La Jornada
De acuerdo con un
análisis presentado ayer por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias
(CEEY), México padece una alarmante inmovilidad social ilustrada por los
siguientes datos: siete de cada 10 personas que nacen en familias
pobres no logran superar esa condición a lo largo de su vida, en tanto
que ocho de cada 10 que provienen de los círculos de mayores ingresos
tienen asegurada su permanencia en los estratos socioeconómicos más
altos y nueve de cada 10 no caerán nunca por debajo del nivel
intermedio.
En contraste, en Estados Unidos seis de cada 10 nacidos en pobreza
logran salir de ella, una relación que en Dinamarca, Suecia, Finlandia y
Noruega –en las antípodas de México en materia de política económica y
social– se incrementa a siete de cada 10. Otra estimación lacerante es
que si la economía nacional sigue creciendo al bajísimo ritmo promedio
al que lo ha hecho en las dos décadas recientes, tomará 70 años duplicar
el ingreso promedio de la población.
Este panorama debiera obligar a una revisión profunda del modelo
económico implantado en el país a partir de la década de los 80 del
siglo pasado, que se caracteriza por propiciar la desmesurada
concentración de la riqueza, la multiplicación de la marginación y la
pobreza, así como la supresión de mecanismos de movilidad social y de
políticas de redistribución del ingreso.
En estos aspectos resulta inevitable el contraste con las estrategias
sociales del de-sarrollo estabilizador, entre las cuales destacaban la
presencia de tres grandes sectores económicos –el privado, el estatal y
el social, en lo que se denonimó la
economía mixta–, el salario mínimo remunerador, el acceso masivo a la educación media superior y superior así como mecanismos para sostener la viabilidad de las actividades agropecuarias, programas de vivienda y de abasto popular, entre otros.
A raíz de las crisis de 1976 y 1982 el de-sarrollo
estabilizador fue desechado en conjunto por la generación de tecnócratas
que asumió el poder, y el neoliberalismo satanizó toda política
redistributiva. Se gobierna, desde entonces, con el viejo dogma del
libre mercado como regulador y corrector único y último de todas las
asimetrías y aberraciones sociales, y el resultado está a la vista:
según cifras oficiales, hay en el país 53 millones de pobres –otras
estimaciones elevan considerablemente ese número– y, a menos que se
reoriente la economía, 70 por ciento de ellos lo seguirán siendo durante
toda su vida.
Dicho de otro modo, si no se asume de una vez por todas que la aplicación en México del llamado
consenso de Washingtonse ha traducido en una tragedia social de enormes dimensiones y no se encauza al país por un modelo distinto, la pobreza seguirá siendo, para decenas de millones de mexicanos, una cadena perpetua y un castigo sin crimen de por medio.
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