Mientras el Banxico siga luchando por prevenir la inflación, la economía mexicana no se reactivará: el mercado de crédito depende de los intereses de los grupos financieros. La recuperación económica no se logrará en el mediano plazo con las actuales políticas monetaria y fiscal, pues éstas no son contracíclicas
¿Cómo responde un creyente de la
teoría de hipótesis del mercado eficiente y la teoría de las
expectativas racionales cuando sus ojos y oídos le gritan a su cerebro
“¡recesión, quiebra, colapso!”?
Quizá lleve tiempo absorber el golpe,
puede que haya muchas víctimas, pero la mejor manera de gestionar la
crisis es dejar que el capitalismo lidie con ellas sin ser sometido a
más choques administrativos por las egoístas autoridades
Yanis Varoufakis, El minotauro global
Autor: Marcos Chávez * @marcos_contra
El recorte en la tasa de interés de
referencia para las operaciones de fondeo interbancario a 1 día,
decretado el 6 de junio pasado por el banco central, generó una
peculiar reacción entre las legiones de analistas. Prestos a desbordar su sapiencia y destreza técnica,
todo mensaje emitido por el Banco de México (Banxico), sea nimio,
nítido o sibilino, es sometido a un escrupuloso escrutinio para tratar
de desentrañar sus brumosas tribulaciones y sus implicaciones sobre el
curso de la política monetaria. Hasta las extravagantes
(descom)posturas de su gobernador, Agustín Carstens, son recelosamente
escudriñadas. Por ejemplo, cuando es pillado públicamente in fraganti en una singular y recurrente situación, en la que no se sabe si se encuentra extraviado en sesudas reflexiones monetarias o de temas afines o simplemente dormita plácidamente en las soporíferas reuniones.
Todo gesto o apariencia proveniente del
banco central son considerados como herméticos por los expertos. Dignos
de ser tomados como una señal a los participantes de los mercados
financieros sobre la posible trayectoria futura de las tasas de interés
que desea alcanzar el Banxico.
Los especialistas llegaron a un punto
de acuerdo: la baja en la tasa de referencia, de 3.5 por ciento a 3 por
ciento, representó un sutil cambio en la orientación de la política
monetaria.
¿Hacia dónde fue el giro? En el intento por explicar el supuesto cambio, el consenso se torna en disenso graciosamente argumentado: unos elogian la medida. Suponen que, preocupado porque el barco de la economía mexicana se hunde patéticamente en las traicioneras e inexplotadas aguas recesivas, y porque el capitán y el piloto
de la nave, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray, respectivamente, no
tienen ni la menor idea de cómo enfrentar esa aciaga situación,
Carstens y sus muchachos educados en las cábalas económicas de Chicago se compadecieron de los indolentemente perplejos y decidieron echarles una mano a sus pares doctrinarios.
Optimista, este grupo de entendidos
señala que el Banxico pasó temporalmente a un segundo plano su
trastorno de ansiedad inflacionario, atendido con los ansiolíticos
monetarios restrictivos, los altos réditos reales y las operaciones de
mercado abierto, destinados a reducir el dinero en circulación y elevar
el precio de los préstamos bancarios. Con esas medidas pretende
alcanzar su patológica meta de precios fijada anualmente, las cuales,
por cierto, en parte, son corresponsables del menor crecimiento del
consumo y la inversión productiva por medio del crédito y, por tanto,
de la recesión y el estancamiento crónico de la economía.
La baja en la tasa de referencia, en un
escenario en el que el Banxico vislumbra menores presiones
inflacionarias, es interpretada por los analistas como un sesgo hacia
una política monetaria expansiva, contracíclica, en beneficio de la
reactivación económica, por la que tanto suspiran los peñistas desde
hace 1 año y medio, es decir, durante todo el mandato transcurrido por
el priísmo recuperado del tacho de basura histórico.
Bajo la lógica de la teoría económica
convencional que norma el análisis de los versados de referencia, el
nuevo rumbo monetario propiciará un círculo virtuoso. La reducción de
otras tasas de interés de corto plazo, las aplicadas a las tarjetas de
crédito y préstamos personales, al crédito hipotecario o al
financiamiento a empresas, entre otras, que estimularán al consumo
privado, las ventas, la inversión, la producción, el empleo y, por
añadidura, ayudarán a que la economía a supere el soporífero estado
recesivo en que se encuentra desde principios de 2013.
