De acuerdo con la OIT la situación es preocupante porque las jóvenes no están forjando una experiencia laboral fuera del hogar ni aprendiendo nuevos conocimientos más allá de las labores domésticas, lo que merma sus posibilidades de desarrollar una trayectoria laboral positiva.
La
clínica del municipio San Nicolás de los Ranchos, Puebla, está llena de
mujeres que no rebasan los 20 años de edad esperando consulta, la
mayoría cargando un bebé. Son las 11 de la mañana de un jueves, horario
en que se supondría que los jóvenes están en la escuela, pero en esta
comunidad rural del centro de México muchas mujeres de entre 15 y 25
años ya la dejaron y no trabajan porque están cuidando a sus propios
hijos o ayudando a sus padres en las labores domésticas.
“Aquí casi la mayoría trabaja en su hogar”, dice una derechohabiente
en la clínica. “Algunas son solteras y se van a trabajar, pero la
mayoría trabaja en su casa. Casi es la edad en que se juntan (16-17) y
luego ya no estudian porque ya no las dejan, o con el bebé ya no se puede.
Es rara la muchacha que se va a trabajar”. Otras dos mujeres llegan a
la clínica: una de 36 años y su hija de 17. Ambas se dedican al hogar.
“Ya no quiso estudiar para ayudarme porque mi esposo está discapacitado,
le dio un derrame cerebral”, argumenta la señora en nombre de su hija.
Una chica de 17 años y rostro infantil cuenta por qué dejó la escuela.
“Mis papás sí querían darme más estudio pero yo dije que no, ya no
iba a ser lo mismo”, admite Andrea mientras intenta dormir a su bebé de
dos meses de edad. La adolescente dejó la escuela en el segundo grado de
bachiller a los 16 años, se casó y actualmente se dedica sólo al hogar.
La situación de su hermana mayor es idéntica, lo mismo que su madre.
Andrea dice que la mayoría de las mujeres en esta comunidad poblana se ocupan del trabajo doméstico.
“Una que otra sí trabaja pero no tienen esposo, trabajan en casas o
salen a vender”. El mayor de sus hermanos, de 22, estudió hasta el
primer año de bachillerato y hoy es vidriero. “Le aburrió, ya no quiso
ir y después se arrepintió”, relata la joven.
En México hay más jóvenes desocupados en el campo que en las ciudades y, de ellos, la gran mayoría son mujeres,
advierten las organizaciones internacionales. El porcentaje de personas
entre 12 y 29 años de edad que vive en una comunidad rural y no estudia
ni trabaja oscila entre 21 y 25, según los parámetros de cada
organización. De ellos, más de la mitad son mujeres porque en ellas
recaen tradicionalmente las labores domésticas y de cuidado familiar, lo que las condena a repetir los círculos de pobreza, rezago educativo y estancamiento laboral.
Los jóvenes mexicanos desocupados preocupan particularmente a la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que
los calcula en una tasa de 22.1 % hasta 2015, muy por encima del
promedio de los países miembro, que es de 15 %. Las mexicanas de entre
15 y 29 años tienen cuatro veces más probabilidades de estar desocupadas que los varones,
subraya un reporte de 2016 de la organización, lo que coloca a México
en segundo lugar -después de Turquía- entre los miembros, cuyo promedio
de probabilidad es de 1.4 veces más que los hombres.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL),
también de Naciones Unidas, revela que en la región ocurre la misma
situación: entre las personas de 15 a 24 años hay más desocupados en el
sector rural que en el urbano, con un promedio general de 21.7 por
ciento. El más alto índice de jóvenes desocupados en el campo lo tienen
El Salvador y Honduras con 30.6 %, mientras que el menor índice está en
Perú con 11.8 %. En México hay 21.6 % de desocupados rurales, contra 15.1 % de los urbanos.
De los 18 países incluidos en un estudio de 2016, sólo en tres hay más
jóvenes desocupados en las ciudades que en el campo: Uruguay, Perú y
Ecuador.
Según la encuesta Intercensal 2015 del Instituto Nacional de
Estadística (INEGI) en México hay ocho millones y medio de jóvenes -de
entre 12 y 29 años- viviendo en zonas rurales, es decir, localidades con
menos de 2 mil 500 habitantes, según los parámetros del Instituto. En
2015, la tasa de participación económica de la población femenina
en esas localidades alcanzaba 18 %, mientras la de los hombres era de
64.4 %. El Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (RIMISP)
advierte que 25.2 % de las jóvenes que viven en esas comunidades no
estudian ni trabajan.
