Carmen Boullosa
Escribo esto desde Los Ángeles, a donde vine a la feria del libro en español, LEAla. Participé en el espacio de la Ciudad de México, ante un público precioso, honesto, ávido de escuchar. Tuve la suerte, además, de participar con Javier Sicilia y con otros colegas queridos.
En el otro extremo del continente, en la costa este, clonaron los vegetales de las pinturas de la Kahlo. En el invernadero del Jardín Botánico de Nueva York (NYBG), en el Bronx, levantaron el jardín de la Kahlo con las plantas que ella retrató en sus obras. Las que ella pintó, hoy florecen en Nueva York. Las trazó en el papel, la tela, la madera o el metal. Ahora tienen savia, tocan tierra, disponen del aire, gozan de color.
Los creadores (clonadores) del Jardín de Frida recorrieron un camino inverso al de la representación. No es el pintor o el fotógrafo capturando a sus modelos. Las plantas se han salido del lienzo; la clorofila reemplazó al óleo. La perseverancia del jardinero, al proteger las cactáceas hasta verlas alcanzar la flor, toma el lugar del pincel y el lápiz.
Los creadores de este Jardín de Frida añadieron a las imágenes de la pintora otras plantas y porciones del jardín de la Casa Azul (hoy el Museo Frida Kahlo en Coyoacán), reproduciendo la pequeña pirámide de Diego con las cactáceas, una pared, los macetones.
Pero el juego no acaba ahí en la exposición del NYBG. Los vegetales regresan a las pinturas de Kahlo. En la Galería se exhiben 14 piezas de Frida con las imágenes de las plantas entre las que caminábamos minutos antes. Pendiendo de las paredes ya no son plantas “reales” y mortales, sino protagonistas perpetuas del mundo de la artista. La obra de Frida empieza a volver a nacer.
La obra de la artista muestra una cara de tesón, enseña la vida que ella se ganó a pulso. La lucha contra las secuelas del accidente que sufrió no la hacen ser “Su-frida”, sino “Su-vida”. Es un placer recorrer su feliz jardín que obliga a una relectura de la obra de la Kahlo. Con él la revaloramos. El jardín no insiste ni en el dolor ni en la risa o la carcajada a las que Frida fue afecta (son siempre un desliz, una anomalía gozosa), sino en el gusto simple y llano de respirar, ver, sentir, percibir inmóviles el placer más simple.
En su complicación —a pesar de su aparente desparpajo, el jardín es un espacio barroco— nos propone el camino que no es ni largo ni corto (sino todo lo contrario), para sanar heridas.
Y es un jardín sensual. A primera vista espontáneo, pero complicado.
Un jardín cultivado, el espejo de su jardín interior. En este recogimiento no hay exageraciones ni desgañites.
Es El Jardín de las Delicias, y Eva y Adán nacen distintos. Ella no es ya la costilla arrancada al varón, él no carga el trauma postoperatorio por mutilación, no sufre que una parte de su cuerpo fue arrancada por la Mano Mayor para crear otro ser, una “ser/a”, “su” señora.
A este jardín no se le da la grandilocuencia. Hecho por una mano menor, la mano artesana que puede modelar el barro, su humilde poder nos subyuga.
La exposición se llama Arte, jardín y vida de Frida Kahlo. Incluye un paseo con poemas de Octavio Paz, expuestos bilingües al aire libre. Algún día, tal vez, veremos en México el Jardín de Nuestros Grandes, en el que se cultivaran todas los vegetales que ellos mencionan —como el jardín de Shakespeare que hay en otro botánico, el de Brooklyn—. E incluye un recorrido virtual por la ciudad de México de Diego y de Frida, y los vestidos que Humberto Espíndola creó con papel de china, réplicas de los de las dos Fridas, que se exhiben al pie de la Galería.
Es una hermosa exposición. El verano ha vuelto a Nueva York. Regresó con el jardín mexicano de Frida.
En la otra costa se celebró la LEAla, más efímera que el jardín —pero como las obras de Frida, hecha de impresos perdurables—. El invitado de honor fue la Ciudad de México. A un tiempo, dos jardines mexicanos florecieron en el vecino del norte.
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