Orfandad empresarial
Desde la firma del Tratado de Libre
Comercio de Norteamérica (TLCAN), México y Canadá obtuvieron un acceso
especial al mayor mercado del mundo, el de Estados Unidos. No se ha
escrito una historia detallada de los orígenes de ese acuerdo, pero no
hay duda que la sorpresiva caída del Muro de Berlín, y la
reconfiguración de la geopolítica mundial que le siguió, tuvieron algo
que ver. Súbitamente, las esferas de influencia de Europa, China y
Estados Unidos quedaron redibujadas, mientras que decenas de países
–antes bajo la esfera soviética– se veían arrojados a un mundo cuya
nueva distribución de poderes quedaría definida, al menos, hasta una
década después.
Estados Unidos optó por definir su área inmediata de influencia a
través de la apertura (o si se quiere, del aseguramiento) del comercio y
la circulación de capitales con las dos naciones de su vecindad
inmediata. En la época, el único país con el que Washington mantenía una
relación similar –aunque no igual– era con China. Desde la década de
los años 60, en aras de dividir al antiguo bloque soviético, la Casa
Blanca siguió la estrategia de convertir a China en su socio
preferencial. Y la estrategia funcionó. El boom chino, que se inició hacia la década de los años 80 –y continúa hasta la fecha– está indisolublemente ligado a este estatus.
A lo largo de las pasadas dos décadas y media, China devino en una
potencia mundial y Canadá capitalizó la oportunidad para consolidar su
economía y su sociedad –sin perder las prerrogativas sociales con las
que ya contaba–. ¿Y México? La historia es conocida: una sociedad
entrecruzada por la violencia, una distribución del ingreso que se
concentra en 20 por ciento de la población, la emigración masiva de
millones, procesos que han convertido a muchas regiones del país, sobre
todo en el centro y el sur, en zonas de vida precaria.
La apertura tuvo en su centro la relocación de un agente social sobre
el que recaerían muchas de las expectativas y los dilemas del país, de
sus esperanzas y frustraciones y, con ello, de sus responsabilidades: el
empresariado. Como nunca antes en la historia que siguió a 1920, una
vez consumada la parte militar de la Revolución, el empresario devino,
en la década de los años 90 y las primeras décadas del siglo XXI, la
figura central –o hegemónica, dicho en un lenguaje sociológico– de la
vida pública.
Si por hegemonía se entiende la forma en que un orden fija los
paradigmas y las aspiraciones, los valores y las expectativas de la vida
cotidiana. Los círculos empresariales colonizaron las retículas del
poder político y mediático, los principales mecanismos de la circulación
y la apropiación del gasto público y, sobre todo, el discurso público.
En él aparecían como la pieza clave que sostenía al engranaje de la
sociedad. Una esencia que dependía del culto a la retórica de las
inversiones –globales, por supuesto– que aliviaría los males de la
sociedad. Un culto cuasi religioso. El mercado convertido en una suerte
de teología política.
La historia de este espejismo trajo saldos muy distintivos. La
mayor parte de los grupos empresariales mexicanos de la década de los
años 80 vendió sus empresas en la esfera global. Con excepción de
algunas cuantas figuras, el arquetipo del
gran empresarioen México es en la actualidad una especie en extinción. Los sustituyeron los grupos anónimos globales. Su lugar lo ocupa un selecto club de facilitadores que durante estas dos décadas han vampirizado al Estado, se han enriquecido de esta mediación y se han convertido en una suerte de
guardianesde un orden que trabajó invariablemente, sexenio tras sexenio, a lo largo de una política de la decepción. Guardianes improductivos, un centro esencial de la corrupción, y que hoy representan un cuello de botella que impide la movilidad social y la circulación dentro de las élites. Y, sobre todo, inhiben la posibilidad del surgimiento de un empresariado ligado a la idea de convertir al país en una casa ecuánime para la sociedad.
En 2018, ese reducido grupo de facilitadores, reunidos en torno al
Consejo Coordinador Empresarial (CCE), apostaron al candidato a la
Presidencia del Partido Revolucionario Institucional. La apuesta era
casi natural. Se identificaban no sólo política, sino cultural y
tecnocráticamente. Una vez que presintieron que Meade no llegaría lejos,
buscaron acercarse al puntero en la contienda. Las cosas no resultaron.
Al menos no en la dirección que esperaban. Para AMLO representan tan
sólo otro grupo de presión. Un grupo venido a menos, tan desgastado como
las franjas que dirigen en la actualidad al PRI y al PAN, y de las que
se alimentaron desde la década de los años 90. Sin candidato evidente a
la Presidencia, ahora padecen una suerte de síntoma de orfandad. Una
orfandad, por cierto, tan anfractuosa como el espejismo en el que se
fincaron.
El conflicto con el CCE no amenaza ninguno de los flujos actuales de
inversión. Los que representa este grupo ya se encuentran hace mucho en
la esfera global y equivale a una suma casi proporcional a la deuda
actual. Simplemente han depositado el dinero fuera de México. Y la otra
parte central de las inversiones se decide en el indeterminado mundo de
los flujos globales.
Y sin embargo, el efecto que pueden tener sobre lo que resta de la
campaña es impredecible. Es la voz que tratará de rehacer un escenario
apocalíptico. Por lo pronto, han convertido a AMLO en el centro absoluto
de la atención, la más ardua de las tareas para cualquier candidato. Un
centro que, sin duda, es de alto riesgo para el propio candidato de
Morena.
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