9/02/2011

Espanto en Monterrey


Antonio Hermosa Andújar*

En su idilio con la muerte, la historia, en México, nunca se repite. No es que contar asesinatos a diario no sea en gran medida una rutina asumida; no es que los asesinados no valgan igual, o que los asesinos no encarnen equitativamente lo abyecto de la condición humana; no es que la sociedad deje de dar una imagen borrosa cada vez que se la sitúa frente al espejo de la inocencia; no es que el hábito de la sangre haya logrado por fin sacar a la razón de su letargo mineral a la hora de explicar la pureza y naturalidad de la violencia en México, o que la crueldad no sea más el sexto sentido de la conciencia.

Pero ni aun así el alma deja de cubrirse de espanto porque el dolor no creará jamás una costumbre en el corazón. Y es ese dolor renovado muerto a muerto, junto al espanto que provoca, lo que impide que en México, país pariente de la muerte, la vida siga igual, esto es, que la historia se repita. El dolor que estalla con cada muerto y hunde el pecho a tanto vivo es un dolor virgen, recién creado para la ocasión, y por tanto sin vínculo posible con el que crea el malestar por la violencia o, incluso, la incertidumbre de no saber si será uno mismo el próximo que lo genere en otros; y, desde luego, sin relación con el ensimismado por qué que una razón impotente dejó suspenso en el aire tras la primera deflagración que ha conducido hasta los más de 40.000 muertos en los últimos cuatro años.


¿Qué representa el añadido de cincuenta a esa gigantesca cifra, aparte de cuadrarla? ¿Qué tienen de particular las armas usadas y qué tiene de especial la indiferencia con que se apretaron los gatillos? ¿Qué hay de nuevo en la sangre vertida, en la trama del crimen, en los motivos que lo indujeron, en el escenario en que se desarrolló; o en la ocupación de las víctimas, en el azar de su presencia en el lugar inadecuado en el momento inoportuno, o incluso en la supersticiosa causa del prodigio de sobrevivir en esa circunstancia, el consabido milagro, que de ser cierto volvería a su autor cómplice de los asesinos y corresponsable en la matanza?

Sólo el dolor tiene una oración nueva para las víctimas y altares nuevos en otros corazones. Y aunque ello signifique más ofrendas para la rabia y, probablemente, más savia para la vieja venganza, el dolor al menos sí es inmaculado: un ser sin memoria, mas, al menos en principio, cargado de futuro.

Es cierto que hay un dolor peculiar a los allegados de las víctimas, directamente afectados por su muerte, desconocido para quienes sólo indirectamente la han sufrido e imposible de comunicar. Pero también hay dolor en éstos, uno que se conecta a la humanidad de cada sujeto que aún la conserva y que traspasa las barreras que positiva o negativamente los elementos personales, los intereses, las circunstancias, etc., oponen a su generalización entre aquéllos a quienes no les incumben las víctimas, como si fueran un accidente social natural o una materia extraña; un tipo de dolor que evoca en el corazón lo que ya la mente nos dictara antes de todo crimen, al hablarnos de la sociedad y depositar en nuestras mentes las ideas de cooperación, de solidaridad, y vincularlas a la mayoría social con el fuego sagrado de la necesidad. Con ellas la mente conforma una suerte de premonición que advierte contra la indiferencia, contra los males o peligros que sólo parecen dañar a terceros e insta a no bajar la guardia ante ellos.

¿Qué palabras verterá el dolor en el oído de quienes lo padecen directa o indirectamente, azogue o el agua bendita de la resignación? ¿Se calmará en quienes opten por este aparente bálsamo o le quedará rabia y dignidad bastantes para recordarles que un sinónimo de resignación es complicidad, y que cuando hay complicidad activa entonces ya no es resignación, sino pura y simple conveniencia personal, un ardid urdido por ellos mismos que quizá sirva a auto-seducirse, esto es, a auto-chantajearse, pero que fomenta tanto el crimen como su impunidad? ¿Les inmunizará contra la letanía del recurso abstracto a culpar a la autoridad, como si su preestablecida culpa les eximiera de actuar, o de la encomienda concreta a ella, como si el cargo conllevara inocencia, como si su función la garantizara de su colusión con el crimen organizado? ¿Les prevendrá de considerar la corrupción moral de la sociedad estadounidense el genuino mal de fondo al que trasladar la responsabilidad última del crimen en México y contra el cual sólo cabe desesperarse, ahondando así las fatalistas raíces de la resignación?
Quizá el dolor sea la fuente de lucidez que haga comprender al ciudadano mexicano los gérmenes de un cristalizado odio social que está en la base del rito del crimen; y quizá devenga así la fuente del valor de intentar acabar en su persona con todos los rasgos posibles que favorecen dicho odio, como su venta al mejor postor, su indiferencia ante el mal ajeno, su cobardía ante la violencia o, a veces, la admiración del violento y su enaltecimiento en cuanto modelo social, todo ese inframundo de la propia conveniencia al precio que sea y que conforman otros tantos remiendos por los que se deshilacha el tejido social, tan difícil de recomponer en cualquier circunstancia una vez roto, sea cual fuere la causa que lo rompió.



Sustituir esos valores, tan queridos por la corrupción, por los de autonomía y honestidad personales es algo que depende de los sujetos en la mayor parte de los casos; unirse a otros para fortalecer la sociedad civil y poner diques al abuso de poder es algo asimismo al alcance del nuestro; no arrojarse de bruces al infierno de las drogas como solución al infierno de la pobreza es empresa igualmente factible, además del modo más seguro, al menos mientras no se las legalice, de hacer frente a quienes lo administran sin necesidad de enfrentarse cara a cara a ellos; etc. Quizá el dolor pueda abrir así el camino a la esperanza, transformándose en fuente de lucidez y de valor que ayude a acorralar el espanto de fondo que subyace al ordinario espanto de nihilismo, violencia y crueldad que se dan cita en la pura inhumanidad de un crimen como el de Monterrey.

* Escritor y académico español.

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