“Es muy preocupante tener jóvenes desocupados de 15 a 19 años porque
deberían estar estudiando, y es muy preocupante de los 20 a los 25
porque deberían estar desarrollando una perspectiva de trayectoria
laboral. En el primer caso tienes que generar condiciones para prevenir
la deserción, y/o acercar infraestructura educativa que les permita
quedarse en Media Superior, y en el otro deberías estar generando
mecanismos de inserción laboral: no tienes ninguno de los dos”, puntualiza el director de RIMISP para México y Centroamérica, Jorge Romero.
Desocupados, no ociosos
La CEPAL ha advertido en foros públicos que la juventud desocupada –despectivamente llamados Ninis
porque “ni estudian ni trabajan”– ha sido típicamente asociada con ocio
y vagancia, imagen que suele atribuirse más a varones que a mujeres.
Sin embargo, los estudios de las organizaciones prueban que hasta 70 %
de esos jóvenes sin ocupación formal son mujeres y no están ociosas,
sino que realizan preponderantemente una actividad que no es reconocida
en las estadísticas económicas: el cuidado del hogar y de la familia.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) indica que de los 30.9 millones de jóvenes
de entre 15 y 29 años que actualmente viven en las zonas rurales de
América Latina, los que no trabajan ni estudian son unos 6.7 millones,
pero casi todos realizan alguna labor que no se contabiliza. “Los
‘verdaderos Ni-Ni’ que no están discapacitados, enfermos o trabajan en quehaceres del hogar son sólo unos 0.6 millones”, señala el organismo en su informe Juventud rural y empleo decente en América Latina, de 2016.
Entre los hombres inactivos de entre 15 y 29 años, destaca la CEPAL,
la razón principal aducida para no trabajar es el estudio, y la de las
mujeres rurales de ese grupo de edad es la dedicación a los quehaceres del hogar,
“sobre todo en el grupo entre 20 y 24 años”. Para el conjunto de los 11
países analizados en el estudio de la Comisión, el 64.8 % de las
jóvenes en el campo da esta razón, frente al 43.8 % de las jóvenes
inactivas urbanas, cuya razón para no trabajar es el estudio.
Jóvenes condenadas a repetir el viejo patrón
Todas las organizaciones consultadas coinciden: las mujeres jóvenes
del campo se están quedando sin oportunidades, muchas por dedicarse al
hogar y otras porque trabajan pero no concluyeron sus estudios, por lo
que difícilmente podrán aspirar a un crecimiento laboral. Esta es una
situación preocupante para la Organización Internacional del Trabajo
(OIT), ya que las jóvenes no están forjando una experiencia laboral
fuera del hogar ni aprendiendo nuevos conocimientos más allá de las
labores domésticas, lo que merma sus posibilidades de desarrollar una
trayectoria laboral positiva.
“Este comportamiento refleja, entre otros factores, la menor oportunidad que en general ofrece el mercado de trabajo a las mujeres y el rol que juega ésta en el trabajo del hogar, situación que se acentúa en las localidades pequeñas”, destaca el INEGI en un resumen de resultados de su Encuesta Intercensal 2015.
San Nicolás de los Ranchos es sólo un botón de muestra de lo que
ocurre en las más de 188 mil comunidades rurales de México, de acuerdo
con Jorge Romero. “En cualquier localidad de menos de 2,500 habitantes
llegas y preguntas por la asamblea ejidal: todos son adultos mayores.
¿Dónde están las mujeres? En la junta de aguas o en el comité de cuenca,
pero la mayoría son adultas. ¿Dónde están las jóvenes? En la casa. No
están en los espacios públicos, son invisibles”, indica el investigador.
Su ausencia se nota en las calles de varios municipios rurales
poblanos. En la ciudad de Atlixco se instala todos los martes y sábados
un extenso tianguis en el que convergen los comerciantes de todos los
municipios rurales cercanos, que van a vender sus propios productos o
los que le compran a un mayorista. Casi todos los puestos son atendidos
por adultos mayores, apenas dos o tres de ellos acompañados de un joven.
En Santa Ana Acozautla son visibles las mujeres jóvenes alrededor del
mediodía: durante el receso de los niños de la primaria a las 11:00,
cuando van a llevarles el almuerzo a través de la reja de la escuela, y a
la salida de los de kínder, a las 12:00. En ese momento del día, el
centro escolar está rodeado de adolescentes y adultas jóvenes, algunas
van por sus propios hijos y otras por sus hermanos pequeños, pero
ninguna está estudiando ni trabajando.
