Todo se remite al amanecer y al sumario del día previo. Narcofosas con muchos muertos, algunos enteros, otros sin cabeza, cuerpos pendiendo de puentes peatonales, ejecutados, asaltos a casinos, asesinato de jóvenes en centros de rehabilitación, narcomantas y otro sin fin de desgracias aupadas por palabras nuevas, por la lógica presidencial y la de sus colaboradores, cuyos discursos y anuncios por la radio buscan explicar las razones y las justificaciones de tantos asesinatos. Razones imposibles, justificaciones injustificables: ¿cuántos decapitados fueron decapitados por razones justificables?
Temprano por la mañana la radio. Poco después los periódicos. Nada bueno. A la cuenta de los muertos deben agregarse los 35 asesinatos de ayer. El total aterra. Se habla de más de 40 mil muertos en lo que va del sexenio (sexenio es una enfermedad mexicana: seis años nos azoga un Presidente antes de irse). Todos los muertos han muerto por la guerra liderada por nuestro gobierno contra el narco. Una guerra de ellos contra ellos. La guerra mexicana del siglo XXI. Muchos, la inmensa mayoría de los 40 mil muertos, no aprobaron la lid ni hubiesen deseado ser parte de ella. La guerra mexicana del siglo XXI es la de ellos contra ellos. Los primeros ellos son el gobierno; los segundos ellos son los narcotraficantes. Ellos han acabado con el país.
Nuestro gobierno tiene razón. Estamos en guerra. Cuarenta mil mexicanos han perecido desde que se rompió el equilibro y el maridaje entre gobierno y narcotraficantes. Ese divorcio mal avenido nos jodió. Jodió a los muertos y a los vivos enlutados: su vida se interrumpió para siempre cuando uno de los suyos fue asesinado. ¿Cuántos de los muertos son familiares cercanos de nuestros dirigentes?
Los muertos en una sola acción, como la del Casino Royale son poco menos de 60. Ni en Tripolí ni en los pueblos sirios muere tanta gente en un solo día. Nuestra guerra es más cruenta que la que se lleva a cabo en esos y en otros países donde los rebeldes luchan contra ejércitos bien pertrechados. La guerra mexicana no sólo difiere por haber sepultado a más personas que las de Túnez, Egipto o Libia. Difiere por otras razones. Destaco dos. La nuestra la decidió el gobierno sin consultar al pueblo; la de la primavera árabe, la llevaron y la llevan a cabo los ciudadanos hartos de sus políticos. La nuestra es yerma. Se apilan y se apilan cadáveres inútilmente. Cada nuevo muerto aumenta el desasosiego y confirma mi hipótesis: es absurdo, lamento escribirlo, tener esperanza. Quizás las rebeliones de los ciudadanos de los países árabes y otras naciones africanas vean coronados sus esfuerzos con la instauración de la democracia.
El gobierno de Felipe Calderón decretó tres días de luto nacional tras la matanza del Casino Royale. Es correcto decretar luto durante tres días por los pobres comensales de ese lugar. Ahora son necesarios dos nuevos duelos: 362 días por el resto de los muertos y 365 días por los gobiernos que han destruido muchas vidas y ahorcado a la nación. ¿Cuánto horror más podemos soportar? ¿Cuántos muertos más requiere el gobierno para aceptar que su forma de guerrear ha sido un error fatal?
Mientras escribo, nuevos cuerpos se amontonan sobre los 40 mil cuerpos. Mientras cavilo, nuevos desaparecidos enlutan la vida de la nación. Decapitados y desaparecidos son parte de la guerra de ellos contra ellos. Gesta inútil la guerra mexicana del siglo XXI. Su saldo es demoledor: de-sasosiego, dolor y desesperanza. Poco importa si Estados Unidos nos considera o no un Estado fallido. Poco importa si Felipe Calderón se enoja ante tal diagnóstico. De nada importa si Alejandro Poiré, secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, se ufana en explicar que México es menos violento que Brasil o Colombia y que sólo en el norte del país se reproducen los virus mortales. El resto de la nación, asegura el gobierno, es seguro. La primera víctima en cualquier batalla es la verdad. En la guerra mexicana del siglo XXI la verdad feneció a partir del primer cadáver.
Cuando se publique este texto, la lista de muertos y las imágenes de horror habrán crecido. La violencia no tiene fin. Las muertes tampoco. El enojo, la ira, las palabras, los movimientos de la sociedad y la joven iniciativa de la UNAM de nada han servido. ¿Cuándo y quién jodió a México?, ¿cuántos muertos más requiere Calderón y su gobierno para aceptar su fracaso?
El miedo y la desconfianza crecen ad nauseam. La prensa extranjera nos retrata. El turismo se extingue y el desempleo aumenta. Los negocios cierran y las personas migran. Sólo los políticos y algunos narcotraficantes están a salvo. Nadie más.
Ni los dueños del dinero ni los intelectuales quieren comprometerse. Ambos detentan poder. Deberían sentarse con Calderón y decir ¡ya basta! No lo hacen, no lo harán. Hoy se enterrarán los muertos de ayer. Mañana se sepultarán los de la víspera.
