Por
Ernesto Villanueva (Proceso).- En una sociedad democrática el debate
electoral es un espacio donde los candidatos exponen y defienden sus
ideas y propuestas, en tanto que los electores pueden compararlas y
analizarlas para estar en condiciones de ejercer un voto informado.
Lo anterior, es importante precisarlo, sólo sucede en el terreno de
la utopía y en las democracias consolidadas. México, como es sabido, no
es una democracia; es, en cambio, una apariencia de estado de derecho,
un lugar donde las asimetrías económicas y sociales son alentadas por su
diseño institucional, una nación cuyos habitantes tienen gran capacidad
de resiliencia (es decir, de recuperarse rápidamente de sus
padecimientos o trastornos con secuelas mínimas), un país donde la
movilización social es inversamente proporcional a su potencial de
expresión verbal.
En ese contexto, a cualquier persona con sentido común (que es, se
dice, el menos común de los sentidos) sorprende que nadie actúe sobre
las condiciones objetivables que tienen atrapado al país, sino que se
simule que se “vive” una democracia.
Ahora toca el turno a los debates, donde no hay ganadores ni
perdedores. Además del papel que juegan las filias y fobias de medios y
analistas, va a ganar quien de antemano quiere que gane el probable
votante. Es lo que se denomina sesgo confirmatorio, el cual parte de que
las personas van a oír con mayor interés aquellas informaciones que
sean más compatibles con sus valores y juicios predeterminados. El INE
hace como que hace y se abstrae de la realidad para ubicarse en un mundo
paralelo, al que lo acompañan los políticos, los analistas y los medios
de comunicación para articular esa realidad virtual de espejos donde la
apariencia tiene el rol estelar.
Incluso en ese mundo paralelo, el INE se vio obligado a “pedir” algo a
Netflix, empresa que otorga servicios de series y películas a un
pequeñísimo sector de la población por ser de paga y con una audiencia
mucho menor que las cadenas de televisión abierta: que cambiara el
horario de una serie para que México de pie, expectante, esté con la
mirada y la atención puestas en lo que tengan que decir los candidatos
en los debates.
¿Somos o nos hacemos? ¿Alguien cree en verdad que el órgano electoral
de Finlandia o Dinamarca le pediría a una empresa de video por internet
que cambie sus horarios? ¿No se supondría que si en México se vive en
democracia, Netflix, por iniciativa propia, habría cambiado su horario
de estreno de una serie porque el debate lo dejaría sin público, en
virtud de la gran cultura cívica de los mexicanos que están al pendiente
de lo que podría ser su destino colectivo e individual los próximos
seis años, al menos?
Esos mundos coexisten en un mismo lugar y momento. El de la realidad
indica que las elecciones las decidirán los muy desacreditados
magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación
designados por el propio régimen y cuyas resoluciones son irrevocables,
como se corroboró con el insólito caso del señor Bronco, y el año pasado
con los resultados en el Estado de México.
El voto es un ingrediente necesario en los resultados, pero, por
desgracia, no define por sí sólo quién gana a final de cuentas. Y por si
alguien tuviera duda, las Fuerzas Armadas son “institucionales”; en
otras palabras, están al servicio del statu quo formalmente “legal”,
pero con grandes problemas de legitimidad.
Por supuesto, siempre será mejor para el régimen que la distancia
entre el mundo real y el mundo alterno sea lo menos alejada posible. Ahí
se inscribe, por ejemplo, el despliegue informativo de El Universal que
“revela” que Andrés Manuel viajaba ¡en una avioneta!; manejo
informativo hecho como si se tratara del resultado de una aguda
investigación periodística que destapara un caso de corrupción; burda
estrategia cuyo efecto bumerang contra el régimen seguramente agradece
el propio López Obrador.
El gran problema de los medios es que no pueden convencer a la gente
de que vive bien, pues ahí están los múltiples datos y estadísticas
anunciadas por el gobierno de Peña Nieto (paradójicamente con los
recursos de los mexicanos) para ser desinformados, ni de que vivir mejor
es un proyecto de largo plazo.
Si, en cambio, los medios quisieran convencernos a los mexicanos de
que en Burundi los pigmeos tienen una fuerte presencia social, tal vez
eso sería una tarea más fácil por lo lejano de aquella realidad y la
poca información que existe aquí sobre esa empobrecida nación africana.
Como si se tratara de un conjuro, Andrés Manuel López Obrador ha
dicho que cuenta con el voto de las Fuerzas Armadas. No lo dudo. Es muy
probable que en las casillas cercanas a las zonas y regiones militares y
navales los sufragios lo beneficien. Pero de ahí a que ello implique
algo más, hay mucho trecho. Dudo, y mucho, que los militares se
conviertan en un garante de la defensa del voto popular.
Lo peor de todo es que muy probablemente un previsible fraude
electoral no encienda demasiado los ánimos de los mexicanos y, por ello,
no pueda gestarse una verdadera movilización social. Por algo México
aparece en el número 24 de los países más felices del mundo de un
universo de 156 en el más reciente reporte mundial de la ONU dado a
conocer en días pasados
(https://s3.amazonaws.com/happiness-report/2018/WHR_web.pdf).
Hay numerosos elementos de juicio para considerar que la resignación,
la esperanza y la obligada catarsis declarativa de los mexicanos
podrían ganar la partida al final en este proceso por lo que hace a las
elecciones presidenciales. En los ámbitos estatales y municipales, así
como en los legislativos federal y locales, los umbrales de tolerancia
del régimen al disenso tendrán sitio para amortiguar el impacto
mediático de los resultados en la definición presidencial.
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
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