Me
decía un agudo periodista francés, destacado en México por primera vez,
que más allá de la violencia que tanto se replica en las crónicas sobre
México, lo que más le había impactado de nuestro país era la
pervivencia de una cultura casi soviética en el mundo del trabajo, y en
particular en las dirigencias sindicales. No conseguía entender cómo
era posible que las familias de los dirigentes sindicales que formaron
las grandes centrales obreras (después de dos generaciones) vivan
todavía de las fortunas y privilegios que amasaron sus abuelos y además
se consideren, sin tapujos, parte de la élite económica del país. En
muchos círculos los hijos y nietos de los viejos sindicalistas actúan
de manera más parecida a los descendientes de la nomenklatura que
piensan (muchas veces con razón) que este país es suyo, que a los
sindicalistas de países democráticos en donde la riqueza es contraria a
la legitimidad de los liderazgos obreros.
Pensar
que Marcelino Camacho o Nicolás Redondo, en España, hubiesen amasado
fortunas y además las exhibieran sin pudor (por hablar de un país que
desmontó un sindicalismo vertical) hubiese significado el fin de su
prestigio y por ende de su capacidad de dirigir. En otros países como
Francia, la CGT jamás hizo de la acumulación de fortunas personales una
posible carrera para sus dirigentes. En México se considera “normal”
que las dirigencias estén integradas por personas tremendamente ricas,
tanto que sus familias puedan vivir con opulencia, y eso no suscite el
repudio colectivo y la ignominia política. Eso no lo podía entender el
joven colega francés. Yo tampoco.
Además
de esa moral soviética de la nomenklatura está la muy arraigada
porfirización de las dirigencias que puedan eternizarse en el poder sin
desgaste aparente. E incluso se dan el lujo de heredar cargos. Tiene
tintes de hipocresía que el PAN en su ocaso empuje la agenda
democratizadora del mundo del trabajo, pues tuvo un largo periodo para
confrontar ese sistema y prefirió convivir, incluso cohabitar electoral
y políticamente con ellos. En el gobierno de Calderón hubo expresiones
distinguidas del corporativismo y de afecto a una de las figuras
emblemáticas de ese folclor mexicano. Imposible explicárselo a un joven
periodista francés.
En
la izquierda mexicana no ha habido un trabajo sistemático para
democratizar desde abajo el mundo del trabajo. Nuestra izquierda
prefiere ganar la Presidencia (es más cómodo abrir el país desde Los
Pinos que enfrentarte a los porros sindicales) y desde allí empezar a
trabajar en ir abriendo espacios para penetrar las centrales e instalar
la democracia. No sólo eso, la izquierda ha sido en estos años el mejor
defensor del statu quo, repitiendo el estribillo de los derechos de la
clase trabajadora. Tampoco es que sus organizaciones sindicales afines
puedan dar lecciones de democracia y transparencia. El francés no podía
entender que un movimiento libertario coqueteara con Napoleón (el
“minero canadiense”). Yo tampoco.
A
pesar de todo y contra todo pronóstico se abrió una ventana de
oportunidad para oxigenar el mundo del trabajo con la iniciativa
preferente de Calderón. En efecto, aun con sus dobleces y su pasado a
cuestas el PAN y la izquierda estuvieron a un paso de mandar al pleno
la posibilidad de establecer en la ley la figura del voto libre,
directo y secreto para la elección de dirigentes y finalmente no pasó.
La posibilidad de que se instituyera por ley la votación secreta para
elegir dirigencias sindicales no pasó al pleno porque un diputado del
PT, encarnación de ese disfuncional pero muy arraigado
salinismo/obradorismo, lo impidió con su voto. Vendrán las
explicaciones y los deslindes, pero a la hora de la verdad está claro
que en México la democracia en el mundo del trabajo es un pendiente.
Tenemos dirigencias ricas, arrogantes y poderosas y nadie se ha
atrevido hasta ahora a ponerles un hasta aquí.
@leonardocurzio
Analista político y conductor de la primera emisión de Enfoque
Analista político y conductor de la primera emisión de Enfoque
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