El apocalíptico año 2020 no
sólo tiene el jinete del Covid-19, también el del cambio climático. Con
ropas de sequía recorre el inmenso cuadrante de Norteamérica, desde
Oregon y Montana, en Estados Unidos hasta Baja California, Sonora y
Chihuahua, en México. Los enfrentamientos por el agua en este último han
sido la constante desde finales de 2019. La presencia de la sequía más
fuerte de los últimos años ha atizado los conflictos, ha introducido
nerviosismo y dificultado el diálogo entre productores y gobierno, todo
esto agravado por la enorme presión de Donald Trump sobre el gobierno de
nuestro país para que se le pague el agua según lo estipulado por el
Tratado Internacional de Límites y Aguas de 1944.
Sería un error encerrarse en la consideración meramente coyuntural de
esta compleja problemática. Pensar que basta con garantizar al siempre
sediento Trump que se le pagará puntualmente su agua el próximo 20 de
octubre y a los agricultores mexicanos el líquido para sus cultivos de
este año. Porque la sequía que se vive en el noroeste del país no es
otra más, de las de corto ciclo, sino que ahora se agrava por el cambio
climático.
Hace un mes que no llueve en la mayor parte de Chihuahua y en 86 por
ciento del territorio de la entidad, 52 de los 67 municipios, padecen
sequía. De enero a julio la precipitación total ha sido de apenas 165.3
milímetros, la menor de los pasados seis años, y se apareja con muy
altas temperaturas. Ya hay daños productivos, económicos y sociales
irreparables: pérdida casi total de la producción de maíz y frijol para
el autoconsumo en la Sierra Tarahumara; derrumbe del ingreso para los
agricultores de temporal; falta de pastos, encarecimiento de forrajes,
agotamiento de aguajes, disminución de hatos ganaderos, nula recarga
para los agotados acuíferos…
Y los pronósticos empeoran. Según un estudio de la Universidad de
Columbia, en el oeste de Estados Unidos y el noroeste de México está
emergiendo una megasequía agravada por el cambio climático que podría
estar disparando una de las más graves registradas en la historia. (https://blogs.ei.columbia.edu/2020/04/16/climate-driven-megadrought-emerging-western-u-s/)
Según este estudio, que analiza con el método de los tres anillos
miles de árboles de esta región, desde el año 800 de nuestra era han
habido cuatro megase-quías que han durado décadas: el fin de los años
800; el medio de los años 1100; los años 1200 y al final de los años
1500. Después del año 1600 no se ha presentado en esta región una sequía
de esta escala. Luego de analizar los registros de humedad y
precipitaciones entre 2000 y 2018 el estudio concluye que la sequía en
curso es peor que las tres anteriores y está afectando áreas mucho más
amplias a consecuencia del cambio climático. Las megasequías anteriores
duraron más de 19 años, pero la de 1200 se extendió por todo el siglo.
La actual lleva las mismas condiciones de evolución que ésa. El
calentamiento global que en lo que va del siglo ha aumentado 1.2 grados
centígrados, incrementa el ritmo y la severidad de la sequía y lo más
probable es que estemos al inicio de una de las megasequías como las de
la prehistoria. Algunos de los efectos ya presentes: multiplicación de
incendios: forestales en California y su extensión a regiones más
amplias; la severa baja del caudal en las presas sobre el río Colorado y
las presiones crecientes de Trump para que se le pague el agua del
tratado.
El Fonden y otras políticas emergentes quedan muy rabonas a la
realidad de la sequía y el cambio climático que ya nos alcanzaron. El
norte de nuestro país será de las regiones más afectadas del globo, con
graves consecuencias en la economía y en la migración. Por eso es
urgente emprender el diseño de un sistema de políticas públicas que se
hagan cargo de esta problemática que va para largo y requiere de medidas
estratégicas en tres órdenes diferentes:
En primer lugar, una Ley General de Aguas que sustituya a la actual,
de concepción e institucionalización neoliberal, privatizadora, por una
como la que propone el colectivo Agua para Todos, Agua para la Vida, que
parte de concebirla como un común, en creciente escasez, con prioridad a
su uso público y mecanismos eficientes de contraloría social.
En segundo lugar, hay que dejar la reactividad e improvisación de
cuando se presentan las emergencias y construir lo que propone el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo: un doble modelo de
Gestión de Riesgos de Sequía y Gestión de Riesgos de Cambio Climático. Instancias donde converjan lo técnico, social, político, comunitario y lo productivo para vigilar la evolución del clima, adelantarse a sus efectos en to-dos los órdenes y promover la resiliencia de los sectores más afectados.
Y, por último, hay que considerar la revisión del Tratado Binacional
de Aguas y Límites de 1944, tal vez no mientras Trump siga en la Casa
Blanca. Aunque es un tratado benéfico para nuestro país, su espacio, los
ríos Colorado y Bravo, es el más afectado por la megasequía, entonces
habrá que revisar continuamente sus términos y hacer las adaptaciones
correspondientes.
La megasequía ya nos alcanzó. De nosotros como sociedad y del gobierno de la 4T depende que no nos rebase.
* Investigador-docente de la UACJ
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