El otro grupo de homo economicus
es pesimista sobre los efectos anticíclicos de la política monetaria.
Esos aprendices de Milton Friedman y otros monetaristas se alarman
gratuitamente por la aparente desviación del banco central de su
objetivo único, así como por efectos perniciosos que pueden derivarse
de la supuesta política monetaria expansiva: presiones inflacionarias;
desaliento de los pobres especuladores porque sus ganancias se
reducirán; riesgo de la salida en manada de los inversionistas de corto plazo y la desestabilización del tipo de cambio y de los mercados financieros.
Sin embargo, existen suficientes
razones para afirmar que los juicios de los analistas optimistas y
pesimistas son infundados. En realidad, el banco central no reniega de
su mandato exclusivo en la lucha por la inflación. La política
monetaria del banco central no es expansiva, sólo se ajusta a la
evolución de la inflación. Las tasas de interés del mercado no se
reducirán significativamente para estimular la reactivación, ya que el
mercado de crédito está en función de los intereses de los grupos
financieros.
La reactivación económica no se
materializará con la política monetaria y fiscal, ya que ninguna de las
dos son, en sentido estricto, contracíclicas.
La paranoia inflacionaria
La reducción de la tasa de interés de
referencia no es una manifestación de que el Banxico haya superado un
trastorno que aqueja a un gran número de bancos centrales desde que les
fue concedida su autonomía, bajo la retórica seductora de que así la
política monetaria sería más creíble y respetada, y se les asignó un
solo objetivo existencial: velar por la estabilidad del valor del
dinero, a través de la contención de los precios y la prevención de la
inflación.
Ni siquiera puede admitirse que esa
aparente flexibilidad monetaria sea una licencia temporal. Aceptada a
regañadientes por la junta de gobierno del Banxico –después de ingerir algún ansiolítico para atemperar su estado sicótico-inflacionario– como un mal necesario para combatir la recesión económica.
Contra las suposiciones de los
analistas de uno y otro bando, el Banxico no subvierte el guión de la
política monetaria fijado por su ley orgánica, una verdadera oda al
monetarismo. No reniega de su único objetivo. Emplea sus instrumentos
para cumplir ese propósito. Los intereses son ajustados en el mismo
sentido de la dinámica y la tendencia de la inflación, según sus
márgenes de acción disponibles.
El Banxico se encuentra cómodamente
instalado en su “paranoia inflacionaria”, como calificara Joseph
Stiglitz, Premio Nóbel de Economía 2001, a esa clase de trastorno,
corporizado en el nuevo mantra conocido como “metas de inflación” (“inflation targeting”).
Como otros humanos, los banqueros
centrales también son seducidos por las modas, en este caso las
económicas. En la década de 1980 fueron hechizados por las simplistas recetas monetaristas friedmanianas
y por las que buscaron la desinflación “racional” del “precio único”
(léase Carlos Salinas-Pedro Aspe) que descansó en la sobrevaluación
cambiaria. Una vez que éstas cayeron en desgracia, merced a sus
catastróficos fracasos en la década de 1980 y de 1994, buscaron
desesperadamente un nuevo mantra en el cual ampararse. Éste
llegó con la sexy-etiqueta de las “metas de inflación” u “objetivos de
inflación”, moda adaptada por una gran cantidad de bancos centrales,
entre ellos el Banxico.
A decir de Stiglitz, “esta rudimentaria
receta no se basa apenas en la teoría económica o en las pruebas
empíricas”, y añade en su nota “el fracaso de las metas de inflación”
de mayo de 2008: “Uno espera que la mayoría de los países tengan el
sentido común de no aplicarlas. Mis condolencias a los desafortunados
ciudadanos de los países que lo hagan”.
Desde 1999 el Banxico se volvió adicto
a ese esquema para la formulación de su política monetaria. Por ello
desecha los objetivos anuales de precios y define una meta
inflacionaria de largo plazo de alrededor de 3 por ciento cada año, con
un rango de variación de +/-1 punto porcentual; es decir que se
mantenga entre 2-4 por ciento anual. Esa trayectoria inflacionaria le
concede al banco central cierta holgura para tratar de estabilizar las
fluctuaciones de otras variables como la del producto interno bruto.
