Uno de los fenómenos
que mejor ejemplifican las transiciones políticas en la mayor parte de
los Estado occidentales es el que gira en torno de las resistencias
presentadas por los sectores burocráticos a las plataformas de gobierno
en turno. Entre más amplios y más profundos sean los reacomodos de
intereses introducidos en este ámbito por un mandatario y su gabinete,
mayores son los descontentos, las fricciones y las resistencias con las
que contesta la burocracia del régimen anterior en cuestión. ¿La razón?
Todo proyecto de gobierno requiere de una burocracia que le sea efectiva
no sólo en la legitimación de los fundamentos ideológicos que le dan
sustento y aceptación entre el resto de la ciudadanía, sino, además y
fundamentalmente, en los términos operativos y administrativos que busca
promover. Después de todo, un gobierno sin una administración pública
que cierre filas con él, en cualquiera de sus niveles y órdenes, es
simplemente incapaz de operar.
En México, la transición de
intereses planteada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha
pasado los últimos seis meses (los únicos seis que lleva siendo,
efectivamente, gobierno) reacomodando a las burocracias que construyeron
los últimos dos sexenios haciendo uso de los recortes presupuestales y
de la más general apuesta de ahorro de los dineros públicos denominada
Austeridad Republicana. Pero no sólo, pues además de las múltiples victimas
que ya han arrojado los despidos de personal no indispensable para
cubrir con las necesidades y las demandas administrativas, de gestión y
operativas de la 4T, en los puestos públicos no definitivos en los que
aún se mantuvieron márgenes de maniobra amplios para reemplazar a
personal viejo por nuevo se ha sustituido a esa fuerza laboral por
personalidades afines, próximas y de confianza a los mandos en turno.
En general, tales movimientos no son para sorprenderse y mucho menos
para escandalizarse. Es un hecho que, en la forma en la que se ha
concebido al servicio público mexicano durante años, un factor esencial
es el de aceptar que burócratas van y burócratas vienen de acuerdo con
la cercanía que estos tengan con los hombres y las mujeres al mando
dentro de las dependencias públicas, en sus múltiples jerarquías
administrativas. Lo nuevo, lo hasta cierto punto inédito en la historia
reciente de este país (y sólo en la reciente, porque en el largo plazo
es un hecho que ocurrió en diversas ocasiones) es que la profundidad y
la amplitud de los reacomodos gestionados se está orientando hacia el
estricto desplazamiento de los trabajadores y las trabajadoras al
servicio del Estado fuera de sus circuitos laborales.
Es decir,
la novedad radica en que, contrario a la regla que rigió en los últimos
cuatro sexenios, en donde la burocracia simplemente creció
desmedidamente (por la creación de entidades y organismos, por el
seccionamiento de direcciones y unidades en dos, tres y hasta más
subdivisiones, por la duplicación de puestos, etc.), en este gobierno,
el mandato es despedir y no contratar más (o por lo menos no en los
niveles anteriores, y todo dentro del marco de que las contrataciones
sean, apenas, para reemplazar a la fuerza laboral, y no para
engrosarla). La cantidad de orfandades que esa práctica ya ha producido
es de alrededor de los cien mil despidos; dato que, por sí mismo, ya
parece excesivo. Sin embargo, si éste se pone en perspectiva, frente al
más de millón y medio de trabajadores del Estado, resulta eclipsado.
Es, en apariencia, una contradicción ideológica que haya sido con los
gobiernos más neoliberales de México con los que la burocracia terminara
creciendo de manera tan apresurada, y que ahora sea un gobierno que
levanta la bandera de la izquierda el que busca reducir esa magnitud. Y
es que, en efecto, el solo hecho de que el gobierno de López Obrador
esté despidiendo a personal contrasta profundamente con, por ejemplo, el
incremento tan amplio que se dio en el número de trabajadores públicos
durante los dos sexenios pasados; pues de contarse con un millón
doscientos mil empleados y empleadas en 2006, diez años después se
terminó con un millón quinientos sesenta y siete mil trescientos ochenta y un
servidores y servidoras públicas. Si ese incremento se corresponde con
las exigencias que le plantea al Estado el igualmente acelerado
crecimiento de la población, de la actividad económica, de la
complejidad de los procesos sociales y con las necesidades demandadas en
cada aspecto de la vida cotidiana de la ciudadanía es algo que aún
queda por descifrar.
