La digna voz
Irónicamente, al igual
que en la antesala de 2012, pero en esta ocasión en beneficio de la
“oposición” (el entrecomillado responde a un gesto obligado de reserva
por las inexcusables componendas en curso del “Movimiento”), reina una
certeza sonora con respecto a un irrefrenable triunfo del candidato
puntero (en las encuestas, la opinión pública, el “rumor” ciudadano),
Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Es cierto –y esto cabe resaltarlo–
que el “candidato-presidente” de turno no cuenta con el apoyo de la
prensa monopólica (en un país que ocupa el primer lugar en concentración
de medios de comunicación a escala mundial), como si sucedió
flagrantemente en la elección de 2012, cuando ganó –no sin ignorar la
compra de 5 millones de votos– Enrique Peña Nieto. “AMLO va a ganar la
presidencia”, dice el clamor popular sin vacilación. Y ante esta
certitud lapidaria, la gente comienza a formular preguntas acerca de
cómo sería un gobierno de AMLO en el México actual. Acaso una de las
preguntas más frecuentes es “qué va a hacer AMLO con el narco”. Y esa
pregunta es la materia de esta reflexión.
Muchos analistas han
señalado –con absoluta razón– la obstinada ausencia de las víctimas de
la guerra contra el narcotráfico en los discursos de los candidatos.
Coincido que tal actitud es inadmisible, a todas luces vejatoria para
una sociedad que ha sido castigada por cuotas inenarrables de
criminalidad, violencia e inseguridad en el último decenio. En México
existen centenares o miles de Ayotzinapas anónimos condenados al olvido
institucional. Por cierto, cabe hacer notar que la prioridad de esta
columna ha sido documentar ese inventario de crímenes atroces que
ensangrentaron el suelo nacional. Y la barbarie no ceja. Tan sólo en
2017, de acuerdo con Amnistía Internacional, la ola de violencia en
México cobró la vida de 42 mil personas, en la modalidad de homicidio
doloso. Las cifras gubernamentales reportan 34 mil 656 desaparecidos. En
materia de periodismo, 2017 fue el año más violento, con 12
comunicadores asesinados. Reporteros Sin Fronteras denunció que “México
es el país en paz más peligroso del mundo para los reporteros”
(francamente desconozco qué concepto de “paz” abrazan en RSF). Y el
secuestro, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales registran
índices de horror. En suma, un país asolado por una violencia sólo
equiparable con teatros de guerra apocalípticos o feroces dictaduras
militares. Pero los candidatos ni por asomo refieren a esta emergencia
nacional. Y a menudo los propios analistas conjeturan que se trata de un
descuido o una omisión negligente. O concluyen que el narco no figura
por “error” en las alocuciones de los candidatos. Pero tal inferencia es
falsa. Por el contrario, el narco –acaso junto con Donald Trump– es la
sombra obscena que recorre toda la elección de 2018.
Lo primero
que hay que entender es que el narco es un actor político tan poderoso
que “asiste” encriptado a la campaña. Difícilmente un candidato en
Estados Unidos alude explícitamente a los barones de Wall Street. Lo
mismo acontece en México respecto al narco. El narcotráfico en México es
clase gobernante (dominante). Y tras el desmantelamiento de la planta
productiva industrial y del campo, por cortesía del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte, que no es tratado ni es libre ni es
comercial, el narcotráfico ascendió a la primera posición en el
escuálido inventario de ingresos nacionales. No es accidental que desde
inicios de 2000 hasta la fecha, 21 ex gobernadores han sido acusados de
asociación delictuosa con el narcotráfico. El narco es un actor
estatalizado, enquistado en los circuitos formales de la economía y la
política. A esta estatalización –prohijada por el “partido”,
señaladamente por el clan Salinas– se yuxtapuso un proceso de
hiperpolitización del actor narco, producto de la declaratoria de guerra
–decretada por el clan Calderón. Hoy es virtualmente imposible
identificar una instancia institucional que no esté operativamente
articulada a la órbita del narcotráfico. Esto explica que el narco asuma
un comportamiento “estatal”, cobrando impuestos, efectuando tareas de
contrainsurgencia, ensayando estrategias de comunicación con el público
(narcomantas, narcoblogs, narcoseries), reclutando comandos militares de
élite, conquistando territorios por la fuerza, invirtiendo en obras
públicas, desarrollando proyectos turísticos e infraestructurales,
financiando campañas políticas etc. México es un narcoestado. Y no es una consigna. It’s a fact.
En este sentido, la pregunta acerca de qué va a hacer AMLO con el narco
es absolutamente pertinente. Y una lectura a botepronto de los mensajes
encriptados que sobre el tema ha deslizado permiten dos inferencias:
- Los incautos enfurecieron cuando AMLO propuso amnistía para los narcotraficantes o delincuentes. Si aceptamos la tesis de que el narcotráfico es clase gobernante en México, cabe entonces reconocer que el indulto ya había sido extendido con anterioridad, cuando anunció que no perseguiría a ninguno de los integrantes de “la mafia del poder”. En lenguaje descodificado, esto básicamente significa que la propuesta es desalojar al actor narco de las posiciones clave del Estado, no sin la posibilidad –y en esto consiste la amnistía– de que continúe el negocio en la extraestatalidad, tal como ocurría antes del “salinato”. Es decir, la idea es desterrar de la institucionalidad pública al narcotráfico.
- El plan de un “regreso escalonado” de los militares a los cuarteles apunta a refrenar u obstruir el proceso de hiperpolitización del narco que atizó la guerra. Es tal vez la disposición que más ostensiblemente trastocaría las estructuras del narcotráfico contemporáneo, justamente porque provocaría una despolitización-desmilitarización del actor narco, y, por consiguiente, una rendición parcial al control estatal.
En resumen, una respuesta apenas incipiente (e hipotética) a la
pregunta de qué va a hacer AMLO con el narco, y en atención a las
señales codificadas antes referidas, es que la propuesta del candidato
(hasta ahora sólo eso: una llana propuesta encriptada) es desmontar
parcialmente el maridaje del narcotráfico y las instituciones públicas,
con base en la desestatalización (destierro + amnistía) y la
despolitización (fin a la guerra) del narco. No obstante, es altamente
probable que en la negociación con la alta jerarquía de las fuerzas
armadas, y a modo de concesión, autorice la continuidad de la Ley de
Seguridad Interior, que habilita el escenario para una creciente
militarización de las estructuras de seguridad (inteligencia,
procuración de justicia etc.) pero sin militares en las calles.
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