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“Existen
diversas definiciones de feminicidio. La más común, empleada sobre todo
en la prensa, se refiere al asesinato de mujeres. El término proviene
del idioma inglés, de la palabra femicide, acuñada por Jill Radford y Diana Russell en el libro Femicide: the politics of women killing.
Las autoras clasifican el término por el tipo de asesinato, ya sea
feminicidio íntimo, social o por animadversión… ese conjunto de
brutales asesinatos de mujeres, donde los cuerpos se utilizan para
dejar mensajes -como plantea por ejemplo Rita Laura Segato- y que
suelen quedar impunes”: Lucía Melgar Palacios.
La vida de un niño, un adolescente, un hombre vale poquísimo en
México. “La vida” ha ido perdiendo significado en una escalada
deshumanizante. Pero la vida de una niña, una adolescente, una mujer
vale bastante menos. A la salida de la escuela, de la maquila, de una
fiesta. Desaparecida. Pasamos la página. Nos seguimos de largo. “Se
halló el cuerpo de una mujer asesinada con signos de violencia sexual”.
Cada día. Todos los días.
Milé Virginia, Nadia, Olivia Alejandra, Rubén y Yesenia fueron
asesinados. Tiro de gracia. Una de ellas, sin la menor duda, fue
víctima de violación y tortura. Un periódico inmundo publicó una foto
suya tomada entre las cortinas a través de una ventana. Hay quien es
capaz de tomar una foto así. Y hay quienes son capaces de publicarlas.
La violencia “naturalizada”. Los cuerpos de las mujeres cosificados.
Las pieles marcadas en los crímenes de odio. Materiales de desecho.
Las bordadoras llegan al Ángel con sus telas blancas, sus agujas,
sus bastidores. Toman un cuadrito de pasto junto a la escalinata.
Extraen el material de sus bolsas, lo comparten. Escriben un texto, los
nombres de mujeres víctimas de feminicidio, un dibujo. Cada una elige.
Después bordan silenciosas sobre sus diseños.
Bordan –esta vez- al ladito de la Ángela. Así deseé escribirlo esa
tarde de domingo. Así, en femenino, he deseado escribirlo muchas veces.
¿Sería incorrecto feminizar ese espacio emblemático de protesta en un
país en el cual seis mujeres son asesinadas al día? La maquinaria
implacable de los crímenes de odio. La maquinaria implacable de la
negación y el silencio. La impunidad.
“¿En qué andaría su hija, señora? ¿Por qué no la cuidó?”. “Al rato
llega, se huyó con el novio”. “A las buenas muchachas no les pasa
nada”. Ese puñal que atraviesa la carne, esa bolsa de plástico, esa
cinta canela. Esos cuerpos desnudos, semidesnudos y con marcas de abuso
sexual y tortura que aparecen tirados en un lote baldío, en un tanque
de agua, en un bote de basura. Desde el viernes 31 de julio, la
información comenzó a filtrarse a cuentagotas: cinco personas
asesinadas con saña y tiro de gracia en la colonia Narvarte. “Un hombre
y cuatro mujeres”.
“Pórtense bien”, advirtió el gobernador de Veracruz a los
periodistas. Me imagino que a los “buenos muchachos”, tampoco “les
pasa nada”. El viernes la familia de Rubén reportó su desaparición, su
último mensaje (suponiendo que él lo haya escrito) decía: “Ya voy de
salida a la calle”. No llegó. Fue la primera de las víctimas en ser
reconocida y nombrada. Sus compañeras/os y amigas/os hicieron circular
de inmediato su imagen, su trabajo fotográfico, sus declaraciones.
Se dieron a conocer en medios y redes sociales las amenazas de las
que había sido objeto. Leíamos con horror. Con indignación. Con miedo y
más miedo por esa oleada creciente de asesinatos de periodistas en
Veracruz. En México. Ningún ánimo misógino en el duelo doloroso que
comenzó a atravesarnos por el joven fotoperiodista: Rubén vivía en
circunstancia de alerta máxima y sus familiares lo buscaron casi de
inmediato. Sabíamos que era él. Pero las horas pasaban y cada vez más
esa mención en medios y redes: “y cuatro mujeres” comenzó a
incomodarnos, a doler, a indignarnos. ¿Quiénes eran ellas? ¿Por qué no
las nombraban también? ¿Por qué tantas demandas de justicia circulaban
sin incluirlas?
La omisión de sus nombres en un país en donde el feminicidio
silenciado, ignorado, negado, es un gravísimo problema nacional. Un
país en donde Eruviel Ávila, gobernador del Estado de México, pudo
declarar tranquilamente: “Hay cosas más graves que atender”,
refiriéndose al asesinato en serie de niñas, adolescentes y mujeres.
¿Qué tantas “cosas” serán más urgente de atender? ¿Qué? Si se aceptara
la realidad que nos devasta.
Pero los representantes del Estado Mexicano se escurren y se han
escurrido por años a todos los niveles: Las defensoras y los defensores
de Derechos Humanos “exageran”, las y los feministas “exageran”.
“Campañas de desprestigio”, “Una alerta de género causaría pánico en la
población”. Ocultar la información. A ellas: Desaparecerlas.
El domingo (2 de agosto), ya sabíamos que una de las mujeres
asesinadas era Nadia Vera Pérez. Su nombre y su rostro llamaron al
comienzo de otro duelo. Las/os compañeras/os y amigas/os de Rubén
convocaron al mitin en la Ángela: su hermana toma la palabra. Se exige
que se respete y se siga la línea de investigación abierta por las
amenazas de Duarte a Rubén Espinosa.
