María Teresa Priego
“Rumiar”, según la Real Academia: Masticar por segunda vez, volviéndolo a la boca, alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen algunos animales. Rezongar, refunfuñar. El verbo no es particularmente atractivo. La actividad tampoco. Pero rumiar es una ocupación —en principio— muy humana. Y nos mantiene “ocupados”, sobre todo en el sentido de “invadidos”. Sucede contra nuestra voluntad: “¡Otra vez ya ando en conversa con el fantasma!”. Ideas repetitivas. Quejumbrosas. Rabiosas o victimistas. Enquistadas en medio de un soliloquio referido a un fantasma. No importa si la persona a quien la rumiación está dirigida existe/existió en la realidad. No la tenemos enfrente. No escucha. Es el imaginario público cautivo de nuestro discurso conservado en naftalina. Acomodadito en sus “verdades” a modo.
La rumiación enajena. Detenerla. ¿Qué hago acá como galeota en oscuro pantano? Es probable que huya de mí misma. El tiempo de la rumiación es lo contrario del tiempo de la reflexión. Por si nos sucediera confundirnos. La reflexión indaga, profundiza, sana, crea. La rumiación es un charco de palabras. Estancado. No transforma. No fluye. Ofrece, en cambio, una virtud defensiva mayor: nos permite no cuestionarnos. Es un modo de pensar (en el no pensamiento) antiestético y pusilánime. Pero eficaz.
La reflexión nos lleva a movernos de lugar. La rumiación “ayuda” a permanecer en nuestros malestares, desgracias, grandezas. Las maldades e injusticias que nos hicieron (sobre todo). Las que hicimos (más bien raro) Si bien rumiar es un mal arte que se nos da, hay quien lo corta apenas se asoma. Su esterilidad da miedo. Dan miedo sus fabulaciones. Sus máscaras. Pero hay quien goza de la rumiación. Le coloca su edredoncito, para que no se le vaya. ¿Por qué, si provoca sufrimiento? Quizá porque evita/tapa un sufrimiento que se percibe como mucho peor. Hay algo de megalómano en la tendencia a la rumiación frecuente y desenfrenada. “Ganancias” de gozo oscuro. Lo fascinante que se podría imaginar una que es, para soportar escucharse decir lo mismo y de idéntica manera, a lo largo de los meses y los años.
La reflexión busca a la persona. La rumiación sostiene los “fastos” del personaje. Por oprobiosos que sean. “Qué me duraría Cayetana de Alba, si me hubiera casado con el duque (que no pasó a tiempo) en lugar de con este marido que no me merece”. “Mi obra sería vasta, como la de don Alfonso Reyes, si no viviera con esta mujer que coarta mis talentos, con sus trampas domésticas”. Diálogo interior con un fantasma. Interlocutor imaginario. No cuestiona, no ataja. Una puede asestarle la narración que le dé la gana. Sin pudores ni contenciones.
A fuerza de repetir y repetir, una podría/puede terminar convenciéndose de que la noveletta es su historia “verdadera”. En el caso de los rumiadores expertos, trasladan su diálogo con el fantasma hacia los oídos de la persona que esté a mano. Escucha cautivo, con frecuencia intercambiable: amigo, familiar, vecino, taxista, terapeuta. La rumiación ofrece sus siniestros encantos: ¿Quién me va a contradecir si hablo sola? La rumiación toma el poder y el otro ya es como una especie de inmensa oreja pegada a una página en blanco. En esa página (con derecho a la motricidad), la persona rumiadora escribirá “su historia”.
Una historia de buenos y malos que la persona rumiadora orquesta desde su lugar de víctima. Difícil moverla de allí, lo ha ensayado largamente consigo misma. Sabemos que el otro está rumiando en nuestra oreja cuando se lanza en la fabulación como si la realidad no existiera. Como si fuéramos sordos, ciegos. Amnésicos. Cuando todo en la noveletta está dirigido a un punto esencial: no cuestionarse absolutamente nada. Salvarse. ¿De qué se salva? Sólo él podría indagarlo. Cuando decida dejar de rumiar.
Cuando una se despide de la persona que sufre la manía rumiatoria, se siente agotada y vacía. Limoncito exprimido. ¿Qué es tan triste y desgastante? Tan enojoso. Quizá que una sabe —aunque cueste aceptarlo— que las escenas de rumiación sistemática, son la negación del vínculo humano. La negación del contacto verdadero. Podrían parecer un colmo de la confianza y la intimidad. Nos sentimos conmovidos. Intentamos cuestionar la catarata de palabras que nos transmiten o acotar un hecho con respecto a la realidad. Plop. El encanto de “la intimidad” desaparece.
La voz del antes animado narrador, toma un tono de frialdad que duele y asusta. ¿Un dejecito despótico? Nuestro interlocutor está a punto de convertirse en un enemigo quizá despiadado. Las personas que eligen sostenerse en la armadura de la rumiación no desean interlocutores, sino espejos. No desean amigos leales, sino cómplices sumisos.
No es que una no aprehenda las historias de dolor que los habitan. Es que casi todos podemos movernos hacia nuevas maneras de habitarnos. Y claro, pagar los costos de las verdades indispensables. Escuchar al otro, sí. Soportar los excesos de su indigestión emocional, que no intenta cuestionar, eso no. Hace daño en ambos lados. Ser galeote remando por mantener ideas fijas/defensivas, es un daño mayor. Seguro que cualquiera que sea la verdad que la rumiación oculta, está más allá (o más acá) que el minucioso repertorio de las bolitas de naftalina y el frasquito de alcanfor.Escritora
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