Editorial La Jornada
De
acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares
(ENIGH) 2014, en los dos primeros años de gobierno de Enrique Peña
Nieto hubo una caída de 3.5 por ciento en el ingreso de los hogares.
Más allá de ese dato general, de suyo preocupante, la investigación
–realizada cada dos años por el Instituto Nacional de Estadística y
Geografía (Inegi), y que constituye la base para las mediciones
oficiales de la pobreza en el país– presenta resultados ilustrativos de
la desigualdad socioeconómica que prevalece en el país.
Por ejemplo: aunque el ingreso de los hogares más pobres experimentó
un incremento nominal de 2.1 por ciento respecto al periodo 2010-2012
–atribuido principalmente a las transferencias de recursos vinculadas a
los programas sociales–, esto se tradujo únicamente en 160 pesos
adicionales por trimestre: así, la media de los hogares más pobres
percibieron $85.7 diarios en el periodo de referencia. En contraste,
aunque según la ENIGH los ingresos del sector más rico cayeron 2 por
ciento, estos hogares perciben en promedio mil 564 pesos por día. Por
lo demás, quienes sufrieron una mayor merma en sus ingresos en el
periodo referido son los sectores medios.
La asimetría descrita en los ingresos se expresa con claridad en las
posibilidades de los hogares de cada sector social para invertir en la
formación de sus integrantes, es decir, en su futuro. Mientras los
hogares más pobres gastan la mitad de sus ingresos en alimentación, los
más adinerados destinan a este rubro la décima parte de sus recursos;
por contraste, los primeros sólo disponen de 5 por ciento de sus
ingresos para educación y esparcimiento, en tanto los segundos pueden
destinar 20 por ciento para estos fines.
En
un entorno nacional donde 0.1 por ciento de la población concentra 43
por ciento de la riqueza total del país –como se precisa en el informe Desigualdad extrema en México: concentración del poder económico y político,
publicado por Oxfam en junio pasado–, la caída generalizada en los
ingresos de los hogares es una mala noticia en los pretendidos
esfuerzos gubernamentales por superar los inveterados rezagos sociales
que aquejan al país.
Lo más grave es que no hay visos de alivio a esta situación que
combina explosivamente desigualdad, contracción económica y deterioro
en la calidad de vida de la población: hace unos días el Fondo
Monetario Internacional recortó su pronóstico de crecimiento para
México en 2015 a 2.4 por ciento. A este escenario, de por sí poco
prometedor, hay que añadir el recorte de 135 mil millones de pesos que
sufrirá el presupuesto público en 2016 y los bajos precios que
mantendrá el petróleo en el mercado internacional, de acuerdo con
diversos análisis.
Más allá de los factures exógenos y coyunturales que influyen en la
realidad económica del país, la caída en los ingresos de la población y
la persistencia de la desigualdad son correlatos lógicos de una
conducción económica a lo largo de las pasadas tres décadas que ha
arrojado saldos negativos, ha postrado el mercado interno y ha privado
al Estado de mecanismos efectivos de redistribución de la riqueza. Ante
este panorama es deseable y necesario que el gobierno federal replantee
el rumbo económico y la aplicación de los recursos erogados por el
Estado –que, pese a los recortes anunciados, seguirán siendo
cuantiosos– con miras a elevar las condiciones de vida del conjunto de
la población y cerrar la injustificable brecha de desigualdad.
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