Peña y Videgaray proyectan esa meta hasta 2018.
Bajar la inflación, el “secreto”
¿Cómo se ha pretendido alcanzar dicha meta? El método es franca y aburridamente sencillo, porque es el mismo que se ha aplicado desde 1983 con las medidas fondomonetaristas, que recomiendan apretarle el cuello
a la economía para bajar la inflación. Stiglitz lo explica nítidamente:
“siempre que el aumento de los precios supere un tope establecido se
deben aumentar los tipos de interés. Independientemente de la fuente de
la inflación, la mejor respuesta [es] incrementar los tipos de
interés”. Nada importa si la inflación se debe a la estructura de la
oferta. Al aumento especulativo de los precios internos y de los
importados. Al montón de gravámenes impuestos despóticamente por
Peña-Videgaray o al alza mensual de las tarifas de los energéticos que
imponen y que casi triplican al índice de precios y que impiden que
Carstens, con todo su peso y el de sus Chicago Boys –en sentido figurado, por supuesto– le rompan el espinazo a la bestia inflacionaria con sus ridículas medidas monetarias, hecho que explica los reniegos constantes del agraviado Carstens.
¿Dónde está la coordinación del “equipazo” peñista, como diría el merolico Vicente Fox? El banco central sigue la lógica monetaria de su mandato, para desaguisado de los expertos, y con el síndrome de la pantomima.
Con la tasa de referencia, también
conocida como “tasa de interés objetivo”, el banco central fija el
precio para el mercado interbancario a 1 día, es decir, la tasa que se
cobrará en las operaciones entre los bancos comerciales que se prestan
dinero entre ellos. La “tasa objetivo” determina las tasas de fondeo
bancario (operaciones directas y en reporto al plazo de 1 día realizada
con pagarés bancarios, aceptaciones bancarias y certificados de
depósito que hayan sido liquidados en el sistema de entrega contra pago
del Instituto para el Depósito de Valores) y de valores
gubernamentales. Con la tasa de referencia, el banco central envía una
mímica “señal” a los intermediarios, con el objeto de anunciarles el
nivel y la trayectoria que desearía para las demás tasas de interés,
según sus expectativas inflacionarias. Un alza de la tasa de referencia
busca reducir la liquidez del mercado, encarecer el costo del crédito,
inhibir el consumo y la inversión, atenuar las presiones
inflacionarias. Una baja implica el efecto contrario.
El banco central no interviene
directamente en los mercados financieros. Sólo busca persuadir. En un
mercado financiero desregulado, cada quien decide si le hace caso o no
al Banxico y qué tasas de interés cobrarán.
La evolución de las tasas de interés bancarias evidencia que no le hacen mucho caso.
En ese sentido se ha provocado la
disfuncionalidad entre la política fiscal y monetaria. Se ha afectado
la formulación y la coordinación de los objetivos de política
económica, así como su instrumentación y eficacia. Al banco central
sólo le interesa la inflación y aplica la terapia monetaria restrictiva
que considera adecuada en el tiempo que estima necesario. El éxito de
su tarea es la subordinación de todo lo demás. Exige una política
fiscal austera, la abstinencia social (contención salarios reales y del
consumo) y la moderación de la inversión.
Actualmente los peñistas dicen que aplican una política fiscal contracíclica, sólo de nombre. Pero chocan con la pared monetaria.
El banco central quiere su inflación de 3 por ciento +/-1, pero se topa
con la política de precios públicos voraces del peñista Videgaray.
Hacienda, el Banxico y la población se estrellan con la banca privada insaciable. Es un trágico juego de suma cero.
Han transcurrido 31 años y medio de
experiencia desinflacionaria, y 21 años y medio de la autonomía del
banco central. En 1987 se registró una hiperinflación de 159 por
ciento. En 2000, la tasa cayó a 9.5 por ciento, recuperándose el nivel
de un dígito registrado desde 1972 (5.6 por ciento) y en 2014 se espera
que cierre en alrededor de 4 por ciento. Para 2015-2018 se pretende que
se ubique en la meta de 3 por ciento anual (ver gráfica 1).
