El grupo en el poder no
ve la suya. Lo que habría querido encarar como un frente unificado en
contra de su adversario central, principal e histórico, que es Andrés
Manuel López Obrador, se le ha convertido, por factores externos y por
debilidades y mezquindades propias, en tres confrontaciones simultáneas:
la orientada a impedir que el abanderado de Morena llegue a la
Presidencia, la guerra intestina entre sus dos vertientes principales
–la panista y la priísta– y, para colmo, la renovada y creciente
hostilidad del gobierno de Washington.
El inopinado conflicto entre priístas y panistas –cada cual, con su
cauda de partidos secundarios asociados– surgió por una acusación poco
verosímil en contra del aspirante blanquiazul en torno a unas
operaciones inmobiliarias sospechosas de lavado de dinero. Tal vez fue
una reacción instintiva y defensiva del gobierno a las repentinas
críticas a la corrupción imperante formuladas por Ricardo Anaya, o bien
fue una maniobra (fallida) para
vacunarloante ulteriores señalamientos de corrupción a fin de mantenerlo como Plan B ante el sostenido declive de José Antonio Meade en las preferencias electorales. Pero, en forma sorprendente, el gobierno de Peña involucró en el asunto a la Procuraduría General de la República, el PRI se enganchó en las acusaciones y, si la intención original era crearle anticuerpos a Anaya, el escándalo tuvo el efecto contrario: puso bajo los reflectores su enriquecimiento tan evidente como inexplicable, un asunto más serio y espinoso que las compraventas de terrenos industriales en Querétaro y que pide a gritos una investigación judicial y fiscal en forma.
Meade, por su parte, no sale bien librado del encontronazo, porque el
presunto lavado de dinero en los negocios de Anaya lleva a recordar la
situación del candidato priísta ante los desfalcos por miles de millones
de pesos que han tenido lugar en los sexenios anterior y presente.
Puede ser que él no se haya embolsado un centavo en provecho propio,
pero eso no lo exime de responsabilidad porque fue titular de la
Secretaría de Energía cuando el desgobierno de Felipe Calderón hacía
tratos impresentables con Odebrecht; heredó, con los ojos bien cerrados,
una Secretaría de Desarrollo Social manchada por los desvíos de la
estafa maestra; luego, a su paso por Hacienda, no se enteró de los ríos de dinero que circulaban alegremente por paraísos fiscales y que salieron a la luz en el caso denominado Papeles de Panamá. Meade está en la situación de un gerente de supermercado que observa con parsimonia los saqueos sucesivos del establecimiento y luego arguye en su defensa:
ah, pero yo no tomé ni una latita de atún.
Así pues, la acusación inicial en contra de Anaya ha terminado
por convertirse en una tormenta de descrédito para los dos aspirantes
presidenciales del régimen y en una lucha fratricida. A la espera de los
resultados de esa disputa mafiosa, el régimen tiene ante sí dos
problemas mucho más preocupantes: la consolidación de AMLO como favorito
indisputado para ganar la elección de julio y la animadversión
altisonante de la Casa Blanca, que cree ver en la debilidad del peñato
una oportunidad dorada para conseguir la rendición incondicional de
México en todos los frentes: la extorsión para pagar el muro de Trump,
la imposición de reglas comerciales propiamente coloniales, la
profundización de la llamada
guerra contra el narcotráficoy el establecimiento de un tutelaje descarado en materia de seguridad, entre otras cosas.
En los términos de sometimiento actuales, los gobernantes mexicanos
tienen una sola carta fuerte para negociar con Trump: decirle que más le
vale acordar con ellos en los últimos meses que les quedan porque
existe la fuerte probabilidad de que sean remplazados en diciembre
próximo por un gobierno con dignidad y sentido de nación, libre de
lastres y expedientes de corrupción, con credibilidad, popularidad y
capacidad para convocar a la unidad nacional. En sus enrarecidos
encuentros con los representantes de Washington el peñato no tiene en
mente la defensa de los intereses nacionales sino conseguir una
rendición que resulte ventajosa para el cada vez más reducido grupo
oligárquico que aún detenta el poder público. Y en esa negociación
asimétrica y subordinada ofrecerá lo que sea y sacrificará todo lo
imaginable con tal de conseguir un solo objetivo: el respaldo de la Casa
Blanca a una tentativa de fraude electoral en julio próximo. Y
posiblemente sea demasiado tarde, porque aunque el energúmeno del norte
pudiera y quisiera hacer algo al respecto a favor de sus vasallos
mexicanos, la política de alianzas y el avance de AMLO han reducido en
forma significativa el margen para adulterar la voluntad popular.
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