Millones de estudiantes de
diversos niveles educativos iniciaron el lunes reciente un nuevo ciclo
lectivo en condiciones inéditas y extrañas para la gran mayoría: la de
la educación a distancia, sea a través de señales televisivas –la forma
predominante–, por videoconferencias o con una combinación de ambas. Si
el arranque de las clases presenciales conlleva un enorme esfuerzo
organizativo, tanto gubernamental como social, es difícil imaginar lo
que ha representado mudar el sistema educativo de las aulas a las
pantallas de televisión, de computadora, de tableta o de teléfono
celular.
La elemental prudencia sanitaria no dejaba otra salida; el regreso
físico a las escuelas habría significado un brusco incremento de la
movilidad –es decir, la salida al espacio público de millones de
alumnos, maestros y padres y madres– y, por tanto, el riesgo de un
rebrote descontrolado de la pandemia de Covid-19. No se trataba, pues,
de una disyuntiva fácil. En algunos países europeos el regreso a clases
en el contexto del desconfinamiento se realizó mediante la aplicación
del distanciamiento social en los planteles, una vía que en nuestro
entorno no parecía practicable sin exponer a los escolares –y, con
ellos, al conjunto de la población– a una nueva oleada de contagios.
Desde luego, el país no estaba preparado para un cambio tan radical
en las modalidades de la enseñanza, y no deja de resultar injusto que se
acuse a las autoridades educativas de improvisación. Sí, la
implantación masiva de la educación a distancia tenía que improvisarse
–a menos que se condenara a toda una generación de educandos a perder el
año lectivo o se corriera el riesgo de rebrotes epidémicos– porque
debía efectuarse en un plazo de pocos meses.
Lo anterior no significa que esta salida forzada esté funcionando
bien en todos los casos ni en todos los escenarios regionales y
socioeconómicos. Hay, de entrada, un problema irresoluble en el plazo
inmediato, que es la existencia de grandes zonas rurales, e incluso
urbanas del territorio nacional, en las que la señal televisiva es
deficiente o nula, como lo es más aún la cobertura digital.
Debe considerarse también que amplios sectores de la población no
tienen acceso a una señal continua de televisión e Internet, y ni
siquiera de telefonía fija o celular, condiciones indispensables para
esta modalidad educativa. En muchos hogares existe un solo aparato
receptor, o una sola computadora, y los educandos deben competir por el
uso de esos dispositivos con sus hermanos y con sus padres –muchos de
ellos, a su vez, anclados al trabajo en casa–, con frecuencia en
espacios hacinados, no necesariamente armónicos y precarizados por las
adversidades económicas que trajo aparejadas la pandemia. Y a todo lo
anterior deben agregarse las inconsistencias y los fallos que tuvieron
que ocurrir de manera inevitable al mudar los planes y las herramientas
de estudio de lo presencial a lo virtual.
En estas circunstancias resulta obligado, por una parte, acelerar
hasta donde sea posible el desarrollo de Internet para Todos, el
programa gubernamental que aspira a dar cobertura de señal digital a la
totalidad de la población, así como a procurar la incorporación de todos
los recursos ya existentes, como radios comunitarias y redes locales,
en el esfuerzo educativo.
Pero es necesario también focalizar el trabajo en grupos de población
que sufren de marginación digital y tecnológica, lo que significa nada
menos que distribuir dispositivos de telecomunicaciones que son, en la
situación actual, tan necesarios como los libros de texto, y capacitar
de manera masiva sobre su utilización a centenares de miles o a millones
de niños, jóvenes y adultos.
Un desafío de esta magnitud puede verse como un problema abrumador e
irresoluble, pero también como una oportunidad para acelerar el paso en
la superación de las abismales desigualdades sociales, asegurar la
educación digital de toda una generación y reactivar la economía
mediante la fabricación nacional de importantes volúmenes de aparatos de
telecomunicaciones y de dispositivos personales. Con el antecedente de
los ventiladores mecánicos diseñados y producidos en México en
condiciones de urgencia, este otro reto no tiene por qué ser imposible.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario