CRISTAL DE ROCA
Por: Cecilia Lavalle*
“Yo
creí que usted era una chica superpoderosa”, me dijo una jovencita. Y
antes de sacarla de su error, me imaginé con capa, el brazo extendido y
la mano en puño, iniciando el vuelo mientras exclamaba: “¡A luchar por
la igualdad!”.
Le cuento: Estaba dando una conferencia a jóvenes sobre los Derechos
Humanos de las mujeres. En mi reflexión hablé sobre el largo camino que
mujeres en distintos siglos y distintos lugares del mundo han
recorrido, para hacer valer uno a uno cada Derecho Humano que merecemos
por el simple hecho de ser humanas. De cómo, incluso, tuvimos que ir
contra la idea generalizada de que plenamente humanas no éramos.
Hablé de los muchos Derechos Humanos que ya se nos han reconocido
legalmente. Y de los que faltan por ser reconocidos. Señalé que el
reconocimiento legal era una cosa y otra muy distinta que la
discriminación, exclusión y violencia contra nosotras hubiese terminado.
Hablé del empoderamiento de las mujeres, y cómo éste incluye cuidarnos
vitalmente e hice énfasis en que muchas veces las jóvenes cometen actos
de riesgo empujadas por la idea de que “somos iguales”, sin comprender
realmente el concepto de igualdad, lo cual las colocaba en mayor riesgo
que a sus amigos.
Y conté lo que me había acontecido precisamente la noche anterior.
Resulta que tras hospedarme en el hotel de la ciudad que me albergaría
un par de noches, decidí comer en el restaurante del hotel, al que se
llegaba tras cruzar un jardín, una alberca y un pequeño pasillo con
habitaciones a cada lado. Todo un laberinto.
Cené, contesté algunos correos electrónicos y pulí un artículo. Total,
para cuando me iba a mi habitación ya eran como las 8 de la noche.
Me antecedieron en la salida del restaurante un grupo de hombres que
habían hablado y reído en voz alta mientras comían. Caminaba detrás de
ellos cuando, al llegar al pasillo de las habitaciones, me paré en
seco. Decidí esperar a que se alejaran o entraran a su habitación antes
de seguir mi camino.
He de aclarar que esos hombres no tuvieron una sola actitud amenazante
contra mí. Es más, muy probablemente ni me vieron. Pero mis alarmas se
prendieron. En un pasillo con habitaciones de hotel a cada lado, ser
mujer me colocaba en un riesgo que a un hombre no.
Tras contar esa anécdota, la joven me interrumpió para decirme que
había pensado que yo era una chica superpoderosa y nada podía pasarme.
Me reí de buena gana (especialmente tras imaginarme con mi capa), e
inmediatamente después aclaré que, por supuesto, ni era chica ni era
superpoderosa, sino una mujer que, como todas las mujeres del mundo, sé
lo que es el miedo a ser agredida, aunque, como pocas mujeres en el
mundo, nunca haya sido violentada físicamente.
Mi poder, expliqué, reside entre otras cosas en cuidarme vitalmente; en
saber que ser mujer, en este momento en este país, implica riesgos. En
saber que tengo derecho a vivir una vida libre de violencia, pero el
gobierno aún no se hace responsable de garantizarlo plenamente.
Mi joven interlocutora me preguntó: “Entonces, ¿no hacer algo que me
pone en riesgo es una actitud de poder?”. “¡Sin duda!”, respondí. De
hecho te convierte en una chica superpoderosa.
Me agradeció el comentario con el brazo extendido y la mano cerrada en puño. Y, claro, hice lo mismo.
Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com.
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
CIMACFoto: César Martínez López
Cimacnoticias | México, DF.-
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