación del PRD fue violenta. Durante
el sexenio de Salinas se asesinaron a más de 300 miembros de dicho
partido, cifra que se elevó a casi 600 al final del gobierno de Zedillo.
A esta ola criminal se le sumó una campaña ininterrumpida de
desprestigio al partido y a sus líderes más visibles, protagonizada por
la mayoría de los medios de comunicación públicos y privados. De esa
forma, quedó claro desde el comienzo que el régimen no permitiría que la
izquierda llegara al poder tan fácilmente.
No obstante, el PRD siguió participando en las elecciones,
movilizando a una parte de la población mexicana que estaba siendo
seriamente afectada por las reformas neoliberales y haciendo frente, en
la medida de sus posibilidades, a las constantes agresiones y fraudes
que se multiplicaban a lo largo de toda la república. Todo este proceso
de lucha y confrontación constante llevó muy pronto a un desgaste
político que se vio reflejado en las elecciones de 1994, en las que el
miedo y las amenazas de violencia fueron muy bien utilizadas por el
régimen para lograr su continuidad. La candidatura cardenista de ese año
no fue ni la sombra de la de 1988.
Por otro lado, el levantamiento zapatista de 1994 demostró que existía todo un sector de mexicanos que seguían siendo marginados por el sistema
y que no estaban interesados en participar en la fachada electoral que
el régimen ofrecía como única alternativa de acción política y
democrática. La simpatía hacia el zapatismo de parte de la izquierda
mexicana fue enorme, y eso incluyó a muchos miembros del PRD que muy
pronto manifestaron su apoyo a los principios sostenidos por dicho
movimiento y colaboraron en diversos eventos organizados por éste. Sin
embargo, el intento oficial y mediático por identificar esas dos luchas y
sembrar la idea de que el PRD era un partido violento, que simpatizaba
con la lucha guerrillera, terminó orillando al partido a deslindarse,
cada vez con más empeño, de cualquier posible vinculación con el EZLN.
Comenzó así una creciente separación y diferenciación que, años más
tarde, en el 2006, se reflejaría en un rechazo abierto por parte de la
guerrilla y su vocero, el entonces subcomandante Marcos, del PRD, sus
candidatos y lo que éstos representaban.
El primer gran logro del PRD fue, sin duda, la victoria en la capital de la república en 1997.
De nuevo, el ataque mediático y la presión estatal contra el jefe de
gobierno electo, Cuauhtémoc Cárdenas, llevaron a un desgaste mayúsculo
que hizo que su candidatura presidencial en el año 2000 terminara
naufragando. El país se inclinó hacia la derecha y eligió al candidato
panista a la presidencia, Vicente Fox, como la opción del “cambio”. En
realidad, lo que se eligió fue, bajo otra bandera, la continuidad dolosa
de un sistema que, para inicios del siglo XXI, ya demostraba
fehacientemente todo el horror que era capaz de desplegar.
El mantenimiento de la jefatura de gobierno de la ciudad de México, ahora encabezada por Andrés Manuel López Obrador,
fue fundamental para que el PRD pudiera reorganizarse y prepararse para
otra contienda electoral por la presidencia de la república, en esta
ocasión bajo el liderato de una nueva figura política. En ese sexenio,
sin embargo, el ataque mediático y estatal contra el jefe de gobierno de
la ciudad de México produjo un efecto contrario al que se había
generado en ocasiones anteriores. El vulgar intento de desafuero y los
insultos furibundos de los mass media, que hacían todo para vincular a
López Obrador con los escándalos de corrupción desatados por la difusión
de los videos de Carlos Ahumada, sólo abonaron al prestigio y
popularidad de López Obrador, quien no sólo evitó el juicio político,
sino que se convirtió en candidato del PRD a la presidencia en el año
2006.