El resultado es notable. La inflación
media para 2001-2014 será de 4.4 por ciento, comparable a la del
desarrollo estabilizador (1954-1970), añorado por los neoliberales (4
por ciento en promedio anual).
Por sí mismo, lo anterior sería motivo de orgullo para los neoliberales que se sientes herederos de aquella nostálgica época dorada conservadora.
Pero un detalle impide que lo sea. En
aquella época –que sueñan restaurarla– la economía creció a una tasa
media anual de 7 por ciento. En la neoconservadora (1983-2014) apenas
se ha expandido 2.3 por ciento, pese a que con las políticas
estabilizadoras y las contrarreformas estructurales neoliberales se prometió un crecimiento alto. Técnicamente, ello equivale a un estancamiento dilatado.
No obstante, en al menos tres elementos
se equiparan: 1) la opulenta exclusión social, que es peor con los
neoliberales, pues han empobrecido al 80 por ciento de la población; 2)
el despotismo oriental político con el que actúan; 3) que sus políticas
estabilizadoras han sido desestabilizadoras. El colapso devaluatorio de
1976 y el desastre subsecuente no fue más que la herencia de los
estabilizadores de aquella época, crisis que los echeverristas no
fueron capaces de enfrentar adecuadamente (Clark W Reynolds, “Por qué
el desarrollo estabilizador de México fue en realidad
desestabilizador”. El trimestre económico, Fondo de Cultura
Económica, 250, 1996) o los desastres de 1994-1996 o 2009, entre otros,
que han impedido el crecimiento, son responsabilidad de los actuales
estabilizadores.
Carstens y Videgaray padecen de
paranoia inflacionaria. Están obsesionados por la meta de 3 por ciento
para lo que resta del peñismo.
Stiglitz y George Akerlof, que
compartieron el Nóbel de Economía en 2001, señalan que “controlar la
inflación no es un fin en sí mismo: es un simple medio para lograr un
crecimiento más rápido y más estable y con menor desempleo. Una
política monetaria demasiado permisiva corre el riesgo de aumentar la
inflación; si es demasiado rígida, puede causar innecesariamente un
aumento del desempleo, con todo el sufrimiento que éste entraña.
Existen pocos testimonios de que los bancos centrales independientes
que se centran exclusivamente en la estabilidad de los precios obtengan
mejores resultados en cuanto a esos aspectos decisivos. Existe una tasa
óptima de inflación, superior a cero. De modo que la búsqueda a toda
costa de la estabilidad de precios menoscaba, en realidad, el
crecimiento económico y el bienestar” (“Mentiras graves sobre los
bancos centrales”).
Este trastorno compulsivo tiene
al menos una razón de ser: el problema de la productividad y
competitividad que exige, entre otras cosas, la convergencia de la
inflación interna y externa, es decir, con la estadunidense.
La brecha de precios se ha cerrado
gradualmente. En l981-1990 la inflación media anual de México fue de 69
por ciento, y la de Estados Unidos de 4.7 por ciento. En 2001-2014 en
México será de 4.4 por ciento y la estadunidense de 2.4 por ciento. La
tasa esperada en 2014 será del orden de 4 por ciento, contra la de 159
registrada en 1987. Para 2015-2018 se espera que sea de 3 por ciento y
la estadunidense de 2 por ciento, una diferencia de un tercio anual si
se cumplen las expectativas que subsistirá al menos lo que resta de la
década y que afectará a la competitividad (ver gráfica 2).
Con un mandato único, no es exagerado
afirmar que el Banxico mantendrá la misma política monetaria hasta que
se cierre la brecha y los precios consoliden su estabilidad en ese
nivel, si es que lo logra algún día, La tasa optima deseada es de 2 por
ciento +/-1, o de 3 por ciento +/-1.
