Ricardo Anaya, candidato presidencial. Foto: Miguel Dimayuga |
Desde el primer día del sexenio de Enrique Peña Nieto, Anaya ha
fungido como un leal aliado del sistema de corrupción, impunidad y
saqueo. El ahora candidato presidencial panista, abanderado de la
coalición Por México al Frente, fue activo promotor de los acuerdos
cupulares del “Pacto por México”, que nos trajo las dañinas reformas
energética, educativa, laboral y de telecomunicaciones. También se ha
demostrado que Anaya cuenta con vastas propiedades en México y Estados
Unidos adquiridas al amparo de su actividad política.
El gobierno federal hoy utiliza la Procuraduría General de la
República (PGR) para exhibir los trapos sucios de Anaya, no porque el
especulador en naves industriales represente alguna amenaza a la
integridad del sistema de oprobio que hoy nos malgobierna, sino simple y
llanamente porque Peña Nieto y el expresidente Felipe Calderón lo
consideran un traidor. Al estilo de un cártel de narcotraficantes o de
una secta religiosa o política, priistas y calderonistas buscan
ajusticiar personalmente a su antiguo amigo y aliado.
Anaya no es, entonces, de ninguna manera, un perseguido político.
Estamos atestiguando una vil lucha por el poder entre dos bandos
igualmente ambiciosos, cínicos y corruptos.
La extraña compraventa millonaria de casas, terrenos y bodegas
industriales por parte de Anaya, tanto en Querétaro como en Estados
Unidos, efectivamente genera dudas serias en cuanto a la honestidad del
abanderado de la coalición Por México al Frente. De manera similar, el
descubrimiento por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) del
desvío de por lo menos 6 mil 879 millones de pesos durante el actual
sexenio, en operaciones aparentemente conducidas por Rosario Robles y
supervisadas por Luis Videgaray y José Antonio Meade, ha terminado de
hundir cualquier posibilidad de que el candidato del PRI pudiera
enarbolar una agenda de honestidad o de modernidad.
Los dos candidatos PRIANistas constituyen dos lados de la misma
moneda hasta con respecto a los perfiles de sus defensores legales.
Anaya reclutó a uno de los abogados y políticos más desprestigiados de
la historia reciente: el salinista Diego Fernández de Cevallos. Meade,
por su parte, contrató los servicios de Javier Lozano, uno de los únicos
abogados que le hacen la competencia a Fernández de Cevallos en cinismo
y baja moralidad.
Algunas voces antiobradoristas han cuestionado la racionalidad de la
guerra de lodo entre los candidatos del PRI y el PAN. Dicen que esa
disputa ayuda al tabasqueño y que, en lugar de pelearse, Anaya y Meade
deberían ponerse de acuerdo para unir fuerzas en contra de Andrés Manuel
López Obrador.
Sin embargo, analizando bien la situación, queda claro que hay una
lógica profunda que fundamenta y sostiene el pleito doméstico entre
Anaya y Meade.
La lucha por el segundo lugar es una disputa literal por la
sobrevivencia de los dos institutos políticos. Con López Obrador en
Palacio Nacional, haber llegado en tercer lugar en los comicios del 1 de
julio podría significar el fin del partido correspondiente.
El que llegue en segundo lugar tendrá la oportunidad de intentar
aglutinar y articular las fuerzas de la reacción en contra de López
Obrador. Ese partido también tendrá en la mira la posibilidad de
acumular suficiente fuerza como el representante de las huestes
antiobradoristas para reconquistar el poder en 2024.
Sin embargo, el tercer lugar –llámese PAN o PRI– muy probablemente
entrará en proceso de franca descomposición e implosión. Algunos
miembros huirían hacia el gobierno federal, otros se unirían con la
oposición más fuerte y los demás se quedarían peleándose entre sí por
las migajas que queden del partido derrotado.
El PRI muy difícilmente podría repetir la historia de 2006, en que
logró revivir después del lejano tercer lugar de Roberto Madrazo. En
aquella ocasión, Felipe Calderón llegó a Los Pinos con una gran deuda
hacia el PRI y cogobernó con el viejo partido de Estado desde el inicio
de su sexenio. Ello permitió que el PRI se recuperara rápidamente de su
estrepitosa derrota en las elecciones presidenciales.
El PAN tampoco puede confiar en que se repita el escenario de 2012,
después del tercer lugar de Josefina Vázquez Mota. Así como ocurrió en
2006, pero con los papeles invertidos, después de 2012 el PAN pudo
remontar la derrota a partir de su cercana relación con el presidente de
la República en funciones: Enrique Peña Nieto.
Pero después de las elecciones de 2018 el escenario sería totalmente
diferente. En el probable caso de que López Obrador sea quien reciba la
banda presidencial el próximo 1 de diciembre, ni el PAN ni el PRI podrán
contar con un Poder Ejecutivo complaciente con su partido. En esta
ocasión, sin el salvavidas de Los Pinos, es probable que quien llegue en
tercer lugar se hundirá solo.
Esta dura realidad es lo que explicaría la descarnada pero
perfectamente racional lucha por el segundo lugar en la contienda
presidencial. Todo parece indicar que los dos partidos de la reacción ya
han aceptado implícitamente su derrota y lo que predomina hoy es la
lógica estrictamente pragmática de “sálvese quien pueda”.
www.johnackerman.blogspot.com
@JohnMAckerman
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