Carlos Bonfil
Jauja, una mitológica tierra de la felicidad y la abundancia. A seis años de haber realizado Liverpool (2008), el argentino Lisandro Alonso (La libertad, 2001; Fantasma, 2006) retoma en Jauja,
su largometraje más reciente, un tema recurrente en su obra, la
búsqueda existencial. Sus personajes masculinos han emprendido, en los
ambientes más disímbolos, desde la selva hasta las barriadas
industriales, exploraciones enigmáticas que finalmente cimbran sus
certidumbres más arraigadas. Una búsqueda de identidad, el vago
propósito de dar sentido a una existencia gris, la expresión de un
profundo malestar frente a una modernidad inhóspita. Rara vez se ha
tratado de la faena de quien tiene en mente ubicar un lugar o dar con
el paradero de una persona, asunto común de los thrillers y las cintas de aventuras.
El proyecto Jauja surge a partir de un episodio brutal, que refiere Mar Diestro-Dópido en la revista británica Sight and Sound (mayo,
2015): el asesinato de una pareja de críticos de cine (Nika Bohinc,
eslovena; Alexis Tioseco, filipino) en Manila, en 2009. Este hecho de
nota roja es el detonador de una inquietud que en 2011 Alonso confía en
Sin título, carta-cortometraje dirigida a su colega español, el director Albert Serra (El canto de los pájaros, 2008).
¿De qué modo la desaparición de una persona amada perturba
perdurablemente la existencia de un ser humano? ¿Cómo expresar en la
pantalla el carácter indefinible de un largo duelo?
El también director de Los muertos (2004) elige para ello
el paisaje árido e inhospitalario de la Patagonia; también una época
turbulenta y una circunstancia violenta, la campaña oficial de
exterminio de poblaciones indígenas a finales del siglo XIX. Y en este
marco histórico, una aventura romántica: la búsqueda absurda por parte
del capitán danés Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen), y cuatro hombres
más, de un paraíso terrenal en medio de la desolación circundante.
Cuando Ingeborg (Villbjork Malling Agger), su hija adolescente, huye
con uno de los integrantes del pequeño grupo, la búsqueda inicial se
transforma de pronto en la obsesión de Dinesen por seguir el rastro de
la joven.
Este aparente tributo a las convenciones del western, con ecos en la trama y registro de paisajes del cine de John Ford (en particular de Más corazón que odio/The searchers, 1956),
se vuelve una alegoría existencial sobre la vanidad de perseguir
objetivos temerarios –conquista y poder absoluto sobre los semejantes,
alcanzar territorios de bonanza idílica–, sin la libertad y el riesgo
de perderse en el intento. El capitán Dinesen no tiene ni el arrojo ni
la desmesura del conquistador enfebrecido de Aguirre, la cólera de Dios
(Herzog, 1972). Lo suyo es la épica contrariada de un ser melancólico y
apesadumbrado, sentimentalmente cautivo de la hija desaparecida,
incapaz de recobrar su entereza anímica.
La
cinta da cuenta de ese marasmo existencial del aventurero danés perdido
en un territorio ajeno, confundiendo caprichosamente épocas, personajes
y geografías, como si cada episodio de la trama fuera el producto de la
imaginación delirante del protagonista. De este modo, la joven
desaparecida parece cobrar vida nueva en el personaje de una anciana
encontrada en una caverna, en compañía de esos perros que la niña
Inegeborg deseó la acompañaran siempre a todas partes. También vida
nueva en otro siglo, una época actual donde la joven Villbork (de nuevo
Malling Agger), suerte de doble suyo, atiende las llagas de origen
nervioso de su perro, ocasionadas por una larga ausencia de su dueña.
Así parece refrendarse el carácter obsesivo y circular de una memoria
lastrada por la pérdida sentimental y el duelo. En un juego similar de
sustituciones, las aguas de un manantial –capturadas por la lente del
finlandés Timo Dalminen, fotógrafo habitual de Aki Kaurismaki– se
transforman en un agreste paisaje montañoso.
¿Tiene algún sentido buscar mayor coherencia narrativa en el empeño
con que un guionista poeta, el argentino Fabián Casas, y un realizador
atento a las alegorías, buscan registrar los extravíos mentales de un
personaje sumido en el dolor y la tristeza? Son pocas las ocasiones en
que el cine consigue capturar venturosamente el tipo de desolación
física y anímica que la mejor literatura plasmaría al cabo de numerosas
páginas. El cine de Lisandro Alonso suele acometer empresas semejantes.
Sólo que esta vez, dejando un poco atrás las precariedades materiales
del cine marginal, y con la complicidad de un actor enorme, se permite
dar a su nueva cinta una mayor libertad formal y todo el juego
escenográfico de las grandes producciones. De este modo propone una
variante más –tan válida como sus exploraciones anteriores, de hecho,
complementaria a todas ellas– de un cine personalísimo y, sí, todavía
independiente.
Se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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