R. Aída Hernández Castillo
Regresar por primera vez en 2017 a la tierra de los abuelos en territorio yoreme en Sinaloa, en el año más violento de las últimas dos décadas, fue una experiencia desgarradora. Como antropóloga me especialicé en el área maya y las raíces familiares yoremes habían quedado olvidadas en el anecdotario familiar, marcado por el racismo que caracteriza a la sociedad mexicana, que tiende a negar las genealogías indígenas y a resaltar las castizas.
Sin embargo, mi participación en el Grupo de Investigación en Antropología Social y Forense (www.giasf.org) me ha llevado a regresar varias veces a esas tierras y desandar los caminos que sacaron a don Anacleto y a doña Rosenda Hernández de la Sierra de Sinaloa a principios del siglo pasado. La investigación colaborativa con Las Rastreadoras de El Fuerte, una organización de madres de los desaparecidos que con picos y palas buscan a sus hijos, haciendo el trabajo que las instituciones de justicia no han podido o querido hacer, nos ha acercado a un fenómeno poco documentado por la academia y silenciado por los organismos indigenistas estatales: la desaparición forzada de población indígena yoreme y el desplazamiento de comunidades enteras producto de la violencia.
Si bien, según datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), los 28 mil indígenas que se identifican como mayo-yoremes se ubican en los municipios de El Fuerte, Choix, Guasave, Sinaloa de Leyva y Ahome, que son precisamente los municipios en donde Las Rastreadoras han encontrado el mayor número de fosas clandestinas, no existe hasta ahora un registro oficial de los efectos de la desaparición forzada y por particulares en la población indígena, ni programas especiales para víctimas de la violencia. Tan solo en el pueblo de Capomos, Centro Ceremonial Yoreme en el municipio de El Fuerte, con 677 habitantes, siete familias han sufrido la desaparición de algunos de sus integrantes. A diferencia de las madres Rastreadoras, que han encontrado en la organización colectiva la fuerza que les permite seguir adelante en la búsqueda de sus hijos, muchas de las madres yoremes sufren en silencio el duelo suspendido.
De los 119 cuerpos recuperados por Las Rastreadoras, 109 han podido ser identificados y entregados a sus familias. Al sistematizar las historias de estos tesoros encontrados, como ellas los llaman, poco a poco vamos descubriendo a jóvenes, hombres y mujeres yoremes, cuyos cuerpos fueron entregados a sus familias ayudando a aminorar aunque sea un poco, el dolor que deja la incertidumbre y la impunidad. Las familias yoremes están agradecidas pero participan poco, hay miedo de hablar, miedo a la denuncia, miedo a manifestarse, por los hijos que quedan, por los maridos que salen al campo, porque sus cuerpos y vidas son desechables y en Sinaloa parece haber permiso para matar.
En una entrevista realizada a la delegada de la CDI para el municipio de Ahome, ella nos dice que la violencia no es un problema para los mayo-yoremes, que nadie ha mencionado el tema en los diagnósticos realizados. Ni siquiera las 60 familias de la Sierra Norte de Sinaloa que desde 2012 fueron desplazadas por la violencia del crimen organizado y que viven en pobreza extrema en el municipio de Choix. Su principal preocupación ahora como delegada, nos dice, es no tener suficientes proyectos para ejercer los 40 millones de pesos que debe gastar antes de que termine el sexenio. Le interesa conseguir el sello de Paraíso Indígena que impulsa desde 2015 la CDI para promover el turismo en zonas indígenas. El problema nos explica, es que los yoremes son flojos y no hacen bien sus artesanías, así es difícil promoverlos. Al parecer la funcionaria indigenista y Las Rastreadoras no viven en la misma realidad.
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