Alejandro Gertz Manero
En todas las ciudades y territorios del país pueden circular y convivir delincuentes y autoridades sin molestarse unos a otros. Los criminales asesinan a mansalva, queman casinos chuecos o derechos, secuestran a nacionales y a migrantes, masacrando a la población con plena impunidad. Todo ello ocurre porque ambos cárteles, el oficial y el puramente delincuencial —finalmente son lo mismo—, se tapan unos a otros, se reparten los beneficios y sólo se enfrentan cuando se disputan algún territorio de saqueo o cuando se necesita algún chivo expiatorio.
Toda esta colusión criminal que se ha arrastrado desde tiempo inmemorial, salvo contadas excepciones, se magnificó cuando los narcos encontraron que podían apoderarse de cada ciudad del país y de todo el espectro delincuencial, pasando de ser socios y empleados a señores territoriales, lo cual ha convertido a México en un campo de batalla en el que los gobernantes no pueden con el paquete y, diciéndose sorprendidos, prometen actuar conforme cada escándalo los exhibe, cuando en realidad están muertos de miedo o son totalmente incapaces o están coludidos con esa red delincuencial.
El último botón de muestra de esta gran complicidad y de la lucha por los territorios de la extorsión y el cobro del “derecho de piso” es la masacre de Monterrey, donde un pequeño grupo de delincuentes incendió un casino que las autoridades habían permitido pero que también habían clausurado para después volverlo a autorizar, y ahora no saben ni a quién le pertenece la concesión: que primero se la regalaron a un político de altos vuelos para que la vendiera a precios exorbitantes, mientras en Monterrey desde hace ya varios años todos los días circulan patrullas del Ejército, de la Policía Federal y de las autoridades locales, conviviendo con esos delincuentes e “ignorando” lo que ocurría, para que ahora resulte que ya los encontraron, mientras los grandes “centros de inteligencia” del gobierno federal, que nos han costado decenas de miles de millones de pesos, y que por cierto han sido señalados como gastos irregulares e ilegales por la Auditoría Superior de la Federación (ASF), tampoco pudieron prevenir esos fenómenos delictivos, como ha ocurrido con los polleros y las mafias que han asesinado y desaparecido a miles de migrantes, así como tampoco pueden identificar a los responsables de decenas de miles de muertes, pero en cambio sí publicitan ostentosamente el trabajo que hacen las agencias policiacas estadounidenses a las que ellos le sirven de cuijes, pero, eso sí, acotados y vigilados, para que no se vayan a vender al enemigo como acostumbran.
Todos estos ejemplos nos demuestran cómo estos poderes delincuenciales y los de sus socios y empleados oficiales se hallan enfurecidos con el gobierno de México por los servicios que le está haciendo al de los Estados Unidos al aprehender y extraditar a narcotraficantes que envían droga a ese país, y también para obtener de ellos la información que permita detener a sus cómplices en nuestro territorio, lo cual es intolerable para estos mafiosos vernáculos que están haciendo todo lo posible por vengar esa afrenta.
Por lo que hace específicamente a los casinos “brincos” o bingos, que tanto han promovido las autoridades federales alegando que iban a ser un incentivo al turismo, y que sólo han servido para despojar a viudas y jubilados y para lavar dinero sucio, su mugrero ya reventó, mientras las autoridades de la Secretaría de Gobernación eluden sus responsabilidades, fingen ignorancia y salen a hacer el mismo numerito de los policías federales cuando realizan operativos a toro pasado “contra la piratería” para taparle el ojo al macho y deshacerse, de común acuerdo con los piratas, de todo el material obsoleto que ya no pudieron vender.
En estas circunstancias debemos reconocer la responsabilidad que también tiene la sociedad en esta espiral de corrupción y doble lenguaje. Muchos miembros de la comunidad creen que haciéndose tontos, apoyando a sus verdugos o ignorando esta catástrofe no les va a tocar su parte en el desastre cuando, precisamente, eso es lo que ocurre, hasta llegar a las 50 mil muertes y a la anarquía en seguridad y justicia que priva en el país con sus 13 millones de delitos anuales, mientras se proponen tímidos parches legislativos, como los juicios orales que para nada sirvieron o se promueven leyes contra el secuestro en favor de la atención a víctimas y otras iniciativas, que tampoco serán solución, ya que son las mismas autoridades corruptas las que se encargarán de que esos proyectos fracasen como ya ha ocurrido.
Si realmente queremos cambiar esta situación es fundamental romper el monopolio de la impunidad y la corrupción de delincuentes y autoridades, haciendo que la ASF se convierta en un organismo plenamente ciudadano, ajeno e inmune a los partidos y al gobierno, que tenga la fuerza suficiente para exigir cuentas a los corruptos y a los irresponsables, castigándolos como se merecen.
Si la sociedad no logra ganar ese territorio de poder ciudadano, o lo desperdicia y lo malgasta, entonces tendremos que reconocer que el mal es endémico e intrínseco a la comunidad, con todas las consecuencias que ello implica.
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