Editorial La Jornada
El
Ministerio de Agricultura de Francia dio a conocer un decreto que
prohíbe la comercialización, utilización y cultivo de maíz
genéticamente modificado MON 810, variedad producida por la
trasnacional estadunidense Monsanto.
Según datos científicos fiables y muy recientes investigaciones internacionales, el cultivo de semillas de maíz MON 810 (...) presentaría graves riesgos para el medio ambiente, así como un riesgo de propagación de organismos dañinos convertidos en resistentes, señaló el gobierno francés ayer en un comunicado.
La determinación adoptada por el Elíseo se inscribe en el contexto
de la agonía que viven ese tipo de cultivos en el viejo continente, a
pesar del decidido impulso que han recibido por parte de la burocracia
de la Unión Europea, y por los cabilderos de trasnacionales como
Syngenta, DuPont-Pioneer y la propia Monsanto, empresas que controlan
casi la totalidad del mercado de esos productos.
Actualmente una decena de países europeos han prohibido la
producción de maíz transgénico en sus territorios, en medio de
múltiples protestas realizadas por productores agrícolas y
organizaciones ambientalistas en contra de esos cultivos. Por
añadidura, en febrero pasado la mayoría de las naciones de la Unión
Europea votaron en contra del plan de la Comisión Europea para permitir
el cultivo de un nuevo maíz transgénico, conocido como 1507,
perteneciente a la firma agroquímica estadunidense DuPont-Pioneer;
mientras tanto, el rechazo de la población del viejo continente hacia
ese tipo de cultivos asciende en la actualidad a 61 por ciento. No es
gratuito que, en ese contexto de rechazo generalizado que ha permeado
desde la base social hasta los gobernantes, Monsanto haya decidido
cesar sus intentos por ampliar la producción de plantas modificadas
genéticamente en el mercado europeo y haya dirigido su ofensiva hacia
otros territorios, como África y América Latina.
Es
inevitable contrastar la actitud que han adoptado la mayoría de los
gobiernos europeos con la de las autoridades mexicanas, que en años
recientes han allanado el camino para la propagación de esos cultivos,
a pesar del rechazo que ello ha generado entre productores agrícolas
nacionales y entre comunidades autóctonas. Significativamente, esta
misma semana el juzgado segundo de distrito con sede en Campeche otorgó
un amparo a dos comunidades mayas del municipio de Holpechén, ubicado
en esa entidad, contra el permiso que otorgó la Secretaría de
Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación a
Monsanto para la siembra de soya genéticamente modificada.
En contraste con lo que ocurre en Europa, donde la mayoría de los
gobiernos nacionales se conducen con un principio de prudencia ante la
evidencia científica de riesgos y afectaciones que tienen los
transgénicos en la salud y la biodiversidad, sus contrapartes mexicanas
han incurrido en una actitud omisa y poco responsable, que no sólo
amenaza la seguridad alimentaria y pone en riesgo la salud de la
población, atenta también contra garantías básicas de las comunidades
originarias –como el derecho a ser consultadas sobre operaciones de
particulares que afecten sus territorios– y las deja libradas a su
suerte en batallas jurídicas en contra de las poderosas trasnacionales.
En suma, es de saludar el hecho de que las naciones europeas avancen
un consenso sobre el riesgo que implican los transgénicos y sobre la
necesidad de frenar su producción mientras que no quede plenamente
demostrada su inocuidad y su viabilidad ambiental. Pero es lamentable
que en México no ocurra otro tanto.
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