Lo que es un hecho, no obstante lo
anterior, es que, muy a pesar del dogma neoliberal defendido en el
discurso y en la práctica de políticas públicas en la última década,
para la casta política que gobierna este país, ya no sólo los puestos de
elección popular son un privilegio de clase al que hay que defender —y,
en la medida de lo posible, mantener en un delicado equilibrio en el
que el numero de beneficiados se ensanche de vez en vez, pero sin llegar
a ser un espacio de dominio público general, o al que cualquiera sea
capaz de acceder—, sino que, además, aquellos pertenecientes al ramo de
la administración pública también lo son. Los sueldos de burócratas
mayores a los de diputados, senadores o secretarios de Estado y la
cantidad de asesores por político en cada dependencia, son apenas dos
coordenadas que dan cuenta de que el servicio público ha sido
reivindicado por gobiernos priístas y panistas como un modus vivendide clase.
Ese modus vivendi
privilegiado, por supuesto, no es una generalidad que se extienda a
todas las capas de la administración pública (aunque no habría que
desconocer, sin embargo, que son un sector que se encuentra en mejores
condiciones laborales que el promedio de la población; sobre todo en lo
concerniente a las prestaciones y otros derechos conquistados a lo largo
de los años). Y es que, los verdaderos privilegios se encuentran
acotados a círculos reducidos, herméticos, a los que aun formando parte
de la propia burocracia es difícil acceder por otra vía que no sea el
nepotismo (o su versión ampliada: el compadrazgo). De cualquier manera,
lo que es un hecho, hoy, es que cien mil personas tenían un empleo
relativamente bien remunerado a principios del 2019, y hoy ya no (habría
que hacer un seguimiento sobre el número de personas que lograron
reinsertarse al mercado de trabajo en este periodo). Para ponerlo en
perspectiva, es un tercio del número de empleos formales registrados
para el mismo periodo de seis meses.
Ahora bien, en esta
batalla, el frente más reciente que se ha abierto para el gobierno en
funciones está del lado de uno de los sectores más sensibles tanto para
la estructura estatal como para la ciudadanía: el de los cuerpos de
seguridad pública. Es el caso, pues, de la Policía Federal y la actual
posición de protesta en la que se encuentra, por causa de la
reorganización que se está implementando en la estrategia de seguridad a
través de las actividades de la Guardia Nacional.
De acuerdo con el posicionamiento oficial
de los sectores en resistencia, lo que le están discutiendo al gobierno
de Andrés Manuel tiene un carácter estrictamente laboral: las primas
vacacionales, las prestaciones que complementan el sueldo base de menos
de cinco mil pesos mensuales que perciben, la prestación de contar con
cinco días inhábiles por veinticinco de trabajo al hilo, la antigüedad y
el rango conquistados, etc., son algunos de los puntos nodales que han
colocado sobre la mesa de discusión. En esto, para decirlo claro, han
presentado una estrategia de colectivización y unificación más palpable,
precisa y concreta de la que hasta ahora no ha sido posible ver en
otros ámbitos de la administración pública.
El problema con la
Policía Federal viene dado, en parte, del entendido de que el único
documento rector del proceso de integración de la Guardia Nacional (Acuerdo
por el que se establecen los elementos de la Policía Federal, de la
Policía Militar y de la Policía Naval que integrarán la Guardia
Nacional) establece ciertas directrices muy precisas para las
Policías Militar y Naval, pero no para la Federal. Tal es el caso del
respecto a los grados alcanzados en sus instituciones de origen, las
prestaciones y servicios de los que son beneficiarios, el reconocimiento
de las capacitaciones tomadas en el marco de la Guardia Nacional y
demás. De ahí, entonces, que los reclamos de los integrantes de la
Policía Federal se estén centrando en ese trato diferenciado y en los
múltiples vacíos que han quedado a raíz del acuerdo en comento.
Más allá de eso (que es de suma importancia si el gobierno desea tener
elementos competitivos en su nuevo cuerpo de seguridad militarizado),
sin embargo, lo que realmente parece estar de fondo en las
inconformidades planteadas por la Policía Federal es que el proceso de
incorporación de estos elementos a la Guardia Nacional supone, de facto,
un alistamiento (aunque sea temporal) a una institución castrense,
tanto por el entrenamiento que recibirán como por la cadena de mando a
la que serán sometidos, la disciplina a la que se les sujetará y el
estilo de vida encuartelado que privará en su vida diaria. Pero también,
y sobre todo, por las labores de combate directo al crimen organizado
en las que se pretende ocuparlas.
