9/01/2011

¿Terrorismo?, No se vale



¿Terrorismo?

Adolfo Sánchez Rebolledo
El gobierno de Nuevo León se apresuró a decir que los delincuentes responsables del incendio del casino Royale, en el que murieron más de medio centenar de personas, no tenían la intención de cometer la atrocidad que hundió en la tragedia a Monterrey y al país entero. Los zetas, detenidos mediante una muy rápida y eficaz operación policiaca, confesaron que sus jefes les habían ordenado desalojar el casino y luego quemarlo, pero, a poco, la situación se salió de control, apunta en La Jornada el corresponsal David Carrizales, citando las palabras del gobernador Rodrigo Medina de la Cruz, quien presentó a la prensa las imágenes de los primeros cinco detenidos, junto con los iniciales resultados de la exitosa investigación.

Sin entrar por ahora en los detalles pendientes en torno de la legalidad de esa y muchas otras casas de juego, así como a las presuntas complicidades de ciertas autoridades locales, la misma idea de que a los delincuentes se les pasó la mano requeriría de mayores explicaciones, habida cuenta la sangre fría, la sincronización y la velocidad con que actuaron, a cara descubierta y en una avenida muy concurrida. Es obvio que todas las vidas son iguales y no hay asesinato mejor que otro, pero siempre es posible distinguir entre la acción deliberada que lleva a la matanza de víctimas inocentes y la tragedia que se produce como resultado de una serie de torpezas acumuladas, aunque los responsables se merezcan por igual el repudio de la sociedad y el castigo de la ley.

En este caso, la cuestión adquiere relevancia porque la versión divulgada por el gobernador Medina contradice en sus términos el discurso presidencial en el que se había clasificado el crimen como un acto de terror, término usado no solo para calificar los métodos empleados por los delincuentes, sino como un concepto que define una forma particular de la violencia. En su discurso del viernes, el Presidente apenas si dejó dudas en cuanto a qué se refería: “No nos confundamos –dijo– ni nos equivoquemos. No estamos hablando en lo medular de un accidente, sino de un homicidio brutal e incalificable”; los responsables son homicidas incendiarios y verdaderos terroristas y, más adelante: Es evidente que no estamos enfrentando a delincuentes comunes. Estamos enfrentando a verdaderos terroristas que han rebasado todos los límites, no sólo de la ley, sino del elemental sentido común y del respeto a la vida. ¿Es justa esta interpretación? Si bien la cuestión no se reduce al plano nominal, sí se le exige al gobierno precisar qué entiende en este caso por terrorismo y cuáles serían las posibles implicaciones de ese reconocimiento. Suponer que el terrorismo se agota en la utilización de ciertos recursos violentos para sembrar el pánico deja sin aclarar lo que es verdaderamente esencial: la consideración de los fines ideológicos –políticos o religiosos– que justifican la violencia como un recurso legítimo para destruir al adversario. ¿Cuál sería el objetivo a conquistar por los cárteles y demás bandas de extorsionadores y secuestradores? ¿Tomar el estado en nombre propio y en defensa de sus intereses? ¿Eso es lo que ocurre entre nosotros? No lo creo. El encadenamiento de actos cada vez más inhumanos, incluso de factura terrorista, no implica otra cosa que la exacerbación de las potencialidades negativas de un conflicto que lejos de abatirse sigue escalando las cotas de violencia, afectando (no reduciendo) a crecientes sectores de la población civil no involucrada. Cuesta vivir así, en las proximidades de la barbarie, reconocer que estamos tocando fondo, pero todo esto es una expresión de la descomposición social en la que se inserta la delincuencia organizada, el resultado más visible de esa conjunción de circunstancias –demanda externa, corrupción, impunidad y descrédito de la justicia, ruptura de la solidaridad, crisis laboral, desigualdad manifiesta– que nos sorprenden como inesperado final de fiesta tras un siglo de ensayo y error. Esos son los problemas que el país no puede minimizar ni posponer. Sería muy grave, ahora que se plantea la urgencia de rectificar los errores de la estrategia oficial, que se identificara la acción criminal con el terrorismo, así fuera una definición laxa para acomodarla a las prácticas inhumanas de las mafias delincuenciales o… a las estrategias represivas que anulan los derechos humanos. Sólo eso nos faltaba para poner en la picota las últimas señas de soberanía que nos quedan a salvo, aunque erosionadas y disminuidas.

Se entiende, aunque no se aplauda, que las autoridades estatales y federales busquen quitarle fuego a los problemas planteados con mayor desmesura y crueldad por la delincuencia, pero sería un gravísimo paso atrás minimizar los hechos que la población observa con creciente sensación de temor. Es una gran noticia la detención de los autores materiales de la masacre del Royale, pero la caída de la metrópoli regiomontana en poder de los zetas y sus rivales es una historia que no comienza aquí ni terminará con el envío de más fuerzas federales. Reitero lo dicho en El Correo del Sur, los argumentos de orden social o sicológico, la necesidad de entender cómo y por qué derivamos a esta gravísima situación de descomposición, son imprescindibles, pero nadie podría pretender que fueran simples. Algo pasó con México que no acabamos de discernir a cabalidad. Y hablamos de historia, de cultura, de economía o de política, es decir, de los distintos modos mediante los cuales nos relacionamos en sociedad. ¿No es hora de hacer un lado los eufemismos para hablar en serio de qué vamos a hacer para no vernos tragados por el pantano? Hay muchas voces escuchables, pero no hay una ruta acordada para avanzar.