Ya desde ese momento quedó claro que el enemigo no sólo era externo,
sino también interno. En un gesto que manchaba el recuerdo de la
generosidad y amplitud de miras de Heberto Castillo, Cuauhtémoc
Cárdenas, todavía un líder respetado en el PRD, se negó a expresar su
apoyo al candidato presidencial de su partido, y, por si fuera poco,
comenzó a colaborar con el gobierno de Vicente Fox en la comisión
preparatoria de los festejos del bicentenario de la independencia (que
más tarde se disolvería). Aunado a ello, como ya se mencionó, la
izquierda no electoral, aglutinada en torno al EZLN, repudió
abiertamente al PRD y a sus candidatos.
La lucha electoral del 2006, plagada de mentiras, campañas de miedo y
ataques personales, concluyó con un fraude de proporciones mayúsculas
con el que se le robó la presidencia a López Obrador y se le otorgó al
candidato del PAN, Felipe Calderón, que encabezaría uno de los sexenios
más violentos y corruptos de la historia de México.
Para el año 2011 había dos cosas claras: que López Obrador
sería de nuevo candidato a la presidencia por parte del PRD y que,
internamente, había sectores importantes del partido que no sólo no
simpatizaban con él, sino que se sentían muy cómodos colaborando con el
régimen neoliberal. Personajes como Jesús Ortega, Carlos
Navarrete, Amalia García, Leonel Godoy, etc., representaban el grado de
desprestigio del partido como opción de izquierda, y anunciaban una
inminente ruptura al interior de sus filas si no se lograba un triunfo
al año siguiente.
La victoria de Peña Nieto, mediocre personaje político
construido a la sombra de las televisoras y de contubernios en las altas
esferas del poder, marcó el destino del PRD. Dos años después
de la elecciones, en 2014, la ruptura entre López Obrador y la
estructura de poder del partido se oficializó finalmente, naciendo el
Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) como una opción electoral
encaminada a consolidar la candidatura de AMLO rumbo a las elecciones
del año 2018.
Desde la fundación del partido quedó claro que Morena cargaba con un
alto grado de indefinición ideológica, y que su reputación dependía
principalmente del liderazgo indiscutible de López Obrador y de sus
definiciones políticas, entre las que destacaba su crítica permanente al
régimen neoliberal y a la llamada “mafia del poder”. Los fraudes
repetidos a lo largo de los años, la alianza maligna entre el PRI y el
PAN desde 1988 para imponer todas las reformas económicas necesarias
para el sistema, el ataque ininterrumpido de la casi totalidad de los
medios de comunicación frente a cualquier mínima opción de cambio, la
colusión de las élites del poder con el narcotráfico y la criminalidad,
la enorme corrupción que compraba y compra conciencias para mantener las
mismas estructuras de dominio, llevaron a AMLO y a su partido a tomar
dos decisiones políticas estratégicas (las dos arriesgadas y
cuestionables).
En primer lugar, la definición de un diminuto programa de reformas
que sintetiza a una escala minúscula las aspiraciones que la izquierda
(por lo menos, una parte de ella) ha defendido desde hace más de 35
años. Ese “minimalismo político”, muy lejos de cualquier postura radical
o socialista (que, alguna vez, hace varias décadas, llegó a defenderse
públicamente), se reduce hoy a una serie de principios que ya ni
siquiera se preocupan por definirse ideológicamente. Son sólo consignas
que tratan de corregir algunos puntos neurálgicos que han sido atacados
directamente por el neoliberalismo: defensa de la soberanía alimentaria y
energética, combate a la corrupción y a la pobreza, educación gratuita,
intervención del Estado en la economía para la creación y consolidación
de un mercado interno…
En segundo lugar, el despliegue abierto de un pragmatismo que, sin
temer la alianza con personajes de la élite política y económica,
criticados por la izquierda a lo largo de décadas (incluso por el mismo
López Obrador), tiene como único objetivo hacerse de aliados poderosos
que sean fundamentales para espantar cualquier fantasma de fraude y
consolidar la apariencia de moderación y “madurez”, lo que al final
conduzca a conseguir, a como dé lugar, el puesto de poder tan anhelado.
