Editorial La Jornada
El fenómeno conocido como
inversiónen los rendimientos de los bonos del Tesoro de Estados Unidos (es decir, que los papeles a 10 años ofrecen un rendimiento menor al de los que se pagan a dos años) atizó ayer los temores de una recesión económica mundial y llevó al desplome de los principales indicadores bursátiles estadunidenses. Ya lastimados desde inicios de mes, el Dow Jones (que mide el desempeño de las 30 mayores compañías estadunidenses) cayó 3.1 por ciento, el Standard & Poor’s 500 retrocedió 2.9 por ciento y el índice tecnológico Nasdaq, 3 por ciento.
Las caídas en las bolsas neoyorquinas estuvieron acompañadas por la
publicación de datos desalentadores en la segunda y cuarta mayores
economías del mundo: la producción industrial china tuvo su crecimiento
anual más débil desde 1990, en tanto que Alemania presentó su primer año
sin crecimiento desde 2013, así como una caída de 0.1 por ciento de su
producto interno bruto entre el primer y el segundo trimestres del año.
Para la mayoría de los observadores no hay duda de que las causas de
esta turbulencia financiera se encuentran, de manera primordial, en las
guerras comerciales y otros conflictos tanto domésticos como
internacionales emprendidos desde el inicio de su mandato por el
presidente Donald Trump, y en particular en su escalada arancelaria
contra China, segundo mayor socio comercial de la superpotencia, además
de su mayor acreedor. Sin embargo, el mandatario descarta que la
incertidumbre en los mercados financieros sea resultado de los frentes
abiertos por su administración –por la vía oficial o por la preferida
del magnate, Twitter– con China, México, Irán, Rusia, Venezuela, Cuba,
la Unión Europea, el Departamento de Justicia y la Organización Mundial
de Comercio, entre otros. En cambio, según Trump, toda la
responsabilidad por los nubarrones de recesión ha de achacarse a la
Reserva Federal estadunidense y a la negativa de su junta directiva a
aplicar el drástico recorte a las tasas de interés que, insiste el
republicano, llevaría por sí mismo al despegue automático del conjunto
de la economía.
Lo evidente es que los actos del inquilino de la Casa Blanca se guían
por una fobia generalizada a cualquier agente económico o político que
no se someta a sus caprichos y está igualmente claro que cuando tal
fobia la padece quien tiene a su cargo la mayor economía del mundo,
tarde o temprano habrá de producirse una crisis como la que en estos
momentos parece inminente.
Más allá de Trump y de su peculiar reparto de culpas, la
incertidumbre en las finanzas globales es motivo de preocupación por sus
severas consecuencias sobre la economía mexicana: como consecuencia de
la turbulencia financiera en el país vecino, el peso rompió
temporalmente la barrera sicológica de las 20 unidades por dólar, la
Bolsa Mexicana de Valores registró su nivel más bajo en cinco años, y
los rendimientos de los bonos gubernamentales experimentaron un alza a
fin de contener la fuga de divisas. Como se ha repetido en este espacio,
estos vaivenes abruptos se explican porque durante décadas la economía
nacional se construyó como una mera subsidiaria de la estadunidense o se
supeditó a ella hasta el grado de dar vida a la expresión según la cual
cuando Estados Unidos estornuda, a México le da pulmonía.
En suma, el trance actual constituye una prueba más de la urgencia de
diversificar los intercambios de la nación como única vía para reducir
el impacto que la presencia de un gobierno impredecible y pendenciero en
nuestro país vecino del norte puede tener sobre el bienestar económico
de todos los mexicanos.
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