La escuela es un gasto, el empleo es fugaz
En la familia Ahuehuetl hay ocho hijos: cinco mujeres y tres hombres.
Sólo una de ellos estudió bachillerato porque la necesidad de producir
dinero era más imperiosa que la de estudiar: había que ayudar a los
padres a sostener a la extensa familia. Uno a uno, los hermanos fueron
abandonando la escuela para buscar un empleo, pero en su municipio,
Santa Ana Acozautla, Puebla, el único que han hallado es el mismo que
sus padres: el campo. Cada temporada de lluvia llega un capataz a
ofrecerles trabajo temporal en sus parcelas, por unos días a la semana
que a veces sólo son dos, durante seis o siete meses del año. Después de
eso simplemente no hay trabajo.
“Nosotros nos esperamos, llega alguien que nos ocupe y nada más por
días o semanas pero no es un trabajo fijo, a veces dos o tres días a la
semana, a veces uno, a veces no hay. Cuando nos falta trabajo nomás
nadie llega, pues no trabajamos”, explica la señora Fénix Ahuehuetl, de
44 años. “Y esperarse hasta que vengan, quien quieran que les vaya a
ayudar a escardar, a cortar, cosechar, es cuando va uno a trabajar; si
no, aquí se las ve uno a juntar quelites, verdolagas, lo que sea para
que no falten aunque sea los frijolitos”, agrega su hermana Eli, de 33.
Lo que más siembran es frijol y maíz, y su actividad más frecuente es escardar
(cortar la hierba). El máximo tiempo continuo que han hecho este
trabajo es una semana, lo regular son dos días. Fénix cuenta que el
tomate es lo que más ganancias les deja porque su cosecha requiere más
horas de trabajo; sin embargo, el pago sigue siendo ínfimo: 40 pesos la arpilla (saco para empacar la cosecha)
trabajando jornadas de hasta diez horas. “A veces no sacamos ni lo del
día, a veces sacamos 150-140. Y ni para hacer otra cosa porque ya nada
más llegamos, comemos y otra vez a dormir”.
La FAO explica en su informe que la mayoría de las faenas agrícolas
son cíclicas y, por ende, el trabajo. Es por ello que el subempleo y el
empleo temporal son frecuentes, con fluctuaciones importantes en los
requerimientos de mano de obra a lo largo del año. La reducción de las
necesidades de mano de obra –conocida y reiterada en magnitudes año tras
año- explica que gran parte de los trabajadores agrícolas no busquen
trabajo de modo activo en los periodos de merma y respondan así en las
encuestas, “con lo cual son categorizados como inactivos y no como
desempleados”.
Mientras tanto los jóvenes de la familia, que ya dejaron la escuela,
se quedan ayudando en las labores domésticas y cuidando a sus propios
hijos de diciembre a mayo, hasta la siguiente temporada de lluvias.
“Éramos muchos para que fuéramos tantos a la escuela y solo trabajaran
mis papás, a veces nada más trabajaba mi papá y mi mamá no iba diario.
Para pagar tanto… ya no quisimos ir a la escuela por eso”, dice Abigail
López, hija de Fénix.
Este fenómeno también ocurre -aunque en menor medida- en el ámbito
urbano, donde también hay más mujeres desocupadas que hombres. En
promedio, las organizaciones calculan la tasa de desocupación urbana
entre mujeres de 12 a 29 años en 14% contra la masculina de 5 por
ciento. Una de esas mujeres que dejaron la escuela y no trabajan es
María Elena Montoya, habitante de la ciudad de Atlixco, Puebla. Ella
abandonó la preparatoria para emigrar a Estados Unidos, llevaba 10 años
trabajando en ese país pero regresó a México con sus hijos y su esposo
cuando él fue deportado. Desde entonces, se dedica exclusivamente a su
hogar.
Elena asegura que la mayoría de las mujeres que conoce en Atlixco son
más jóvenes que ella (de 32 años) y ya tienen hijos mayores que los
suyos, de nueve y seis. Todas dejaron truncos sus estudios y se dedican
al cuidado de sus familias.
“Sí me gusta trabajar y a veces sí hace falta, pero descuido a los
niños en la escuela, tendrían que estar al cuidado de otra persona y la
verdad no. Sí tengo planeado volver a trabajar ahora que estén un
poquito más grandes, que no dependan tanto de uno. Que sigan estudiando
hasta que tengan una carrera o hasta que ellos quieran, ya ve que luego
no les gusta o prefieren trabajar”, admite María Elena. El ciclo vuelve a
empezar.
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