Diez años se
cumplen de la masacre que, aun en un escenario de desaforada violencia
cotidiana, se significó por el brutal saldo de víctimas que dejó en el
municipio de San Fernando, Tamaulipas: 72 migrantes (58 hombres y 14
mujeres) asesinados a balazos, cuando se dirigían a la frontera con
Estados Unidos, a unos 150 kilómetros de distancia, con el propósito de
cumplir el quimérico
sueño americano. Posteriormente se comprobaría que el número de personas ejecutadas en el lugar y sus inmediaciones era mucho mayor, pero la atrocidad y magnitud del homicidio colectivo llevado a cabo entre el 22 y el 23 de agosto de 2010 por el grupo delictivo de Los Zetas convirtió la matanza en un trágico símbolo de injusticia e impunidad.
En efecto, en el acto que ayer realizaron frente a la embajada de Estados Unidos en la capital mexicana –donde se levantó un
antimonumentopara rendir homenaje a los victimados en San Fernando y a migrantes muertos en otros episodios violentos–, familiares de migrantes e integrantes de organizaciones civiles defensoras de los derechos de los mismos señalaron que en definitiva a la fecha no hay constancia de que haya detenidos y muchos menos sentenciados por el múlti-ple crimen.
Largo sería el recuento de las agresiones cometidas contra los miles
de seres humanos que, provenientes del sur de la frontera mexicana o del
propio interior de la República, han buscado a lo largo de los años
ingresar a territorio estadunidense en busca de una vida mejor o huyendo
de la pobreza y la violencia. Y no menos extenso y desolador el
resultado (o más bien la falta de resultados) de las investigaciones
presuntamente orientadas a detectar, encontrar y castigar a los
culpables de esas agresiones. En tal sentido, la matanza de San Fernando
también es representativa de una justicia que, para las personas
migrantes y sus familiares y allegados, se muestra, en el mejor de los
casos, esquiva y, en el peor, ausente.
Según la información oficial dada después de la masacre, hubo dos
sobrevivientes, aunque sólo se dio a conocer el nombre de uno de ellos,
un joven hondureño que resultó herido, fingió estar muerto, y cuando los
agresores se retiraron caminó hasta dar con dos marinos a quienes
refirió lo sucedido. Según lo que dijo, los ejecutores del crimen
despojaron a los migrantes del dinero que llevaban para pagar su cruce
al otro ladoy ofrecieron a los despojados alinearse en las filas de su organización. Cuando estos se negaron, sencillamente abrieron fuego, dándole a cada uno de los atacados un tiro de gracia.
Migrar es un derecho humano, se lee en uno de los lados de la estructura colocada frente a la representación diplomática estadunidense. Y en otro,
Nadie es ilegal en el mundo. Se trata de afirmaciones difícilmente cuestionables, pero que en la práctica están lejos de tener vigencia: si bien la pandemia de Covid-19 ha disminuido, de momento, los flujos migratorios que atraviesan nuestro país y muchas otras naciones, y la violencia contra las personas migrantes mantiene, igual de momento, un bajo perfil noticioso, ésta permanece latente en cada punto del fenómeno migratorio.
Sería un gran paso que los hechos de San Fernando fueran objeto de
una investigación seria y comprometida con la verdad, incluso un decenio
después, para hacer justicia a las víctimas y a sus familias, pero
también por el contenido simbólico que tiene la masacre.
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