Éste es el resultado histórico de casi cuarenta años de lucha
política de la izquierda electoral (en los que ésta se ha enfrentado a
todo tipo de obstáculos y contratiempos): el minimalismo político y el
pragmatismo coyuntural. Y bajo esta combinación se abre, aparentemente,
por primera vez, la posibilidad real de su llegada al poder.
Esto abre un nuevo dilema que no se puede obviar. De llegarse al poder, ¿las
alianzas con personajes de la derecha económica y política (Elba Esther
Gordillo, Germán Martínez, Alfonso Romo, la dirigencia del PES, etc.)
anularán, en los hechos, cualquier posibilidad de cambio mínimo (que es
al único que se aspira), o bien la “necedad” del minimalismo será capaz
de abrirse paso y asestarle un golpe al neoliberalismo mexicano?
Hay tres escenarios posibles.
El primero es aquél en el que la derecha se inmiscuya a tal
punto en el nuevo gobierno (acaparando posiciones fundamentales en el
gabinete y en las distintas esferas del poder) que imponga su programa
económico y político, y fortalezca el régimen neoliberal,
apenas aderezado por vanos esfuerzos de combate a la corrupción. En este
caso, el programa minimalista desaparecerá del escenario y con él las
raquíticas aspiraciones de la izquierda.
El segundo es aquél en el que se da una especie de empate entre las dos posiciones,
de tal manera que los participantes en el gobierno, desde sus distintas
esferas, apenas si serían capaces de imponer reformas insignificantes
que no modificarían nada esencial y sólo servirían para simular una
especie de cambio. Este escenario llevaría a un empantanamiento
político, similar al que se dio en el sexenio de Fox, lo que únicamente
se traduciría en una viciada continuidad del régimen.
Finalmente, el tercer escenario, sería aquél en el que la
voluntad política del líder (la “necedad”), una vez en el poder, se
enfrentara abiertamente con los personajes de derecha enquistados en su
gobierno (invitados por él mismo), e impusiera, con pactos,
decisiones ejecutivas u otras opciones, las reformas mínimas que
atentaran contra ciertos postulados del régimen neoliberal.
De darse este último escenario, el único interesante para la
izquierda, habría que esperar dos reacciones inmediatas: por un lado, la
oposición abierta, activa e, incluso, violenta de la derecha política,
en todos los estratos, así como de sus medios de comunicación,
que, como se nos ha mostrado a lo largo de todo este siglo en América
Latina, no se quedarían mirando pasivamente cómo se trastocan sus
intereses económicos (aunque sea en una escala pequeña); por el otro, la
inevitable intervención política (directa e indirecta) del poder
imperial estadounidense, encabezado por un personaje demencial, de corte
fascista, que no teme confrontar todo aquello que le parezca
perjudicial para su dominio, en especial si sucede en su patio trasero.
Éstas son las dificultades con las que se enfrenta la izquierda
después de décadas de lucha política en el terreno electoral. Los
escenarios a futuro no son halagadores, y el camino elegido los hace más
difíciles. Pero no es hora de retroceder. La batalla decisiva está por
darse. Tener conciencia de los escenarios posibles que se pueden
presentar resulta indispensable para el momento en el que la izquierda,
más allá de López Obrador, su partido y la coyuntura en la que se
encuentren, en franca alianza con las clases populares golpeadas por
décadas de crisis económicas, tenga que asumir una posición ideológica
clara, firme y sustentada con la que defienda la necesidad de un cambio
político y económico en México.
* Carlos Herrera de la Fuente (México, D. F., 1978) es filósofo,
ensayista y poeta. Licenciado en economía, maestro de filosofía por la
UNAM y doctor en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania.
Es autor de los poemarios Vislumbres de un sueño (2011) y Presencia en
fuga (2013), así como de los ensayos Ser y donación. Recuperación y
crítica del pensamiento de Martin Heidegger (2015) y El espacio ausente.
La ruta de los desaparecidos (2017). Ha colaborado en las secciones
culturales de distintos periódicos y revistas nacionales.
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