Y de los síntomas sociales que representan y sostienen. Primera parte.
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Discriminar: (Del lat. discrimināre).
1. Seleccionar excluyendo.
2. Dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por
motivos raciales, religiosos, políticos, etcétera. Diccionario de la
Real Academia Española.
Es un hecho que “el cuerpo habla”. “Habla”, por ejemplo, cuando
somatizamos. Es también un hecho que cada ser humano mantiene una
relación específica y diferenciada con su cuerpo y que en este sentido,
transformarlo a través de las técnicas que ahora existen es el derecho
incuestionable de cada una/o. Hace algún tiempo leí un ensayo muy
interesante: El lugar de los piercings y los tatuajes como
intento de reapropiación del cuerpo en el caso de algunos jóvenes
sobrevivientes de abuso psicológico y/o sexual. Cito el ejemplo
anterior, porque me parece importante respetar las razones y sinrazones
–tan íntimamente suyas- por las cuales una persona elegiría
“reinventar” su cuerpo. Escribirlo “a su manera”.
Imposible –al mismo tiempo- no cuestionar esa dolorosa presión que
las sociedades ejercen –unas más que otras- para exigir a los cuerpos
juventudes eternas, sobre todo en el caso de las mujeres. Para
exigirnos - en países construidos en el mestizaje- que correspondamos a
características físicas que con frecuencia no son las nuestras. Esas
exigencias que desde la publicidad se convierten en una manera embozada
de acoso: Es imprescindible ser joven (o desencuadernarse por
parecerlo), blanca/o, delgada/o, alta/o, atlética/o. Con facciones lo
más “occidentales” posibles. Tan blancas/os a como se pueda y con los
ojos tan claros a como nos sea posible.
En el caso de las mujeres sumemos los senos grandes, la curva
pronunciada debajo de la espalda, los labios carnosos. Para toda
transformación ya existe alguna operación, intervención, inyeccioncita,
crema. Rubieidades Clairol. Pupilentes de colores. No importa
si arruinamos nuestra economía monetaria y libidinal: De lo que se
trata -según los mercaderes- es de someternos a sus imperativos de
belleza. No a los nuestros, que por supuesto que existen. Jamás me
pelearía con el tan humano deseo de gustar, ¿quién no quiere gustar en
donde elige gustar? No descalifico un segundo la importancia de
trabajar nuestras bellezas exteriores e interiores. Las que sí nos
pertenecen a cada una/o. Las que sí son nuestras. Las que construimos
en la realidad.
Pero muy otra cosa es la vendimia y sus constantes imposiciones de
ideales del Yo, que contribuyen –desde la infancia y golpean duro en la
adolescencia- a crear y/o ahondar el conflicto entre una persona y su
cuerpo. La distancia entre el cuerpo del ideal (los estereotipos
impuestos) y nuestros cuerpos de la realidad. La desgarradura. Esa
sensación esquizoide que a una le puede provocar encender las
televisoras comerciales e irse de bruces porque el mestizaje
sobre-representado, es aquel lo más cercano posible al fenotipo
europeo. Esa sensación esquizoide cuando una escucha: “Es morenita, pero bonita”. Y ese –aparentemente minúsculo- pero se convierte en una especie de traición de la realidad, de traición histórica.
Como en mi casa seguimos sin tele, esta extravagante ficción de la güereidad discriminatoria
–como dicen los publicistas “aspiracional”- me golpea cada vez que
encuentro una tele encendida. Caigo en estado de indignación
hipnotizada: Tan habilidosas/os las/los maestras/os de la vendimia.
Primero labran de manera insistente y meticulosa el conflicto, luego
nos ofrecen un “producto milagro” para resolver el conflicto que ellos
nos crearon. Primero llaman a las adolescentes a ser flaquititas y a
matarse de hambre, y luego nos ofrecen una mesa de análisis
(preocupadísimos): “Los peligros de la anorexia”.
Primero nos dicen que no tenemos derecho a pasar de los treinta
años, y luego nos invitan a la mesa: “Sí hay vida después de los
cuarenta”. Algo así. ¡Gracias! Para los murales esos ojotes oscuros y
pelones pintados por Diego Rivera. Para los murales aquellos rasgos que
nos recuerden que nosotras/os mexicanas/os tenemos en términos
culturales y genéticos, una historia. Nuestra historia. ¿Qué ser
humano, qué cultura es capaz de construir en tierra firme malbaratando
su historia? En este contexto, las/los mercaderes nos arrojan al más
cotidiano de los conflictos en México: el pleito por aquello que
Hortensia Moreno llama: “El colorímetro de los mexicanos”.
En este contexto –la negación de la realidad, el llamado a rechazar lo que somos en nuestra vastísima diversidad- encontré en La Silla Rota el texto de Agustín Velasco: “Photoshop,
el mejor amigo de los candidatos”. El texto nos muestra fotos de 10
candidatas/os: La realidad, y su foto del cartel publicitario. ¿Cómo
les diré? Más de lo mismo. Como si me tropezara en la arena política
con los ideales del Yo que crea/recrea Televisa. Ustedes me dirán:
“Pero si son lo mismo”. A lo que sólo puedo responder: Porque se lo
permitimos.
¿Hasta cuándo? Mientras se lo permitamos. Agustín cita al politólogo
José Fernández Santillán: “En cada proceso electoral los políticos se
venden como un producto, es por ello que no resulta raro encontrarse
con modificaciones de imagen que los convierten en otras personas”. Y
mi pregunta sería: ¿Es lo mismo el manejo de una candidatura que un
comercial de pasta de dientes? ¿No es para desmayarse de la indignación
y del susto?
¿Si ellos – los candidatos a puestos de elección popular- son un
“producto”, nosotros a qué quedamos reducidos? No a ciudadanas/os,
ciertamente, sino a tristes e infinitamente pacientes consumidores de
productos. Ironías de la vida, les pagamos con nuestros impuestos a
quienes acceden a los puestos de elección popular. Nosotras/os pagamos
para que nos vendan su “producto”. Los consumimos para que nos sigan
consumiendo. Nos consumen.
Próxima semana, segunda parte: LOS CANDIDATOS Y LA REINVENCIÓN DISCRIMINATORIA DE LOS CUERPOS.
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