Las crecientes revelaciones de casos de violación de bebés obligan a reaccionar.
Algo muy malo
sucede con la especie humana cuando padres, hermanos, maestros, líderes
espirituales o simples vecinos son capaces de violar. Pero algo mucho
más perverso se revela ante las agresiones sexuales perpetradas contra
seres tan indefensos como bebés, niñas y niños en sus primeros años de
vida. Cuerpos y mentes aniquilados por ese embate violento y
espeluznante que suele acabar con su vida.
Los casos recientes en Chile y Colombia de
violaciones y asesinatos de bebés -por mencionar solo algunos- provocan
un asco indescriptible. Sin embargo la repulsa social no es aún
suficientemente rotunda para evidenciar el horror de estos hechos por
existir una especie de pacto de silencio tendente a poner etiquetas
grises sobre los atroces crímenes sexuales perpetrados por hombres. Eso
es el patriarcado. Así es como se manifiesta a través de los medios de
comunicación, los círculos sociales y los tribunales de justicia esa
inconcebible complicidad ante las violaciones sexuales.
“No me lo cuentes” es la primera reacción ante
la noticia de una bebé de poco más de un año de vida, prácticamente
destrozada por la penetración del pene de su propio padre o de su
protector asignado por un juez de familia. Eso, porque no queremos saber
los detalles de uno de los episodios más crueles que es posible
imaginar contra un ser indefenso. Entonces se nos agolpan las imágenes
de nuestras propias hijas e inútilmente intentamos borrarlas para hacer
como que nunca nos hubiéramos enterado. Pero estos hechos nos
perseguirán porque, como sociedad, tenemos la responsabilidad de hacer
algo para evitarlos.
La violación es un crimen convertido en
costumbre, en una especie de derecho del macho, en una forma de
diversión para jaurías de jóvenes o adultos capaces de asaltar, torturar
e incluso asesinar a una niña o una mujer. La violación se considera
una manera de reafirmar la virilidad imponiéndose física y
psicológicamente sobre alguien del sexo opuesto o de su mismo sexo y por
ello se ha utilizado históricamente como táctica de guerra. La
violación ha sido la manera de someter a otro ser humano y arrebatarle
la dignidad.
Esto es una realidad a la cual se enfrenta la
mitad de la población mundial; esa mitad que para equiparar sus derechos
humanos con los de sus pares masculinos ha tenido que arriesgar la vida
y soportar múltiples campañas de desprestigio por tener los arrestos de
intentar un cambio radical. Pero los avances, aunque importantes, no
son suficientes. A las mujeres se les niegan sus derechos desde antes de
nacer y esa desigualdad contribuye a colocarla en posición de
inferioridad en su hogar, en su escuela y en su puesto de trabajo
durante todo el resto de su vida. Por ello, cuando denuncia una
violación o un acto de acoso, es la primera víctima del sistema. A ella
se la interroga con dureza, en ella recaerán las dudas y será sancionada
por ponerse en la situación objeto de su denuncia. De hecho, se la
condenará por haber tenido el descaro de poner de manifiesto uno de los
mayores vicios de la sociedad: la misoginia.
Si para las mujeres adultas el sistema
patriarcal representa un atentado a su integridad como ser humano, la
situación de una niña dependiente de las decisiones de los adultos que
la rodean puede llegar a ser una de las peores pesadillas si esos
adultos abusan de su debilidad y la convierten en una esclava sexual
desde sus primeros años de vida. Para estas prácticas inhumanas, sin
embargo, no existen obstáculos bien definidos porque la voz de las
víctimas apenas ahora comienza a escucharse.
Los depredadores sexuales son sujetos normales, respetados socialmente, amparados por el sistema.
AUDIO:
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