No se vale

Octavio Rodríguez Araujo

Si Calderón pensó que su guerra contra el crimen organizado le daría legitimidad a su gobierno se equivocó. Cuando las instituciones no pueden responder a las demandas de la sociedad –diría Bobbio– se habla de ingobernabilidad, y cuando ésta aparece, como es evidente hoy en día en México, estamos hablando de una crisis de legitimidad. Es decir, lejos de lograr la legitimidad buscada, una de las consecuencias de la guerra de Calderón ha sido su alejamiento de ese propósito.

Por más que se haya montado en la tragedia del casino Royale, incluso para presionar por la aprobación de su ley de seguridad nacional, no logrará convencer más allá de quienes por temor han llegado a creer que el llamado presidencial es lógico, plausible y legítimo.

Entre las demandas sociales no atendidas por las instituciones del Estado destaca la seguridad. Sin ser la única es, en estos momentos, la más sentida por la población. Y de nada sirve que se destaquen policías y soldados a los casinos del país, pues hoy fueron esos negocios (centros de esparcimiento), como antes un estadio de futbol, y mañana podrán ser otros: escuelas, hospitales, días de campo como el de Utoya en Noruega, o lo que se nos ocurra. El hecho real y concreto es que nadie está seguro en ningún lado, ni en el cine o una cafetería, ni en su casa (que puede ser invadida sin orden judicial a media noche, como ya ha ocurrido tanto con políticos-empresarios como con maestros-poetas).

Lo del casino le ha quedado como anillo al dedo al ocupante de Los Pinos. Ahora habla de terrorismo ya que todo acto violento para provocar terror en la población merece ese calificativo. ¿Y qué hacer ante actos de terrorismo? Endurecer las leyes y, como Bush, decretar su propia Ley Patriótica, escondida en su propuesta de ley de seguridad nacional. Con esta ley y otras medidas de tipo coactivo que vemos escalar nuestra realidad nacional, lo que se demuestra es que se trata de subsanar la falta de gobernabilidad mediante la militarización del país, que ha sido la señal que Calderón transmitió desde sus primeros días como gobernante.

La ingobernabilidad no surgió por generación espontánea. Fue provocada por la política errada de quien formalmente está encargado de garantizar gobierno e instituciones al servicio de la población. Todo tipo de expertos en el tema le han dicho a Calderón que lo que ha estado haciendo no llevará a la derrota del crimen organizado ni a garantizar la seguridad de la población de a pie en el país. La prueba más evidente, hasta ahora y no única, es el caso del casino Royale. Tapar el pozo después de ahogado el niño no es una demostración de eficiencia institucional, así llevaran a Monterrey a 100 mil policías y militares, sino precisamente de lo contrario. No es un asunto de bomberos tercermundistas, valga el ejemplo: apagar fuegos donde son detectados. Un verdadero cuerpo de bomberos es el que supervisa la seguridad de los lugares públicos ante la eventualidad de un posible incendio. Su labor es también preventiva, y el hecho de que la gente no pudiera salir en su totalidad del casino incendiado demuestra que la previsión institucional deja mucho que desear. Si ese y otros casinos no funcionaban ni funcionan de acuerdo con la legislación y los ordenamientos respectivos, la falla es de las instituciones. Imagínese el lector un cine o un centro de espectáculos o una escuela sin salidas de emergencia y sin las instalaciones adecuadas (como la guardería de Hermosillo) para garantizar la seguridad. Es el viejo tema del que mata la vaca y del que le amarra la pata. Tan responsable es el que dio la licencia de operación como el que incumple o burla los ordenamientos de seguridad.

¿Cuántos soldados y policías se necesitan para vigilar lugares públicos y prevenir actos de barbarie, sean o no terroristas? Imposible pensar en un número lógico. ¿Y quién podrá supervisar a los soldados y los policías prepotentes y arbitrarios que, cuando intervienen, también cometen actos ilegales? No hay modo. Hemos caído en el absurdo y no sólo en la ingobernabilidad. El único saldo positivo, para Calderón, es que ahora sí la mayoría de la población no sólo tiene miedo sino que se siente impotente ante el gobierno y ante los criminales (si acaso no están coludidos, según se puede interpretar por las muchas denuncias de corrupción en los diversos niveles de gobierno). Y el miedo es el mejor aliado que tiene Calderón o cualquier gobernante que carezca de legitimidad. La población atemorizada pedirá más policías, aplaudirá la presencia de militares en su localidad, aceptará, en suma, perder sus derechos y sus libertades si a cambio puede salir a la calle o ir a apostar a un casino. Así funciona la mayoría de la gente.

El problema es que Calderón no ganará, y cuando termine su desgobierno habrá dejado a las avispas enfurecidas, sin orden ni concierto, sin códigos de respeto, sin control, pues. Veremos más muertos o seremos parte de esta macabra estadística (toco madera) y el inquilino de Los Pinos, subido en su mula, gozará de la protección de los guardias presidenciales como todo ex presidente, o se irá, como Zedillo, a formar parte del consejo de administración de alguna empresa trasnacional que le deba favores (que no son pocas).

No se vale. Los mexicanos merecemos gobierno, gobernabilidad, instituciones útiles y respetables, seguridad y paz.

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