Es allí, ese domingo, en donde escuchamos el nombre de otra de las
mujeres asesinadas: Yesenia Quiroz Alfaro. La semana pasada supimos que
“Alejandra”, “la trabajadora doméstica”, es Olivia Alejandra Negrete
Avilés. Y sí, hubo quienes escribieran: “la sirvienta”, “la chacha”.
Ese lugar –tan frecuente- en el que misoginia, racismo y clasismo se
entrecruzan en su voracidad deshumanizante.
El viernes leímos que “la colombiana”, se llama Milé Virginia
Martín. Los comentarios misóginos se incrustaron debajo de las notas de
imágenes de Yesenia, los misóginos y clasistas debajo de las menciones
de Olivia Alejandra, pero nada comparado con las “opiniones” alrededor
de “la colombiana”. Desatada la fantasmagoría misógina, clasista y
xenófoba. ¿Acaso no era parte de la intención de las filtraciones?
¿Acaso no estaba insinuado en las –torpes, desafortunadas?- muy
ofensivas maneras de frasear de algunos medios.
Comentarios (abundantes) de lectores: “Una colombiana cachonda”,
“Una buenota”, “una prostituta”. “Una muerta de hambre que vino a
venderse”. No sé cuál era el oficio de Milé Virginia, pero la escalada
deshumanizante comienza con esos aberrantes sobreentendidos y sus
telones de fondo: “Ah, ¿pues entonces qué esperaba, no?”. Como si
fuera, no sólo concebible, sino legítimo, que un ser humano fuera
asesinado por “cachondo”, o por guapo, o porque ejerce como trabajador
sexual, si fuera el caso.
“Una fiesta que dura hasta la mañana del día siguiente”, se hablaba
de cinco hombres y tres mujeres, música de salsa, y “una colombiana”.
¿Qué hacía Rubén en tan malas compañías sino andar de calenturiento?
Qué bueno que no invitó. Algo así. “Sí andaban de putas porque les iba
muy bien, hasta sirvienta tenían”. La naturalización del horror. ¿En
qué nos convertimos? ¿Defendernos del pánico a golpe de prejuicios? Les
sucedió porque caminaban por el lado oscuro de la acera, pero “yo, en
cambio”, se dice quien aún logra decirse esas miserias “salvadoras”,
“no corro ni el más mínimo peligro”.
¿QUÉ NOS PASA?
Cuando leo esos fraseos velados o abiertamente discriminatorios en
los medios: los que culpabilizan a las víctimas, cuando los leo en los
comentarios bajo las notas y en las redes sociales– construidos con una
rabia temible- me parece palpar en tantos y tantos de nosotros, los
mexicanos, ese antiguo odio hacia nosotros mismos. Ese desprecio
interior que volcamos en el/la de al lado. Esa necesidad de
discriminar, colocar a otros seres humanos en situación de
inferioridad. Denigrarlos.
Esa rivalidad inconsciente que intenta “protegernos” de la
impotencia: para ser “mejor”, tengo que destruir la imagen del otro, y
que obstaculiza –también y entre tantas otras razones- la posibilidad
de reconocernos, respetarnos y sumarnos en las más elementales demandas
de justicia.
La misoginia cotidiana -¿ordinaria?- es violencia contra las
mujeres. La misoginia “ordinaria”, abre la puerta grande a todas las
formas de violencia contra las mujeres, y sostiene –irresponsable y
ciega- el feminicidio. Ayer, en San José Acateno, Puebla, dos mujeres
-aún no identificadas- fueron encontradas en un arroyo: violadas y
asesinadas a machetazos.
No sé cómo iban vestidas. No sé cuáles eran sus oficios. No sé
–porque no entiendo en qué consiste- si eran “buenas muchachas” o no.
Dos mujeres fueron asesinadas a machetazos. La mano de una de ellas
permanecía pegada a su muñeca por un pequeño hilito de piel.
Se le llama “tejido social” a esos vínculos que mantienen la
cohesión –la interacción positiva, la solidaridad y la cooperación-
entre los habitantes de una comunidad. Entre los habitantes de un país.
Desgarrado. Roto. Hecho pedazos en comunidades enteras. No confiar. No
querer saber. Amurallarse. Y ellos se siguen de largo, los poderosos,
los del narco, y los que representan a las instituciones del Estado. A
veces separados y a veces tan los mismos.
Las bordadoras trabajan en silencio con sus telas y sus agujas.
Narran historias en sus telas. Son guardadoras de memoria. Todas/os
podríamos ser bordadoras/es. Nos preguntamos: ¿cómo participo? ¿Por
dónde comienzo? ¿Cómo me sumo? La desaparición de los jóvenes
estudiantes de la normal de Ayotzinapa y la respuesta ciudadana se
convirtió en un mar inmenso contra la impunidad.
Sumemos nuestras causas. No olvidemos a las víctimas. No dejemos
solos a sus familiares. No nos vayamos quedando –cada una/o- cada vez
más solos. Vámonos a tomar las calles de manera organizada, rotunda y
pacífica. Recuperemos el “codo a codo” que nos fortalece y nos es
indispensable. Tenemos las redes sociales.
Bordemos – cuadra por cuadra- los vínculos de la empatía y la
solidaridad humanizantes, desde el más básico de los principios: “Hoy
por ti, mañana por mí”.
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