(Proceso).- El ataque masivo
en una tienda de El Paso, Texas, ejecutado por un supremacista blanco
–quien pocos minutos antes de cometerlo subió un manifiesto en redes
sociales en el cual señalaba que era una respuesta a “la invasión
hispánica de Texas”– ha sacudido a la opinión pública mundial. Esas
palabras coinciden con la idea, promovida por el presidente Donald
Trump, de una invasión desde la frontera sur de los Estados Unidos
integrada por migrantes que llegan a violar, quitar empleos y destruir
la identidad de los Estados Unidos. La tragedia de El Paso hace evidente
la dimensión del daño que puede producir el discurso de odio que emana
directamente de la Casa Blanca. Para el gobierno de López Obrador
reaccionar ante lo ocurrido es un reto mayor para su política exterior.
Llevar a cabo una matanza en una ciudad en la que 80% de la población
son hispanos, en su mayoría mexicanos, y en una tienda que en esos
momentos estaba abarrotada de habitantes de la vecina Ciudad Juárez,
hace de ese evento uno de los actos raciales más dolorosos en la
historia contemporánea de los Estados Unidos dirigido específicamente
hacia mexicanos.
El ataque en El Paso expresa bien la mezcla de racismo, nacionalismo
enfermizo y animadversión hacia la migración proveniente del sur de
Estados Unidos que ha transformado la migración en un elemento que,
según grupos supremacistas, atenta contra los valores de Estados
Unidos. No es la primera vez que sentimientos antimexicanos afloran.
Numerosos ejemplos pueden darse de situaciones en que los migrantes
mexicanos han sido víctimas de discriminaciones, injusticias y
humillaciones.
Sin embargo, en los últimos años varios elementos se han combinado
para convertir esos sentimientos en algo más complejo, peligroso y
difícil de combatir. El nacionalismo supremacista blanco ha crecido
notoriamente en los últimos años, inspirándose en experiencias que
ocurren en diversos países, transmitidas por los nuevos medios de
comunicación. Notorio que el asesino de El Paso haya expresado su
admiración por los ataques contra templos islámicos en Nueva Zelandia.
Los crímenes de odio dirigidos hacia diversos grupos minoritarios han
encontrado un fuerte apoyo en el discurso del presidente Trump. Su
fuerte acento antimigrante mantiene toda su vitalidad, a pesar de
declaraciones coyunturales que puede hacer con motivo de los
acontecimientos de El Paso y Dayton, Ohio. Por ejemplo, en fechas muy
recientes, durante un mitin en Florida, Trump preguntó a los asistentes
cómo contener la “invasión” de migrantes por la frontera sur. Mátalos,
se oyó decir; semejante propuesta provocó el regocijo de los
participantes confirmando el ánimo que domina en los eventos convocados
por el actual presidente de Estados Unidos.
Hay suficientes motivos para creer que durante la campaña electoral
que ya está en marcha el terrorismo nacionalista blanco provocará nuevas
matanzas. Se trata de un fenómeno que evoluciona rápidamente y que
algunos analistas comparan con la fuerza de atracción ideológica que
ejerce el islamismo radical y con los efectos destructivos que éste
produce. Las acciones inspiradas en el discurso de odio contra migrantes
y, en general grupos étnicos o religiosos distintos a la América
blanca, son actualmente una de las formas más peligrosas de terrorismo.
La situación anterior presenta enormes retos a la política exterior
del gobierno de López Obrador, en particular a la forma en que se
conduce la relación con el presidente Trump. Son bien conocidas las
aspiraciones de AMLO para los primeros años de su gobierno. Un ambicioso
proyecto de transformación interna le obliga, según su punto de vista, a
concentrar esfuerzos en los problemas internos, dejando en muy segundo
término la política exterior.
Salir al extranjero, dedicar esfuerzos a disminuir la vulnerabilidad
frente a Estados Unidos, encontrar aliados o legitimarse en el ámbito
internacional son consideradas tareas inútiles. Mantener en tono menor
los problemas con el exterior y asegurar buena relación con Trump ha
sido un objetivo prioritario.
Como en otros ámbitos del gobierno de López Obrador, la realidad no
ha correspondido a sus expectativas. Las presiones provenientes del
vecino del norte han sido mucho menos amables y generosas de lo
esperado. Baste citar la amenaza de aplicar aranceles progresivos a las
exportaciones mexicanas a Estados Unidos si no se cumplen las demandas
en materia de migración. Una de las acciones más agresivas de las que se
tenga memoria en el comercio internacional.
Sin embargo, la narrativa de conciliación con Trump que defiende AMLO
no ha cambiado. Es evidente en la entrevista concedida a Bloomberg para
evitar pronunciarse sobre los contratiempos que enfrenta la relación
con Estados Unidos. Ahora bien, la matanza en El Paso ha hecho imposible
mantener esa línea. La tarea de encontrar otra narrativa y fijar nuevas
posiciones hacia Estados Unidos era urgente. Ha sido asignada al
canciller Marcelo Ebrard.
Las primeras declaraciones de Ebrard con relación a los problemas de
El Paso –un acto de barbarie inaceptable–, así como su traslado
inmediato a esa ciudad, han tenido buen efecto mediático. Menos
atractivas han sido sus propuestas de pedir la extradición del asesino a
México para ser juzgado por terrorismo (imposible ignorar las
debilidades de nuestro sistema de justicia) o la intención de tomar
acciones legales contra la armería que vendió el arma utilizada en la
matanza, proceso muy largo de resultados muy inciertos.
La tragedia de El Paso puede ser el punto de partida hacia una
política exterior con miras de largo plazo que proporcionen a México la
oportunidad de adquirir un papel relevante en temas pertinentes para los
momentos que se viven interna y externamente. Dos propuestas vienen a
la mente: la primera es insistir en el tema del control sobre el tráfico
de armas a México. No se trata de inmiscuirse en un problema tan
divisivo al interior de los Estados Unidos como es lo relacionado con la
segunda enmienda constitucional o la Asociación Nacional del Rifle. Se
trata de insistir en intercambiar información, tener bases de datos que
permitan trazar el camino de las armas con las cuales se comete el mayor
número de crímenes en México. Sería un primer paso hacia la
cooperación, a través de un grupo binacional, para enfrentar un problema
muy serio para la seguridad nacional del país.
Una segunda propuesta tiene que ver con convertirse en promotores, a
nivel internacional, de la lucha contra el terrorismo supremacista
blanco. Condenar el discurso de odio, promover su firme rechazo, poner
en la agenda de los organismos internacionales el terrorismo contra
migrantes para que se persiga al igual que se hace con el terrorismo
islámico. Una resolución en la Asamblea General de la ONU encabezada con
toda legitimidad por México podría obtener un primer éxito. El
terrorismo contra mexicanos es un asunto que merece la más alta atención
de la política exterior de México.
Este análisis se publicó el 11 de agosto de 2019 en la edición 2232 de la revista Proceso.
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