Conversábamos mis amigas y yo: nuestros/as hijos/as, la distancia, la nostalgia, y algo que nos salta de golpe, muy parecido al clásico del “nido vacío” que era todo un tema en la generación de mi madre.
Sentí –en esa conversación acerca de las infancias y adolescencias que
se fueron y las ausencias omnipresentes que se quedan– que comenzaba a
deslizarme hacia territorios de tintes dramáticos. “Libertad Lamarque, c’est moi”, me digo a mi misma cuando ya es hora de controlarse. Ya saben, domesticar esas modalidades maternas del desgobierno. “Cuando los hijos se van, esa cotidianidad que se pierde. Ya no compartir momentos de cada día. La inmensidad del océano”, etc. De golpe mi celular emitió un sonidito, ya ven que esos bichos suelen tener vida propia. Un mensaje por What’s App: “Ma, ¿cambiaste la clave de Netflix?” El mensajito, así de inmediato, así de doméstico, me hizo reírme a carcajadas. Qué tiempos ahora, qué tiempos aquellos.
Una olvida la clave de Netflix acá y la tiene que cambiar y un hijo enciende su tele hasta por allá y no puede continuar viendo su serie. No sólo eso, el hijo también puede lanzar un reproche de inmediato. ¿Cómo se le llama ahora? En “tiempo real”. Una responde de inmediato por mensaje. O, le pica a un telefonito en la aplicación
y llama. Sí, te levantas del sofá de tu amiga y sales a la terraza y
llamas. Les parece de lo más normal, ¿verdad? Seguro los jóvenes no
entienden lo que intento explicarles en tal estado de fascinación. Ese
segundo de una clave trasatlántica me reveló a qué punto sigo sin entender las dimensiones del milagro. Bueno, se llama “tecnología”, “ciencia”. Para abreviar, digamos: el milagro.
Sucedía sobre todo en domingo. “Tu mamá no está bien”, decía mi padre –con tono muy inquieto– en aquellas llamadas de “larga distancia”, así se llamaban. “¿Local o larga distancia,
su llamada?” “¿Qué le pasa?” “Siente que la casa se quedó demasiado
sola sin ustedes”. Una o dos veces por semanas nos comunicábamos por
teléfono. A veces tres, pero ya era un exceso. Sollozábamos un poco, nos
contábamos algún tramito de vida. Aún hacia adentro del país, las llamadas
no eran baratas. En algún momento se escuchaba la voz de mi papá con
alguna versión del “ya cuelguen”. “Pero, no lo puedo creer. ¿Siguen en
el teléfono? Son ustedes un par de chachalacas”. Así se decía por allá.
El verbo es “chachalaquear”. Ni hablar de las “largas distancias
internacionales” que arruinaban familias. Ahora, videollamada: “¿Ma, me acompañas mientras me hago de cenar? Computadora colocada de manera estratégica, veo a Jerónimo cocinándose una pasta. Opino. “Como que le falta ajo, ¿no?” Muy pronto, estoy segura, podremos hasta sentir el olor en esa cocina.
Por aquellas épocas remotas en las que las distancias eran muy largas, larguísimas, solíamos escribir cartas.
Es decir, una iba al buzón y en la pilita de sobres, además de su
recibo Telmex y de su recibo de la Comisión Federal de Electricidad y de
la publicidad de un plomero, y de la del Fitness que va a transformar su vida forever,
llegaban cartas personales. Íntimas. Para escribirlas se necesitaba de
una hoja, (o dos, o tres…) una pluma o un lápiz. Y una letra que se
intentara mínimamente legible. Para mis tiempos de escribir cartas ya no se exigía la rimbombancia de la letra Palmer, pero había que esforzarse. “Te mando mi cariño, a vuelta de correo”.
Lo
escribo y me siento como personaje decimonónico, pero, créanme, es
bastante más reciente que eso. Una vez la carta escrita se doblaba con
meticulosidad para que el papel quedara parejito. Se insertaba en un
sobre que se cerraba de un lengüetazo sobre el pegamento. Claro que esta
técnica se usó para envenenar a más de una/o. De hecho, la persona se
envenenaba solita, la otra sólo había colocado el arsénico. Una vez
guardada la carta una salía de la casa y caminaba – con la satisfacción
del deber amoroso cumplido– hasta las oficinas de correos. Podían
elegirse los timbres. También las hojitas y los sobres.
¿Cómo imaginar lo que vendría después? El “género epistolar” se convirtió en un ejercicio menos ceremonioso, tanto más accesible. Tan distinto. La cámara de video irrumpió con ese milagro del “tiempo real”.
Mi hijo camina y me va mostrando su calle. “Mira, la panadería”. Entra.
Saludo a la entera familia de la panadera quienes a su vez me saludan.
Elegimos sus panecitos para mañana. Salimos de nuevo a la calle. Los
carros, cantidades de personas en bicicleta. Una vecina agita la mano y
exclama: “Mekiko, Mekiko”, con gran entusiasmo. Yo también agito la mano
de lo más contenta. Como si todo lo anterior fuera poco, de golpe, ya
estamos dos de mis hijos y yo conversando. Ajá. ¡Diosas
del verlo para creerlo! Los miro en la pantalla: el primero ya entró a
un café, el otro está en la puerta de una biblioteca. Las perruchis y yo
fascinadas nos amontonamos en el sofá de la sala. Mi hijo el que está
en la biblioteca nos dice que, si nos callamos, nos la muestra. Nos
callamos.
Qué abismos con “aquellos tiempos”. El sábado mi hijo
mayor estaba en un museo, me llegó la foto de una pintura de Chagall,
“la vi de lejos y corrí a tomar la foto para ti”. Una puede mirar lo que
su hijo mira en ese momento. Una puede compartir al instante lo que le gusta, lo que le llama, lo que le conmueve. Las inimaginables dimensiones del milagro. ¿Qué puede haber de más hermoso que ese mensajito que nos ofrece la ilusión de que aún podemos “cuidarlos”? Compartir tantito sus día a día. Tan lejos, tan cerca. “Ma, ¿cambiaste la contraseña de Netflix”.
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