El vocero de la Presidencia, Eduardo
Sánchez, dijo ayer durante una conferencia de prensa en Los Pinos que
la democracia es el mejor campo para demostrar la libertad de disentir y
pensar distinto. Señaló que el país puede perder mucho
si permea la violencia en los procesos políticosy consideró que
la agresión y el odio no deben tener cabidaen las campañas en curso de cara a las elecciones del 1º de julio.
El funcionario hizo referencia así a los preocupantes estilos de
hacer proselitismo, no con base en la difusión de planes, ideas y
plataformas propias, sino con el recurso de la descalificación
sistemática del adversario, una actitud persistente en el actual proceso
comicial, que degenera en la proliferación de aparatos de propaganda
que, de manera abierta o furtiva, se dedican a denostar, e incluso a
calumniar, a los rivales en todos los ámbitos posibles.
El resultado de tales prácticas –a las que no han sido ajenas las
propias autoridades– no puede desembocar sino en la profundización de
indeseables fracturas sociales, en la de- sorientación de los electores
y, al final de cuentas, en la expansión del escepticismo ciudadano, de
por sí alarmante, ante candidatos a cargos populares, partidos,
instituciones electorales y, en general, ante la vida republicana del
país.
En este contexto, sería deseable que los equipos de campaña de las
distintas fórmulas políticas comprendieran que cada punto de preferencia
electoral ganado para su causa con batallas de fango, ataques
personales y estrategias para atizar el odio y el miedo, se traduce más
pronto que tarde en una erosión adicional de la convivencia civilizada y
perjudica, por lo anterior, los cauces éticos y legales en los que debe
disputarse la representación popular.
Cuando se busca alimentar las fobias en contra de los
competidores políticos en vez de lograr nuevos adherentes o
simpatizantes de las propuestas propias, el perjuicio acaba siendo para
el de por sí imperfecto, insatisfactorio y precario contexto de los
procesos democráticos.
En otros términos, las autoridades, los partidos, candidatos,
militantes y activistas de todo el espectro político deberían tener
presente que las elecciones tienen como finalidad resolver pacíficamente
los conflictos entre las visiones contrapuestas o divergentes de
sociedad, no exacerbarlos.
Resulta pertinente, pues, insistir en el exhorto a los actores que se
disputan las posiciones de poder y a sus grupos, organizaciones y
corrientes de apoyo, para que se concentren en tratar de convencer a los
electores sobre la pertinencia de sus respectivas visiones de país, que
depongan la hostilidad y la violencia verbal y no busquen suplir sus
propias carencias y debilidades con el recurso –fácil, aunque indebido y
hasta peligroso– de recalcar, magnificar o inventar las del contrario.
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