Y es que, si bien es cierto
que los últimos dos sexenios se caracterizaron por una intensiva y
progresiva militarización de los cuerpos de seguridad pública
ciudadanos, y también por su uso en el combate armado al crimen
organizado (dos aspectos, en consecuencia, que no son nuevos para la
Policía Federal), también lo es que la manera en que aquello operaba es
por completo distinta al nuevo modelo que se está operando vía la
Guardia Nacional. En parte, no sólo porque estos elementos ahora deberán
de renunciar a la relativa autonomía con la que contaban en las
operaciones de seguridad que les eran asignadas —pues ahora trabajaran
hombro a hombro con elementos militares, en las mismas operaciones y
bajo los mismos estándares—, sino, también, porque, de facto, estarían
ellos mismos militarizando su propio actuar y el resto de su vida (algo
que, si hubiesen deseado desde el principio de su carrera, no habrían
optado por ingresar a una institución civil).
En este sentido,
el gobierno de López Obrador está empujando con fuerza en esa dirección
porque está convencido de que la disciplina y la operación militar son
la real solución al problema de violencia que viven los mexicanos y las
mexicanas (respuesta calcara al carbón de la lógica militarista de
Felipe Calderón), pero también porque es un hecho innegable que el
desempeño de esta policía, si bien es relativamente mejor que el de las
estatales y las municipales, también se encuentra marcado por una
historia de varios años de corrupción, violencia y colusión con el
crimen organizado al que hoy dicen haber estado combatiendo desde
siempre.
Sin duda, como en el caso de la burocracia, la regla
general debe contar con múltiples salvedades. Y en esto, los elementos
de la Policía Federal han sido insistentes, exigiendo pruebas al
presidente que respalden sus dichos sobre la corrupción y la podredumbre
imperante en la corporación, por un lado; y argumentando que existen
miles de elementos que son honestos, profesionales y capaces (más allá
de su obesidad, argumentan, en un empleo que, por definición, requiere
de altos estándares en términos de salud y desempeño físico). ¡Sin duda!
La falsedad en ese argumento es, sin embargo, que las deficiencias que
se están señalando en la corporación no parten del diagnóstico
personalista de las fuerzas de tropa, sino de las estructuras que
administran a la propia institución en favor de grupos criminales. Y
eso, hay que ser claros, no pasa por el cariz del reconocimiento de
esfuerzos individuales en la tropa.
Es claro que uno de los
rasgos que más está perturbando a estos elementos en resistencia tiene
que ver con el régimen de vida que llevarían introduciéndose en los
canales de operación castrenses. Y por ello no es casual que estén
haciendo tanto énfasis en que no sólo no se les evalúe su desempeño y
competitividad de manera diferenciada a la de los elementos del
ejército, sino que, simplemente no se les realicen evaluaciones tan
estrictas (el tema de la masa corporal es clarísimo en este sentido). Y
es que si bien en las instituciones castrenses nacionales también
abundan los ejemplos de elementos con sobrepeso, con problemas de salud
serios (y similares o derivados), la generalidad de estos se dan en
funciones administrativas y no operativas, como ocurre con la Policía
Federal.
Por eso, además, cuando estos elementos alegan que
mantienen un nivel de preparación y capacitación con certificación y
reconocimiento internacional (en Rusia, Israel y Estados Unidos), habría
que recordar sólo dos coordenadas:
- A lo largo de la guerra en contra del narcotráfico, en los sexenios pasados, fueron cuatro veces más los enfrentamientos en los que se embarcaron elementos del ejército que los que fueron desempeñados por la Policía Federal.
- En términos de su letalidad, la Policía Federal se mantuvo uno a uno en el número de muertes causadas por enfrentamiento; es decir, un civil asesinado por un federal y un federal asesinado por un civil. Comparado este dato con el del ejército, para esta institución el número fue de cuatro civiles asesinados por militares y un militar asesinado por civiles. Esto es, el índice de letalidad del ejercito siempre ha sido mayor que el de la Policía Federal: aquel es más eficiente para matar a sus oponentes que ésta.
En la lógica de la estrategia de seguridad de la 4T, la Policía Federal
es mucho menos eficiente que el ejército para cumplir las labores que
el contexto de violencia demanda (no debe pasarse por alto que el
discurso se ha ido endureciendo para exaltar cada vez más la importancia
de las fuerzas castrenses en este rubro). De ahí su empuje por
desaparecer a una corporación que no únicamente le es ineficiente (muy
poco letal), sino, además, que le representa una carga en temas de
corrupción y colusión con el crimen organizado. Lograr su integración a
la Guardia Nacional es una salida fácil. Y el éxito de esta operación
dependerá del estira y afloja con el que se postren ante el gobierno los
policías en resistencia.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, https://cemapinternacional.com
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