Leonardo García Tsao
Cannes. Era de esperar que a la película húngara Saul fia (El hijo de Saúl), de
László Nemes, se le haya asignado hoy una sola función pública a las
cuatro de la tarde. Su relato se sitúa en el campo de concentración de
Auschwitz en 1944, pero su visión es más dura de lo que, de por sí,
suelen ser las películas sobre el Holocausto.
La narrativa se centra en el personaje epónimo (Geza Röhrig), que sobrevive trabajando como Sonderkommando para los nazis. Según se sabe, los Sonderkommandos eran
los judíos seleccionados para hacer los trabajos sucios en los campos
de exterminio: acarrear a los presos a las cámaras de gases, limpiar
los desechos, rescatar lo que hubiera de valor entre sus ropas,
incinerar sus restos. En una de esas operaciones, Saúl cree reconocer
el cadáver de su joven hijo y se obsesiona por encontrar un rabino para
darle una sepultura religiosa.
Lo interesante en la resolución formal del debutante Nemes es cómo
utilizó la cámara en mano para aislar a su protagonista en el cuadro
–de la tradicional proporción 1:33– y seguirlo en largos planos
secuencias que mantienen su entorno fuera de foco y de cuadro. Así, las
terribles acciones no se muestran sino se sugieren, bajo una siniestra
banda sonora compuesta de gritos, golpes y otros sonidos inquietantes.
Conforme avanza la película, el director va abriendo su cuadro para
mostrar más detalles, como una infernal matanza nocturna de presos que
son arrojados a unas fosas tras ser acribillados a tiros.
Por mucho que se plantea entre los Sonderkommandos la
posibilidad de una rebelión armada y un escape, uno anticipa –por el
pesimismo determinante de este tipo de relatos– que Saúl va a fracasar
en sus intenciones. No hay esperanza posible en el contexto más brutal
de negación de vida que ha habido en la historia.
En contraste, el pesimismo habitual de Woody Alllen parece una broma en Irrational Man (Hombre irracional), su
realización más reciente, exhibida aquí fuera de competencia. Aunque se
trata de un drama y no de una comedia, las carcajadas fueron constantes
durante la proyección. Allen ha vuelto al tema del asesinato como
salida a un dilema existencial, como había hecho ya en Crímenes y pecados (1989) y La provocación (2005).
Sin
embargo, decir que el planteamiento es esquemático será elogiarlo.
Ahora es un azotado profesor de filosofía (Joaquin Phoenix, más
desconectado que de costumbre) quien recupera el sentido de su
existencia al asesinar, en un acto gratuito, a un juez con fama de
corrupto. Pero su estudiante/novia (Emma Stone) lo descubre, se
escandaliza y amenaza con denunciarlo.
Más que a Crimen y castigo, el subtexto dostoyevskiano responde a El idiota. Los personajes describen con la voz en off
todos sus pensamientos y procederes, por si no fueran suficientemente
obvios; como el tono se supone filosófico hay constantes referencias a
Kant, Heidegger, Kierkegaard y Sartre en los diálogos, no se vaya a
descubrir que el tratamiento es superficial; en lugar del jazz de los
años 30 en la banda sonora, ahora Allen se moderniza con música del
trío de Ramsey Lewis, correspondiente a los 60 (eso es progreso); hasta
Stone, una actriz que proyecta vivacidad inteligente, se ve tonta como
un personaje totalmente reactivo que sólo sabe responder a los deseos,
claro, de un hombre mayor.
Uno aprecia que el casi octogenario Allen siga productivo año con año. De vez en cuando nos brinda algo como Jazmín azul (2013),
después de todo. Pero sus fracasos son cada vez más repetidos. No
importa, supongo, mientras los festivales y su público sigan dispuestos
a perdonarlo. En su estreno en el teatro Lumière, la gayola aplaudió
con entusiasmo a ese Hombre irracional, sin importarle las abundantes risas durante la proyección.
Twitter: @walyder
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