El
sábado 4 de julio, alrededor de la dos de la madrugada, un grupo de
jóvenes fue retenido en la vía pública por una patrulla de la policía
estatal, exactamente en la esquina de Xalapeños Ilustres y José María
Mata. Se les ordenó que colocaran las manos sobre la pared. Una fila
cabizbaja de cerca de diez o doce varones de corta edad, y cinco
oficiales con atuendo de policía militar fuertemente armados
registrando con violencia las pertenencias personales de los jóvenes.
La escena parecía tomada de ese acervo de imágenes que durante décadas
mantuvieron en la confidencialidad las dictaduras sudamericanas, y que
muestran el férreo control del espacio público que impusieron las
juntas militares en contra de la totalidad de la población civil. En
esa época se argüía la presencia de una conjura comunista. En nuestra
época el presunto enemigo es vago e impreciso; aunque la excusa que
escolta a estos operativos cuasimilitares es casi religiosamente la
cacareada “seguridad pública”. Después de la auscultación aparentemente
rutinaria, los elementos de la policía regresaron a la patrulla. A la
distancia se alcanzó a escuchar a otra persona, que nada tenía que ver
con el asunto, proferir un par de improperios folklóricos en contra de
los efectivos policiales. Como si se tratara de una terrorista o
disidente político o estudiante universitario (que no son lo mismo pero
en los cálculos del gobierno son iguales), los agentes evacuaron otra
vez la unidad y avanzaron en posición de ataque hacia el “insolente”
transeúnte. El hombre, de unos 35 años de edad, corrió en dirección al
establecimiento más próximo e ingresó por la entrada principal, acaso
pensando que allí no podrían seguirlo. Los policías entraron al lugar
sin titubear, y con lujo de violencia amagaron con aprehender al
“fugitivo”. Después de un forcejeo bochornoso, los agentes de la
policía estatal abandonaron el sitio y abordaron nuevamente la
patrulla, dejando libre al hombre.
Podría sugerirse que se trató
de un asunto menor e irrelevante. Pero el incidente cobra relevancia en
el contexto de la instrumentación de la impresentable Ley de Tránsito y
Seguridad Vial de Veracruz. Incluso algunos de los testigos de esa
noche estimaron que se trató de una puesta en práctica preliminar, una
especie de ensayo de lo que se avecina con la entrada en vigor de esa
Ley. Y es que el nuevo reglamento de Tránsito no es otra cosa que un
empoderamiento de la fuerza pública y un debilitamiento de la
ciudadanía y los derechos civiles. Tan sólo tres o cuatro días después
de ese incidente, una patrulla de la fuerza civil (unidad de elite de
la policía estatal) estuvo involucrada en un accidente en el que se
presume que fue responsable de impactar a un taxi, causando daños
aparatosos a la unidad. La patrulla, marcada con el número económico
F-2558 (alcalorpolítico 7-VII-2015), se dio a la fuga sin que hasta la fecha se decrete alguna sanción contra los elementos de la fuerza civil.
La Ley de Tránsito no es llanamente un endurecimiento de la ley; es un
endurecimiento de la ley contra la población civil. Que esa Ley
establezca como una obligación de los peatones la de siempre “portar
una identificación con fotografía, en la cual se señale la dirección de
su domicilio”, o que prevea sanciones que incluyen “arrestos
administrativos” con base en criterios como la “ofensa de la
autoridad”, “alteración del orden” o la “paz pública”, no es de ningún
modo algo consustancial a una preocupación de orden vial. Que la Ley
contemple la instalación de cámaras y radares por toda la ciudad, o que
imponga multas que exceden el 1000% de un salario mínimo en el país, o
que refuerce los retenes u operativos de alcoholemia, o que faculte a
los agentes de tránsito para detener por capricho a cualquier vehículo,
o que decrete la obligatoriedad de un “permiso para el uso de la vía
pública” allí donde una persona o grupo pretenda realizar una
manifestación, poco o nada tiene que ver con la seguridad o la paz o la
integridad de la ciudadanía. Al contrario, se trata notoriamente de una
Ley que aspira a constreñir la movilidad social, inhibir el uso del
espacio público, y decretar una especie de “toque de queda” no
declarado.
Las consecuencias previsibles de la Ley de
Tránsito deben constituir una prueba de intencionalidad. Entre esas
consecuencias predecibles destacan tres: uno, el tránsito restringido
de la vía pública o la transgresión flagrante del derecho de movilidad;
dos, la represión gubernamental de manifestaciones o actos públicos
ciudadanos que cuestionen el ejercicio violatorio de la función
pública; y tres, la persecución sin restricciones de la totalidad de la
población por parte de la fuerza pública, con el propósito de imponer
multas a granel y sanear el mal estado de las arcas públicas
rutinariamente sujetas al bandidaje institucional.
La
constante acción vejatoria de los agentes policiales en Veracruz no es
un asunto que frene a la autoridad civil en la persecución de su
agenda. La evidencia sugiere que esa “acción vejatoria” es el fondo no
declarado de las políticas de seguridad, incluido el nuevo ordenamiento
vial. Esa terca omisión de la realidad es la norma en las alocuciones
de los funcionarios públicos. Según el alcalde de la capital
veracruzana:
“Hoy Xalapa cuenta con un mejor cuerpo
policiaco y por supuesto que debe de seguirse fortaleciendo, no digo
que sea un trabajo acabado pero hoy tenemos un mejor cuerpo de
servidores públicos que cuidan los intereses, el patrimonio, así como
la integridad física de los xalapeños” (alcalorpolítico 7-VII-2015).
Cabe traer a la memoria la advertencia del catedrático José Antonio
Pascual: “Disimular la realidad con los subterfugios del lenguaje puede
permitir salir del paso una vez; institucionalizar ese proceder conduce
a la más sutil de las dictaduras: la de la mentira ejercida desde el
poder, desde cualquier forma de poder”.
De la Ley de Tránsito sólo se pueden esperar dos cosas: más hostigamiento policial y más impunidad.
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