Desde principios de 1980 hasta enero de 1992 el Estado salvadoreño y
los insurgentes se enfrentaron por el control del poder. El resultado:
75 mil muertos y 8 mil desaparecidos. En promedio morían violentamente
17 salvadoreños cada 24 horas.
El 16 de enero de 1992 el Estado salvadoreño y la guerrilla firmaron
la paz en la Ciudad de México, lo cual sólo fue posible por la
declaración francomexicana que reconoció a los guerrilleros como actores
políticos y beligerantes.
Uno de los puntos de ese acuerdo fue la instalación de la Comisión de
la Verdad de la ONU para investigar los crímenes de guerra cometidos
por los dos bandos. En enero de 1993 el informe ya estaba listo. En
marzo se conoció su principal resultado: la Fuerza Armada y los cuerpos
de seguridad bajo sus órdenes (Policía Nacional, Guardia Nacional,
Policía de Hacienda) eran responsables de más de 90% de los crímenes de
guerra, lo que convirtió a los mandos militares en autores intelectuales
y materiales de las peores masacres contra la población civil. Ejemplos
de ello fueron la matanza de los sacerdotes jesuitas en la Universidad
Centroamericana (UCA) en noviembre de 1989; la masacre del Mozote, con
más de 600 víctimas; y la del Sumpul, con más de 700.
En su informe, la comisión recomendó “sancionar las conductas”, es
decir, llevar ante la justicia a los criminales de guerra. Sin embargo,
el entonces presidente Alfredo Cristiani Burkard impulsó una estrategia
de protección de los altos mandos militares que concluyó en la amnistía
que aprobaron los diputados en 1993. El resultado inmediato fue la
obstaculización de las investigaciones de los asesinatos de opositores a
la dictadura militar, así como de las desapariciones, torturas,
violaciones y desplazamientos forzados.
Mientras avanzaba el proceso de “perdón y olvido” que impusieron por
decreto el gobierno de Cristiani y sus aliados, el Estado se reacomodaba
para cumplir los Acuerdos de Paz: los viejos cuerpos de seguridad
fueron sustituidos por cuerpos civiles, el Órgano Judicial expulsó a sus
peores jueces y se instituyó el Ministerio Público, entre otras
medidas. Esta reconfiguración explica que de 1994 a 1996 la Fiscalía
General de la República clasificara como “homicidios” los asesinatos y
las muertes accidentales.
Así, en 1994 se registraron 9 mil 135 homicidios; en 1995, 7 mil 877;
y en 1996, 8 mil 47. En este periodo la tasa de homicidios llegó a 139
por cada 100 mil habitantes.
El asesinato, como máxima expresión de la violencia, no se limitó al
periodo de la guerra. Desde los años treinta del siglo pasado se tiene
constancia de que las muertes violentas ocurrían todos los días. En
1934, por ejemplo, fueron asesinadas mil 388 personas, es decir, un
promedio de tres a cuatro cada día, de acuerdo con un artículo publicado
en La Prensa Gráfica el 14 de diciembre de 2014. Muchos de esos
crímenes fueron cometidos en reyertas entre borrachos y robos.
A finales de los años sesenta la tasa de asesinatos era de 30 muertes
por cada 100 mil habitantes; para 1974 se incrementó a 33. Después vino
el conflicto armado.
Los Acuerdos de Paz cerraron ese ciclo de violencia política, pero uno nuevo se gestaba.
En 1993 una encuesta del Instituto Centroamericano de Opinión Pública
de la UCA (IUDOP) advirtió que casi la mitad de los salvadoreños dijo
que padecía el acoso de las pandillas en su comunidad. Tres años después
la misma casa de estudios realizó otra encuesta y la principal
conclusión de los salvadoreños fue: la “violencia criminal” es “mucho
peor” que la guerra porque “si uno no se metía en política no lo
mataban; ahora sí: en la casa puede estar uno y ahí lo matan”.
Los pandilleros deportados de Estados Unidos regresaron al país, de
donde habían huido por la violencia y la pobreza. La delincuencia se
enquistó en familias desintegradas y en las comunidades marginales que
fundaron en terrenos privados las masas poblacionales desplazadas de las
zonas rurales durante la guerra, con viviendas hacinadas, sin acceso a
educación, salud y empleo.
“Al ser deportados algunos de ellos, por sus actividades fuera de la
ley, encontraron un caldo de cultivo en la desintegración de comunidades
pobres, con alto nivel de exclusión, y el fenómeno pandilleril creció
exponencialmente”, escribió el exdiputado Héctor Dada Hirezi en su
artículo La situación de El Salvador: antecedentes, evolución y retos,
publicado en septiembre de 2017.
Entre mediados y finales de los años noventa, el país volvió a quedar
atrapado entre la pobreza y la marginación social, lo que favoreció la
violencia criminal.
Después de la mano dura
El 23 de julio de 2003 el entonces presidente Francisco Flores ordenó
la implementación del plan Mano Dura con el propósito, según sus
intervenciones públicas, de desarticular las bandas delictivas Barrio 18
y Mara Salvatrucha (MS-13). Ese año la Policía Nacional Civil (PNC)
registró 2 mil 197 asesinatos, una tasa de 39.7 homicidios por cada 100
mil habitantes.
El 31 de agosto de 2004, el nuevo mandatario Elías Antonio Saca lanzó
el plan Súper Mano Dura, que también se concentraba en detenciones
masivas de supuestos pandilleros, militarización, encarcelamiento
indiscriminado, entre otros métodos. El resultado: de 2004 a 2009 la
tasa de homicidios aumentó de 49.7 a 71 por cada 100 mil habitantes, y
de 2 mil 773 asesinatos a 4 mil 382.
En 2009 ganaron las elecciones Mauricio Funes y el FMLN. De 2010 a
2011 se registraron 8 mil 347 asesinatos. La tasa osciló entre 64.8 y
70.1 homicidios por cada 100 mil habitantes.
Entre febrero y marzo de 2012, sin embargo, esos crímenes
disminuyeron notablemente. El gobierno auspició la tregua entre las
pandillas. Fue un proceso completamente diferente al ocurrido en los
años noventa con la exguerrilla.
El promedio de muertes violentas cayó de 14 a cinco diarios. Pero la
tregua terminó. En 2014 asumió la presidencia Salvador Sánchez Cerén y
se distanció de Funes. En 2015 fueron asesinadas 6 mil 670 personas,
aunque al año siguiente la cifra bajó a 5 mil 278.
Durante la tregua no se conoció, ni oficial ni extraoficialmente, que
los cabecillas de las bandas fueran amnistiados. Hacerlo, además,
habría implicado reconocer lo que no eran: actores políticos. El Estado,
al darles concesiones, lo hizo sin dejar de tratarlos como
delincuentes. Una vez terminada la tregua, esas concesiones terminaron.
El incremento de la violencia fue atribuido a la guerra entre
pandillas, a los asesinatos que cometieron grupos de exterminio formados
por policías y militares, así como a la guerra entre el Estado y la
delincuencia organizada.
Este reportaje se publicó el 6 de mayo de 2018 en la edición 2166 de la revista Proceso.
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