Editorial La Jornada
La improcedencia de la estrategia oficial de seguridad y contra la delincuencia, reconocida por buena parte del espectro político, académicos, juristas y organizaciones sociales, coloca al país en una encrucijada cuyos extremos van desde una repetición sin esperanza de las líneas actuales de acción gubernamental, con lo que eso conlleva de peligros de generalización de la violencia y avance del autoritarismo, hasta la frívola e irresponsable fórmula foxista de
analizar al más alto nivel el asunto de la regulación de las drogas,
convocar a los grupos violentos a una treguay gestionar para ellos
una ley de amnistía. Planteada en semejantes términos, la posibilidad de un viraje radical en la legislación sobre estupefacientes y en las acciones oficiales contra su producción y trasiego ha suscitado el rechazo generalizado, e incluso ha servido al gobierno federal para robustecer sus posturas dogmáticas en la materia, aprovechando el sentimiento de agravio que experimenta la sociedad tras el horror perpetrado la semana pasada en el casino Royale de Monterrey.
Pero, más allá de la torpeza del ex mandatario, y habida cuenta de que la estrategia calderonista en materia de narcotráfico –o la falta de ella– ha llevado al país a un callejón sin salida, es necesario y urgente revisar otros posibles enfoques gubernamentales para enfrentar la espiral de violencia desde sus raíces.
Los desastrosos saldos del modelo económico vigente –marginación, desempleo, abismales carencias educativas y de salud, desintegración del tejido social, pérdida de valores– constituyen caldos de cultivo para la multiplicación de las actividades criminales, el narcotráfico entre ellas, y si no se hace a un lado la ortodoxia neoliberal y no se establece el bienestar de la población como propósito central de la política económica, millones de personas tendrán que seguir buscando la subsistencia en la migración, en la informalidad o en las actividades ilícitas.
Por supuesto, el cruento conflicto que se abate sobre el país no es, como lo quiere el discurso oficial, una confrontación entre México
y sus enemigos
ni una lucha entre buenos
y malos
. El modelo económico vigente ha hecho posible, en buena medida, que las organizaciones delictivas dispongan de un amplio ejército laboral, que se enseñoreen en regiones marginadas y cuenten con base social; asimismo, la desregulación y la avidez especuladora han borrado las fronteras entre las actividades delincuenciales y la economía formal; la primera infiltra a la segunda, en un correlato paralelo a la corrupción de las corporaciones policiales y de seguridad que los cárteles aprovechan.
Un cambio de paradigma en el manejo económico gubernamental alteraría bruscamente el equilibrio de fuerzas en perjuicio de las organizaciones criminales, pero no suprimiría los altísimos márgenes de utilidad con que éstas operan en el negocio del narcotráfico; podría ser, en consecuencia, suficiente para mermar el desmesurado poderío económico y bélico de los cárteles y permitiría que el Estado recuperara, a mediano plazo, el pleno control territorial, pero no bastaría para acabar con el comercio de drogas ilegales.
Para alcanzar ese objetivo resulta ineludible remontar las barreras que se oponen a discutir con seriedad la prohibición legal de las drogas. Ayer, Alejandro Poiré, secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, descartó que México las despenalice unilateralmente, con el argumento de que en tanto se mantenga la prohibición en Estados Unidos, tal medida exacerbaría los problemas de criminalidad en nuestro país
.
El razonamiento no sólo pretende justificar que los mexicanos sigan pagando con vidas, destrucción y descomposición el costo de la prohibición estadunidense, sino que es a todas luces defectuoso: el narcotráfico genera valor agregado –derivado de la violencia y la corrupción– allí donde es perseguido. En otras palabras, en tanto siga siendo delito, será negocio.
Para nuestro país, el precio de mantener contra viento y marea la prohibición en los términos en que existe ha sido exorbitante, desproporcionado y, en última instancia, injustificado, pues nada demuestra que el combate al narcotráfico haya reducido de alguna manera el problema de salud pública de las adicciones; más bien hay indicios para suponer lo contrario.
La propuesta de despenalizar las drogas –acompañada, por supuesto, de medidas de control y regulación de su consumo, y de programas gubernamentales de prevención de las adicciones y de rehabilitación– debe ser puesta a debate en forma seria y propositiva, al margen de arrebatos irreflexivos y de dogmas sin más sustento que una moral conservadora y autoritaria.
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