Previsible, apenas la semana pasada, en este mismo espacio, se
planteó el inicio de la polarización en un proceso electoral más
compacto y, quizás por lo mismo, más violento en discurso y propaganda.
Pero la violencia de la política es rebasada por la realidad que
desde hace 11 años nos aqueja. Años de asesinato y desaparición en las
formas más horrendas imaginables, frente a las promesas -lugar común de
las posturas oficiales- que pierden significado por ineficaces: “todo el
peso de la ley”, “haremos valer el Estado de Derecho”, “caiga quien
caiga”. La nada.
Desde marzo, la desaparición de Javier Salomón Aceves, Marco
Francisco Ávalos y Jesús Daniel Díaz, en Jalisco, nos es tan cercana que
espanta.
Si la versión oficial fuera cierta, aunque como todas las verdades
oficiales siempre estará en duda, tres muchachos salieron a hacer la
tarea con el sueño de ser cineastas y terminaron asesinados y quizás
disueltos sus cuerpos en ácido.
En la comodidad que ofrecen los espacios seguros, ambientes
controlados para el lucimiento, la clase política condena
“enérgicamente”, lamenta “profundamente”, exige “categóricamente” y
deriva sus alocuciones a insulsas propuestas de seguridad y justicia,
fórmulas de lo mismo, palabrería vacua.
Ajenos al dolor y la miseria interior de millones de víctimas -y digo
millones porque en esto todos somos víctimas- inundan los espacios de
exposición con el cinismo que se propone aprovechar hasta el más
doloroso episodio de estos días, para el acarreo de simpatías.
Del otro lado, ciudadanos comunes -en general gente que estudia,
trabaja, ve por los suyos, paga impuestos, obedece la ley y de quienes
podríamos pensar, son buenas personas- sucumben al encanto de la
filiación política, al partidismo acrítico de la masa inerte, a la
simpatía desbordada que no exige a sus líderes o dirigentes,
sencillamente, los defiende.
Unos y otros, cómplices del silencio, de los silencios. Olvidadizos
de las tragedias más inmediatas, renuevan su noción de confianza en las
lacras; dejan en el limbo de lo que ya fue, los tiempos de un muerto que
todavía escandalizaba, para ceder a la anormal cotidianidad, borrados
de su recuerdo los cuerpos mutilados, colgados en puentes, regados por
todos lados.
Por estos días, surge el recuerdo desde el extranjero por Tlatlaya,
Ayotzinapa y Nochixtlán. Se le aparecen a Peña Nieto en lugares lejanos
las injusticias más próximas que invocan la violencia de Estado, el
poder desbordado que protege a los suyos, aparato brutal de impunidades
garantizadas.
Y aquí, está la propuesta de amnistía que nadie sabe o quiere
explicar, y por lo mismo, juega en contra de quien se dice alternativa. O
la fórmula elocuente del panista que invoca desmantelamiento y no
descabezamiento, desmarcándose así del legado sangriento que lo ata. De
tu seguridad “me encargo yo”, dirá el tercero, partícipe como nadie de
cada gobierno detestable.
Un horror que se expande en la mujer que despierta la pena,
apologista fallida del desastre que, por proyecto familiar, le
corresponde. Extensión que domina en el ingenio brutal de la mutilación
como justicia, evidencia lastimosa de la calidad del debate.
Tal parece, estamos condenados al horror.
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