No obstante, se enfrenta a varios
problemas que escapan de su control. La política monetaria es como una
red para atrapar fieras, pletórica de grandes agujeros. Ante todo, se
le escapan por el gran orificio de su fundamento teórico. El
banco central supone que la inflación es un problema monetario sobre el
cual puede influir a través de la manipulación de la cantidad de dinero
en circulación (la liquidez), por medio del movimiento de los altos (o
menores) de interés reales y otras operaciones de mercado abierto. Con
la mayor o menor liquidez busca inducir la demanda interna (el consumo
y la inversión privada) por el acceso al crédito, su costo. Altos
intereses los afectan y los menores lo alientan.
Pero sabe que con esa medida es suficiente, pues sólo puede influir indirectamente, por lo que para contener y domesticar a la fiera inflacionaria necesita
de otras directas: reprimir la demanda interna, a través de la
austeridad del gasto público; la contención salarial o la eliminación
de aranceles. O la estabilidad cambiaria (igual inflación interna y
externa más una tasa de devaluación de cero por ciento). Esa estrategia
se ha aplicado desde 1983 a la fecha con algunas variantes en el tiempo.
La fiera ha sido aturdida, pero temporalmente, y luego reaparece furiosa. En cambio, la economía ha sido atontada a
palazos represivos de la demanda interna por 30 años y medio, lo que en
parte explica los ciclos recesivos y de estancamiento. Y seguirá hasta
2018, al menos, gracias a Carstens y Videgaray, los paranoicos inflacionarios.
El enfoque presenta otros hoyos por
donde se escapa la inflación: sus causas estructurales, asociadas a la
producción (factores que reprimen la producción interna) y las contrarreformas estructurales, la desregulación interna, la apertura externa, la destrucción del Estado economía.
Como dijera el economista José Antonio
Ocampo, exdirector ejecutivo de la Comisión económica para América
Latina y el Caribe y exsecretario general adjunto de la Organización de
las Naciones Unidas: se restringe la estabilidad macroeconómica al
equilibro fiscal y la estabilidad de precios, elimina el énfasis
keynesiano en el crecimiento y suprime el rol contracíclico de la
política macroeconómica (“Una visión amplia de la estabilidad
macroeconómica”, Revista de Economía Política de Buenos Aires, marzo 2007).
El neoliberalismo, agrega Ocampo,
suplanta al keynesianismo que dominó a la posguerra y cuya visión de la
estabilidad macroeconómica era más amplia. Una mezcla de equilibrio
interno –el pleno empleo, el crecimiento económico estable y la baja
inflación– y de equilibrio externo –desequilibrio de la balanza de
pagos compatible con un tipo de cambio estable–, adecuado éste último
al primero.
Si con la fórmula neoliberal el
crecimiento dejó de ser un objetivo para el banco central, también
sucedió lo mismo para la Secretaría de Hacienda y Crédito Público,
merced al imperativo neoliberal del equilibrio fiscal y el control
inflacionario.
De Pedro Aspe a Videgaray se amputaron las piernas contracíclicas y promotoras del desarrollo (fiscal, planeación, etcétera) del Estado. Lo convirtieron deliberadamente en un minusválido.
Y los empresarios han sido inútiles para convertirse en la prótesis sustituta.
Por si fuera poco, esa política
estabilizadora ha sido desestabilizadora. El control de la inflación ha
sido acompañado y, por tanto, responsable del desequilibrio en otras
variables claves de la economía: la sobrevaluación cambiaria –que
depende del capital especulativo: baja el precio del dólar
estadunidense cuando ingresa y se eleva cuando sale– que se suma a la
destrucción del aparato productivo al abaratar las importaciones que
compiten deslealmente con la producción nacional (véase, por ejemplo,
al sector agropecuario; las altas tasas de interés reales, la pérdida
del poder de compra de los salarios; el desequilibrio comercial y de la
cuenta corriente de la balanza de pagos).
Actualmente, el 25 por ciento de la
oferta total depende de las importaciones, y sus precios, en lo que va
del siglo, han sido altamente volátiles, gracias a los especuladores
financieros (ver gráfica 3). Ante esa situación Carstens y Videgaray no
sólo no hacen nada para enfrentarla. Para ser precisos, la agudizan.
Ante cada problema productivo o de abasto interno, profundizan la
desgravación arancelara que agudiza el desastre. Es como si para
controlar la inflación tuvieran que matar al paciente. Es la Doctrina del shock, como diría la economista canadiense Naomi Klein.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario