En las pasadas dos semanas
hemos vivido bajo una suerte de avalancha informativa que ha concentrado
la agenda de debate público en torno del tema de la corrupción. El
escándalo desatado a raíz de la publicación de los videos filtrados
recientemente en el contexto de la investigación a Emilio Lozoya Austin,
así como los que vinculan directamente a la familia del presidente
Andrés Manuel López Obrador, parecen ser sólo el preámbulo de una
batalla política que hoy por hoy se dirime menos en los tribunales que
en los terrenos del escarnio público.
Lamentablemente, los actuales videoescándalos se inscriben en una
especie de nueva tradición de la política mexicana, pues al menos desde
2004 con el caso de René Bejarano y Carlos Ahumada, los videos se han
vuelto una de los principales instrumentos de exhibición de la
corrupción. En las pasadas dos décadas, todos los partidos políticos han
sido señalados en el tribunal mediático de recibir o usar dinero para
fines vinculados con la conquista o conservación del poder.
Cleptocracia es el término que define al sistema de gobierno que se
basa en el enriquecimiento propio a costa del presupuesto público. Y
hoy, en buena parte del mundo, a decir de académicos como Gabriel
Boragina en su obra Acerca del poder, vivimos en una suerte de
Estado delictivo, en el que el poder político encuentra una de sus
máximas expresiones en el literal robo de capital al amparo de la
permisividad de la corrupción y la impunidad institucionalizadas.
¿Por qué roban los políticos?, ¿será que la corrupción es necesaria
en nuestro sistema político? Estas son preguntas que todo ciudadano se
ha hecho alguna vez ante la alta frecuencia de este tipo de escándalos.
Esas dos y algunas otras son también las interrogantes que numerosos
especialistas vienen formulándose desde mediados del siglo pasado cuando
la corrupción empezó a ser identificada por la academia como una de las
principales amenazas al Estado republicano moderno.
De manera esquemática, es posible resumir en dos grandes enfoques las
explicaciones de la corrupción y sus causas, elaboradas por los
estudiosos del tema. El primer enfoque privilegia las causas culturales
como matriz de la corrupción. Sus principales expositores suelen ser
antropólogos que están convencidos de que la corrupción no es exclusiva
de las estructuras de poder, sino que está presente de ordinario en toda
la estructura social.
El riesgo de este enfoque –que, por cierto, muchos políticos en
nuestra nación han dado por bueno– es incurrir en una homogenización
ahistórica de la corrupción; es decir, en un mecanismo de convalidación
de la corrupción como una constante fatal de todo entramado social cuya
profundidad o nivel de arraigo depende de ciertos matices más o menos
presentes en ciertas culturas, lo que puede llevarnos fácilmente a
perspectivas deterministas y supremacistas. Asimismo, es una
interpretación que entraña el alto riesgo de la despolitización, pues no
asocia la corrupción directamente con abusos de poder y con su práctica
sistemática entre las clases oligárquicas, sino que la presenta como un
mecanismo de convivencia social cotidiano, como si se tratase de una
nota característica del ADN colectivo, cuando en realidad es una
problemática que encuentra su principal y mayor incidencia entre la
clase política.
Por otro lado, encontramos el enfoque llamado sistémico o
institucional, cuyos principales expositores suelen ser científicos
sociales que identifican la génesis de la corrupción dentro de las
estructuras institucionales del Estado. De acuerdo con esta perspectiva,
la corrupción obedece a una racionalidad del sistema, no es un asunto
de prácticas culturales normalizadas, sino una estructura de poder
dominante que ha encontrado funcionalidad en los abusos de poder y la
compra de intereses, con lo cual se ha convertido a la corrupción en el
pase de entrada para integrarse a la clase política.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto
Gubernamental del Inegi, 88.8 por ciento de los mexicanos considera que
las prácticas de corrupción son frecuentes o muy frecuentes en sus
entidades. Por otra parte, el proyecto de investigación Costos de la Impunidad,
dirigido por el Iteso y coordinado por Alejandro Anaya en 2017, reveló
que la corrupción costó al país más de 7 mil 218 millones de pesos.
Monto al que debe sumarse –agregan sus autores– sobornos, cuotas y
derechos de piso que pagamos los ciudadanos día a día, así como los
gastos que realizamos para cubrir necesidades insatisfechas por el
Estado, como la seguridad. La impunidad y la corrupción en la nación nos
cuestan, pues, muy caras.
La actualidad noticiosa mexicana nos obliga a decir, una vez más, que
mientras los actos de corrupción no sean judicializados mediante
maxiprocesos que desentrañen y evidencien las redes cleptocráticas
activas entre la clase política, pero también las redes ilícitas de
poder tanto público como privado que se entretejen mutuamente,
seguiremos siendo espectadores de nuevos videoescándalos usados como
burda estrategia electoral sin mayor propósito que el golpeteo político.
No es suficiente el llamado presidencial por la honestidad y la
renovación moral, es necesario e imperativo ir más allá y cortar los
incentivos de la cleptocracia como sistema, lo cual pasa inevitablemente
por cerrar la llave de la impunidad.
Así pues, de vuelta a nuestra pregunta: ¿Por qué roban los
políticos?, en buena medida porque lo hacen y no pasa nada, porque viven
y actúan en el seno de un sistema que lo permite.
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